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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico

Diario de la guerra del cerdo (8 page)

Néstor lo observó con sus ojos de pollo, redondos, inexpresivos y declaró:

—Las mujeres no son todo.

—¿No serán todo, che?

—Yo diría que la vida es una sucesión de atracciones.


Como
un parque japonés —apuntó Vidal.

—Para cada una de las edades hay un encanto.

Se oyó un rugido. Apresuradamente Vidal replicó:

—En la vejez todo es triste y ridículo: hasta el miedo de morir.

—Yo te aconsejo que vengas al fútbol, para que se te cambien las ideas.

—Inútil. En cuanto me asome a Las Heras y vea las mujeres que pasan…

—¿Te confieso una cosa? De un tiempo a esta parte, me desinteresé de las mujeres. Resonó otro rugido muy cerca.

—¿No digas? —comentó Vidal.

—Como lo oís. Francamente, no me llaman la atención. En una época, me acuerdo, ¡qué no hacía por salir si tenía programa!

—¿Y ahora te dejan indiferente?

—Por un completo.

—¿Por un completo? —repitió con burla Vidal.

Su amigo protestó con una sonrisa:

—Más o menos, che. En cambio he descubierto el encanto del dinero.

Vidal lo miró con alguna curiosidad, no exenta de admiración. Aunque lo conocía de muchos años, no lo creía capaz de pensar por sí mismo. Acaso Néstor no anduviera tan errado en su teoría: en este mundo siempre hay sorpresas.

—Voy a calentar el agua para el mate —dijo.

—Por mí, no. Se me hace tarde.

—No te vayas sin explicarme cómo descubriste el encanto del dinero.

—Enteramente por casualidad… Aunque estas cosas han de llegar siempre a su hora. La casualidad ha de ser un espejismo. ¿Lo conoces a Eladio, el del garage? Le iban a aplicar una multa por falta de higiene en las letrinas. El inspector era un amigo, y lo salvé. Me dijo que iba a pagarme la gauchada, que yo ganaría mucho dinero. Me resistí, porque vivíamos tranquilos con la Regina y no necesitábamos nada, pero me embarcó en la compra de un departamento a plazos.

—¿Un negocio inmobiliario como los de Rey?

—No sé cómo serán los de Rey. Lo que es yo, para hacer frente a las cuotas, debí privarme de los gastos extras. El rubro incluyó las escapadas con las amigas de Regina.

—¿Con las amigas de tu señora? Resonó otro rugido.

—Te prevengo que en el cuarto de al lado tenés un león.

—Es el pobre Isidorito, que duerme.

—Las amigas de tu señora son las que primero se te ofrecen. Misterios de la naturaleza humana: por un lado perdí la afición a las mujeres. ¿La causa? Falta de práctica o, si preferís, falta de renovación. Por otro lado le tomé el gusto al capitalismo, quise aumentar el círculo de mis propiedades.

—¿Un departamento no te alcanzaba?

—Entré a pensar en lo que va a recibir Néstor, mi chico, después de pagado el impuesto sucesorio.

—Una idea francamente fúnebre —dijo Vidal, imitando a Jimi.

—Mas bien, natural. Vos dirás que otro se dedicaría a vivir tranquilo, con el fruto de tanta privación. Yo, ni bien hube pagado las cuotas, me lancé a la compra de un segundo departamento. En eso estoy, en plena fiebre. Hablando en serio, ¿por qué no te venís con nosotros a River?

—Pobre tu hijo. Ni que fuera niñero de viejos.

—¿Cuándo vas a entender que no sos viejo? Además, ¿te cuento una cosa? El chico me dijo que te invitara.

—¿A qué horas van?

—A las doce.

—Está bien. Si a las doce no llegué, no me esperen.

—Tratá de llegar. Te hace falta un cambio de panorama.

XIII

Isidorito seguía dormido. Menos por hambre que para dar tiempo a que el muchacho despertara, Vidal se preparó una merienda ligera: un huevo duro (dijo: «Al rato voy a sentir el dolorcito en el costado. Es la última novedad»), tostadas, un poco de queso Chubut, dulce de membrillo, un vasito de vino. Comió precipitadamente, se echó el poncho en los hombros, miró el reloj. Si no perdía un minuto los alcanzaría. Cuando la vio en el zaguán pensó que Nélida no se endomingaba, como Antonia y las otras. Arreglada para salir estaba lindísima. Buscó palabras adecuadas para comunicar la observación, pero el temor de que ésta pareciera un piropo, lo llevó a hablar del tiempo, que seguía frío.

—Yo lo encuentro, que sé yo, más templado —opinó Nélida.

—Será el veranito.

El encargado entró rengueando; afablemente saludó, y participó, siquiera de paso, en la conversación.

—Usted lo ha dicho. Este año San Juan llegó atrasado —afirmó.

—Lo que son las cosas —contestó Vidal—. Yo tengo helado el esqueleto. Como si hablara solo, el otro replicó:

—El veranillo, buena porquería, calor húmedo, catarro, gripe.

Cuando el encargado se alejó, preguntó Vidal:

—A este, ¿qué le sucede?

—¿Por qué?

—Es otra persona. Un poco torcido y hasta rengo; pero manso.

—Qué quiere, señor, lo molieron a palos.

—Por una vez habrán hecho justicia. ¿Lo amasijaron?

—En este propio zaguán. ¿No oyó el barullo?

—Sí, ahora me acuerdo. La otra mañana.

—Al mediodía.

—Al mediodía, el jueves. —Pensó que Nélida estaba demasiado linda para que él siguiera hablando del encargado, de modo que preguntó—: ¿Qué hace, tan paqueta, en la puerta de calle?

Había querido decir una amabilidad, pero su torpeza la convirtió en pregunta impertinente. Nélida contestó:

—Espero a mi novio.

La frase estableció una distancia entre ellos. Vidal sonrió, la miró con ojos apenados, movió la cabeza, partió. Pensó que sería bastante absurdo que él, un hombre, se turbara por cortejar a una chiquilina, pero que se turbara por hablarle inocentemente no tenía perdón. Tratando de sobreponerse, miró en derredor como si buscara algo y en voz baja dijo: «No exageraba Néstor. Es una mañana espléndida». Caminó sorteando los tachos de basura que bordeaban la calle en dos largas filas paralelas. Si eran amigos de tantos años, ¿por qué tardó hasta hoy en conocer a Néstor? ¿Vivió distraídamente? «Desde luego no se me puede llamar curioso, y dicen que sin curiosidad no hay hallazgos, pero todos los curiosos y preguntones que he conocido son estúpidos». Néstor se había revelado como un hombre capaz de ver la verdad y de comunicarla con sencillez. Después de esa historia sobre el encanto del dinero, una especie de broma contra sí mismo, ¿cómo no quererlo? Se hablaba mucho de la soledad, pero entre amigos uno vivía acompañado.

Contra el cordón de la vereda, en la esquina, divisó un carrito de botellero, con su carga de botellas y diarios viejos. En la caja leyó la inscripción:
Cafisho de minas pobres
. Mientras plácidamente meditaba que por obra del ingenio ciudadano todo el pueblo se identifica y une, oyó en la pared de la izquierda, en lo alto, a una distancia no mayor de dos metros lo que muy pronto interpretó como un estallido. Antes de reponerse de la momentánea perplejidad, vio cómo el hombre del carrito, sin provocación de su parte y con puntería notablemente mejorada, le arrojaba el segundo botellazo. Al estímulo del roce en la cara, sino del objeto, del aire desplazado, dirigió la mirada en busca de apoyo, a los tres o cuatro circunstantes fortuitos —el que se disponía a cruzar la calle y se detuvo, los que hablaban en la puerta de una casa de departamentos— y en ese tiempo brevísimo divisó en cada uno de ellos la empedernida expresión del cazador que se dispone a caer sobre la presa. Instintivamente giró sobre sí mismo y echó a correr. Sorprendido notó —porque en Sportivo Palermo, en sus mocedades, había descollado en las distancias cortas— que se fatigaba mucho y que progresaba con desesperante lentitud. Todo esto —el ataque, reputado gratuito, la fatiga, signo de una decadencia física insospechada, la lentitud de las piernas, que lo asustó casi tanto como el agresor— lo afectó visiblemente. Nélida, que todavía esperaba en la puerta, le tendió los brazos, para socorrerlo, y preguntó:

—¿Qué ocurre, Isidro?

De pronto concibió una duda. Su abatimiento, ¿guardaba relación con el hecho que lo determinó? Si lo explicaba, ¿cómo evitaría que Nélida pensara y tal vez dijera «No es para tanto»? Se vería en la situación de un chico que se llevó un susto, y ahora como un chico lo hacía valer, hasta que descubrieran la verdad. De un tiempo a esta parte, no era él mismo. Nunca había sido peleador, pero tampoco flojo. Por segunda vez en la semana volvía a la pieza auxiliado por esa muchacha. Estas cosas no pasaban antes. Callaría, ¿qué otro recurso le quedaba? Si Nélida preguntaba porfiadamente, ¿hasta cuándo podría callar? En proporción a la expectativa provocada, la revelación final perdería consistencia y el descrédito sería mayor.

Contra todas sus previsiones, Nélida no le hizo preguntas. Vidal la miró con gratitud. Comprendió sin embargo que esa falta de curiosidad obedecía probablemente a la certidumbre de que no había gran cosa que explicar. Tal vez por amor propio informó:

—Me atacaron a botellazos.

Sentada a su lado, en el borde de la cama, Nélida lo abrazaba y lo acariciaba. Vidal pensó: Porque me cree viejo, me mima como si yo fuera un chico.

XIV

La mirada de cerca. Fijaba los ojos en los labios, en detalles de la piel, en el cuello, en las manos que le parecían expresivas y misteriosas. De pronto creyó que no besarla era una privación intolerable. Se dijo: «Estoy loco». Recapacitó que si la besaba, estropearía toda la ternura que ella tan espontáneamente le prodigaba. Caería tal vez en un error que la desilusionaría, que lo exhibiría como individuo insensible, incapaz de interpretar correctamente una efusión de generosidad; como un hipócrita, que se finge bueno, mientras hierve de apetitos groseros; como un tonto que se atreve a expresarlos. Pensó: «Esto no me pasaba antes» (y se dijo que el comentario se le volvía habitual). «En una situación así yo era un hombre frente a una mujer; ahora…» ¿Y si ahora se equivocaba? ¿Si perdía, por una incorregible timidez, la mejor oportunidad? ¿Por qué no ver las cosas humildemente, no entender que Nélida y él…?

—¡Nélida! ¡Nélida! —resonó en el zaguán un vozarrón.

La muchacha se ruborizó. Vidal estuvo a punto de sugerir que saliera por el cuarto de al lado, pero felizmente no dijo nada, pues no tardó en comprender que la proposición era cobarde y estúpida, además de ofensiva para una chica orgullosa. Nélida se arreglaba el pelo, el vestido. Vidal reflexionó que si alguien los viera a ellos dos, difícilmente admitiría su explicación de los hechos, lo llamaría embustero y, por último, a lo mejor, bobo. Este pensamiento parecía contradecir los de un rato antes.

Sin mirarlo, con la cabeza en alto, Nélida abrió la puerta, se fue. Vidal trató de oír. Después de un silencio, la voz del hombre, afuera, preguntó:

—¿Dónde te metiste?

—No me grites —contestó la muchacha.

Se incorporó, dispuesto a salir en su defensa. Quedó inmóvil, escuchando, pero sólo oyó pasos que se alejaban. Cuando comprendió que la situación ya no estaba en sus manos, se tumbó en la cama. Como un hombre resignado a las frustraciones, apartó las ideas desagradables, para dormir. Despertó a los pocos minutos, bien dispuesto, con el ánimo renovado.

Rebatiendo la inquietud sobre lo que pudiera ocurrirle a Nélida, se dijo: Los novios tan pronto pelean como se avienen.

Se dirigió al fondo, esta vez con suerte, pues no encontró a nadie. De la canilla, que le mojaba la cara, bebió agua fresca: un deleite que se da sin retaceos. Después del episodio del botellero, probablemente la conducta más recomendable sería el encierro en el cuarto. ¿No leyó en alguna revista que por no quedarse en el cuarto los hombres tropiezan con las desgracias? Como también es verdad que la vida no espera a los rezagados, tomó la resolución de salir, de ir como cualquier tarde, a la plaza Las Heras, a reunirse con los amigos, en un banco, al sol.

XV

Con alegría divisó a Jimi. Inconfundible en su viejo sobretodo gris, con los dorados relumbrones de plancha, estaba sentado en uno de los bancos próximos al monumento. El sol le daba de lleno en la cara, rosada y afilada, cubierta de pelos blancos. Una cara de zorro que no se afeita todos los días. Como el zorro, parecía dormido, pero no se dejaba sorprender.

—Ahora uno está más seguro afuera que en su casa —comentó Jimi—. ¿Vos también lo descubriste?

El tono era de felicitación, ligeramente despectivo. Vidal lo miró con afecto, porque sabía que esas bromas más o menos injuriosas corresponderían a una manera de ser, a una idiosincrasia de Jimi, no necesariamente a su opinión sobre el interlocutor. Una vieja amistad es como una casa grande y cómoda, en que uno vive a gusto.

Tal vez porque había dejado atrás malos momentos —el ataque de que fue víctima, el odio de los testigos, la disparada a toda carrera, la prolongada escena con la muchacha, favorable en general, pero arruinada por una indecisión que sugería falta de coraje y por la frustrada terminación —quizá porque todo eso quedaba atrás, más aún porque él se hallaba restablecido, dispuesto a olvidar los fracasos, a enfrentar lo que viniera, sintió una incontenible euforia manifestada en locuacidad. Como quien entona un himno antes del combate, dijo para sí unos versos, olvidados desde la infancia, que su padre solía recitar:

Qué me importan los desairescon que me trate la suerte

y despreocupadamente preguntó:

—¿A qué no sabés qué me pasó ayer?

Refirió el episodio del hotel de citas. Jimi se mostró embelesado. Conteniendo apenas una risa apagada y convulsiva, que le mojaba de lágrimas la rojiza cara descompuesta, declaró:

—Mira que son infames los viejos. El pobre Rey no se contenta con hacer porquerías. Quiere que lo miren.

—Es que no hizo porquerías.

—Ahí está lo bueno —exclamó Jimi, divertido—. Quiere rebajarse en público.

—¿Cómo va a querer semejante cosa?

—No sabes lo inmunda que es la debilidad de un viejo.

Vidal imaginó a Faber, al acecho de las muchachas, agazapado junto a las letrinas, a Rey besuqueando las manos de Tuna, a Jimi prendido como perro.

—Resultan grotescos, pero no hacen reír —comentó—. Más bien ofenden.

—A mí no me ofenden. La gente se ha puesto demasiado delicada. Yo encuentro que todo viejo se trasforma en una caricatura. Es para morirse de risa.

—O de tristeza.

—¿Tristeza? ¿Por qué? ¿No será el miedito de entrar vos también en el corso?

—Quizás tengas razón.

—En el gran desfile de máscaras.

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