Por encima de un hombro vio en el piso verduras caídas del camión y cristales rotos y una mancha de sangre.
Pocos días después
En un banco de la plaza Las Metas los amigos tomaban sol. Dante comentó:
—Ya no tienen miedo de mostrarse, ¿viste?
—Así es —contestó Jimi—. La plaza es un hervidero de viejos. No diré que está más linda, pero uno vive tranquilo.
—Yo encuentro que la gente joven se muestra más atenta y considerada —manifestó Arévalo—. Como si…
—Qué desagradable si les diera por atacarnos —observó Dante.
—¿Saben lo que me decía un muchacho? —preguntó Jimi—. Que esta guerra era un movimiento que fallaba por la base.
—Si hablás mirando para el otro lado, no te oigo —previno Dante. Jimi continuó:
—¿A qué no saben por qué fallaba por la base? Porque era una guerra necesaria y la humanidad es idiota.
—Idiotas fueron siempre los jóvenes —declaró Rey—. ¿O hemos de suponer que hay una sabiduría en el inexperto, que luego se pierde?
—Sabiduría, no; integridad —opinó Arévalo—. La juventud no carece de virtudes. Por falta de tiempo, o experiencia, no le tomó el gusto al dinero…
Rey sentenció:
—Una guerra idiota, en un mundo idiota. El más negado te acusa de viejo y te suprime.
—Si hablás como si tuvieras la boca llena no te entiendo —protestó con irritación Dante.
Vidal estaba sentado al lado de este último, en el extremo del banco. Pensó: «Dante no oye y los otros están interesados en la conversación. Yo me escapo». Giró sobre sí mismo, se incorporó, se deslizó a través del cantero, cruzó la calle. «No sé qué tengo pero no los aguanto. No aguanto nada. Ahora, ¿dónde voy?», preguntó, como si le quedara una alternativa. ¿Por no apartarse de estos compañeros no se iba a vivir con la muchacha? La muerte de Isidorito lo había desequilibrado, le había quitado el ánimo para todo.
Notó que un chico lo miraba con asombro.
—No te asustes —le dijo—. No estoy loco; estoy viejo, y hablo solo.
Cuando entró en su cuarto pensó que únicamente al lado de Nélida la vida era tolerable. Sacaría del baúl una porción de cosas inútiles, reliquias poco atrayentes que había guardado por ser recuerdos de otros tiempos, de sus padres, de la infancia, de los primeros amores, y las quemaría sin lástima y no guardaría sino la mejor ropa (allá no se presentaría sino con lo mejor) y se mudaría definitivamente a la calle Guatemala. Con Nélida empezaría una vida nueva, sin recuerdos, que estarían fuera de lugar. Sólo entonces vio el aparato de radio. Comentó: «Así que por fin se acordó Isidorito». Al mencionar el nombre de su hijo quedó absorto, como si descubriera algo incomprensible. Golpearon a la puerta.
Tuvo un sobresalto, quizá por el temor o la esperanza de que fuera quién sabe quién; era Antonia.
—¿Vas a ir? —preguntó Antonia—. Vos no lo creerás, pero todavía te espera. ¿De dónde sacará paciencia?
—No he decidido nada —contestó con veracidad.
—¿Te digo lo que pienso? Pareces un chico haciéndose el interesante.
—La segunda infancia.
—Hablarte es perder el tiempo. Voy a dar una vuelta —hizo una pausa y agregó—: Con mi novio.
Cuando quedó solo pensó: «Esos dos, tío y sobrino, tienen bastante culpa. ¿Qué voy a hacer con ellos? Nada». Cambiando de tema, continuó: «Para gente como nosotros, la solución es una mujer como Tuna. No crean que la muerte de Isidorito —se mordió los labios y, porque la había empezado, continuó la frase: ya un poco aturdido— me ha vuelto pesimista; ahora veo las cosas como son. Por un tiempo, el hombre es libre de hacer lo que guste, pero cuando está pisando los límites que le impone la vida, de nada le vale afirmar que va a ser feliz porque tiene la suerte de que lo quieran». Rencorosamente imaginó el amor como lo parodiaba un borracho casi afónico del viejo almacén de Bulnes y Paraguay: exageración de jovencito amanerado. Se acordó de los últimos días de su padre. Aunque no se apartaba del borde de la cama, sentía que su padre estaba solo, fuera de alcance. Nada podía hacer por su bien, salvo engañarlo de vez en cuando… Ahora el turno de irse le tocaba a él, y si volvía a la calle Guatemala tendría que engañar a Nélida y decirle que todo seguiría igual, que eran felices, que nada malo podría pasarles, porque se querían. Nuevamente se mordió los labios, porque dijo: «Tenia razón la doctora de Isidorito: hay que ver las cosas como son». Encendió el gas y puso a calentar el agua para el mate.
Aprovechó para afeitarse, el agua que sobró de los mates. Con aplicada lentitud, como si esa acción fuera una prueba, un examen que debía pasar, se afeitó minuciosamente. Después de sacarse con la toalla los restos de jabón, deslizó por su cara una mano inquisitiva y quedó satisfecho. Se cambió de ropa, ordenó un poco el cuarto, se echó el poncho sobre los hombros, apagó la luz, recogió un llavero y salió.
Caminó con pasos rápidos, atento sólo al trayecto. Como si quisiera distraerlo, la calle le deparó muy pronto una sorpresa. En efecto, al doblar en Salguero se encontró con Antonia y su novio, pero éste ya no era el sobrino de Bogliolo, sino Faber.
—¿No me felicita? —preguntó el viejo, con voz de cornetín y sonrisa mojada.
—A los dos —contestó sin detenerse Vidal y se dijo que la circunstancia de que la pareja fuera, o no, una vergüenza, lo dejaba sin cuidado.
Ya estaba llegando, cuando unos chiquitines que saltaban en un pie, en la vereda, le salieron al paso.
—No se vaya, señor —le dijeron—. Estamos jugando a los corresponsales de guerra. Le pedimos sus impresiones sobre esta paz.
—¿Y por qué andan en un pie?
—Estamos heridos. ¿Nos da sus impresiones?
—No tengo tiempo.
—¿Lo esperamos?
—Espérenme.
Empujó el portoncito de fierro, cruzó el jardín, entró en la casa, corrió escaleras arriba. Cuando lo vio, Nélida abrió los brazos.
—¡Por fin! —exclamó y soltó el llanto—. ¿Por qué no venías? ¿Por lo que pasó? ¡Qué desgracia, mi querido! ¿No me necesitabas? Yo, si estoy triste, quiero tenerte a mi lado. ¿Sufriste mucho? ¿Ya no me querías? Yo te quiero, ¿sabés? Te quiero, te quiero…
Nélida siguió exclamando, protestando, gimiendo, preguntando, como si nunca fuera a callar, hasta que Vidal la empuño firmemente, la empujó hacia adentro, la reclinó sobre la cama.
—La puerta está abierta —murmuró Nélida. Vidal contestó:
—La cerramos después.
—Ahora voy a cerrar la puerta —anunció Nélida—. ¿A que no adivinas lo que estoy pensando? Ojalá que nos hayan visto, así saben cómo me querés.
—Tengo hambre —dijo Vidal.
—Me abrazabas como si fueras a comerme. Voy a preparar la cena. Mientras tanto echate un sueñito.
Probablemente Vidal no oyó la última frase porque se durmió en seguida. Como en los cuentos, al despertar lo esperaba el festín: mesa tendida con mantel y servilletas, dos platos, postre, vino tinto. Viéndolo comer, Nélida exclamó:
—Estás desconocido.
—¿Qué tengo?
—No sé, hoy te encuentro tan bien dispuesto para cualquier cosa.
—¿Te desagrada?
—Al contrario. Es como si por primera vez estuvieras todo aquí, conmigo. Ahora me parece que puedo contar con vos —Ni bien afirmó esto, Nélida se alarmó. —¿Te vas a quedar, no es verdad?
Vidal contestó:
—No. Ahora tengo que hacer.
—¿Vas a volver esta noche?
—Si puedo, sí.
La besó. Nélida le dijo:
—Lleva el poncho, que ha refrescado.
En lugar de los chicos, a la salida encontró un grupo de muchachones distribuidos en dos filas, contra las casas y en el cordón de la vereda. Mientras pasaba por el medio, uno canturreó:
—
Cómo se pianta la vida del muchacho calavera
.
—Les prevengo que todo eso ya se acabó —dijo Vidal y siguió de largo.
En el café de la plaza Las Heras los amigos lo recibieron con aplausos.
—Eladio reemplaza a Néstor —explicó Dante.
El mismo Jimi admitió que esa noche Vidal jugó bien. Por lo demás, Jimi se mostró astuto como siempre, Rey angurriento de aceitunas y maníes, Arévalo irónico, Dante lento y sordo: de modo que todo estaba en orden, y cuando Eladio dijo que el hombre se hallaba a gusto en reuniones como esa, manifestó el sentir general. Sin embargo, como el bando de Vidal ganaba todos los partidos, los perdedores no tardaron en quejarse de la suerte que tienen algunos. Jugaron hasta muy altas horas. Después Rey preguntó:
—Isidro, ¿dónde vas?
—No sé —contestó Vidal y resueltamente se alejó en la noche, porque deseaba volver solo.
ADOLFO BIOY CASARES,(Buenos Aires, Argentina; 15 de septiembre de 1914 —ibídem, 8 de marzo de 1999) fue un importante escritor argentino que frecuentó las literaturas fantástica, policial y de ciencia ficción. Debe, además, parte de su reconocimiento a su gran amistad con Jorge Luis Borges, con quien colaboró literariamente en varias ocasiones. Éste lo consideró incluso uno de los más notables escritores argentinos. La crítica profesional también ha compartido la opinión: Bioy Casares recibió, en 1990, el Premio Miguel de Cervantes.
Bioy nació en Buenos Aires y fue el único hijo de Adolfo Bioy Domecq y Marta Ignacia Casares Lynch. Perteneciendo a una familia acomodada, pudo dedicarse exclusivamente a la literatura y, al mismo tiempo, apartarse del medio literario de su época. Escribió su primer relato, Iris y Margarita, a los 11 años. Cursó parte de sus estudios secundarios en el Instituto Libre de Segunda Enseñanza de la Universidad de Buenos Aires. Luego, comenzó y dejó las carreras de Derecho, Filosofía y Letras. Tras la decepción que le provocó el ámbito universitario, se retiró a una estancia —posesión de su familia— donde, cuando no recibía visitas, se dedicaba casi exclusivamente a la lectura, entregando horas y horas del día a la literatura universal. Por esas épocas, entre los veinte y los treinta años, ya manejaba con fluidez el inglés, el francés (que hablaba desde los cuatro años) y, naturalmente, el español. En 1932, Victoria Ocampo le presenta a Jorge Luis Borges, quien en adelante será su gran amigo y con quien escribirá en colaboración varios relatos policiales bajo diversos seudónimos, el más conocido de los cuales fue el de Honorio Bustos Domecq. En 1940, Bioy Casares se casa con la hermana menor de Victoria, Silvina Ocampo, también escritora y pintora.
Entre sus premios y distinciones destacan la membresía a la Legión de Honor francesa en 1981, su nombramiento como Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires en 1986,1 el Premio Cervantes y el Premio Internacional Alfonso Reyes en 1990 y el Premio Konex de Brillante en 1994 Sus restos descansan en el Cementerio de la Recoleta.
Novelas
La invención de Morel (1940). Plan de evasión (1945). El sueño de los héroes (1954.) Diario de la guerra del cerdo (1969). Dormir al sol (1973). La aventura de un fotógrafo en La Plata (1985). El perjurio de la nieve (1945). Un campeón desparejo (1993). De un mundo a otro (1998).
Colecciones de relatos
La trama celeste (1948). Historia prodigiosa (1956). Guirnalda con amores (1959). El lado de la sombra (1962). El gran serafín (1967). El héroe de las mujeres (1978). Historias desaforadas (1986). Una muñeca rusa (1990). Una magia modesta (1997).
Ensayos
La otra aventura (1968). Memoria sobre la pampa y los gauchos (1970). Diccionario del argentino exquisito (1971). Diccionario de palabras que no deberíamos utilizar. De jardines ajenos: libro abierto (1997), recopilación de frases, poemas, y miscelánea diversa, editada en colaboración con Daniel Martino De las cosas maravillosas (1999).