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¿El cosquilloso
? ¿Hoy quién se acuerda de esa antigualla? —preguntó Dante. Arévalo continuó:
—Dijo que extrañaba las conversaciones de su juventud. Hasta cualquier hora se quedaban los amigos analizando la teoría de la letra de tango o el enredo del último sainete de Ivo Pelay. Dijo que hoy en día hablaban de hechos concretos, más que nada del precio de las cosas. Me parece que en ese momento estaba lúcido, pero después divagó de nuevo. Cuando empezó a respirar de un modo raro, se lo llevaron.
—¿A dónde? —preguntó Dante.
—A morir solo —contestó Rey.
—Se los llevan a morir solos —explicó Arévalo— para no afectar la moral del desgraciado de la otra cama.
—¿El café dónde se reunían sería como el nuestro de la plaza Las Heras? —preguntó Vidal, como si hablara solo.
—No vas a comparar, che —manifestó Arévalo—. Había otro ambiente. Vidal preguntó:
—¿Cuándo volveremos a nuestros partiditos?
—Pronto —aseguró Arévalo—. El médico me lo decía. Asistimos a los últimos colazos de un fenómeno que se acaba.
—¿Y si a nosotros nos acaban primero? —preguntó Vidal.
—Todo es posible. Aparentemente nos tienen marcados. En mi caso, al menos, yo creo que hubo premeditación. Me esperaban. Al principio se mostraban indecisos, pero se envalentonaron.
—O éste se repite, o yo no oigo bien… —comentó Dante. Vidal lo interrumpió:
—Decime, Arévalo, y a tu vecino, ¿qué le había pasado?
—Como ustedes, vino a ver a un amigo y, cuando volvía a su casa, lo agarraron frente a la cochería.
—Quiero irme —gimió Dante—. Por favor, Rey, venite conmigo. Acompañame. Yo estoy muy viejo, créanme, y si pienso en un ataque, el miedo me descompone.
Su cara pálida se volvía terrosa. Vidal pensó: «No te descompongas aquí».
—Los empleados de la cochería porfiaban por meterlo en el local —prosiguió Arévalo— pero apareció un vigilante y lo trajo.
—Más práctico hubiera sido que ya le dejaran con los funebreros —opinó Rey.
—Dijiste que se lo llevaron para que muriera solo, ¿dónde?, —preguntó Dante.
—Mira, no sé dónde los llevan. Un enfermero me dijo que los ponen donde se les da la gana. El enfermero es medio jovencito, a lo mejor me cree viejo y me pinta cuadros macabros con la esperanza de asustarme. Me dijo que los ponen en cualquier parte, en el mismo vestíbulo de la planta baja.
—Pobre tipo —comentó Vidal—. Si vive todavía, quién sabe lo que está soñando.
Dante gimió:
—Es el que vimos nosotros. Rey, yo quiero irme.
—Efectivamente, me voy —anunció Rey—. Yo madrugo para vigilar el trabajo en la cuadra y cuando no duermo mis ocho horas, no valgo nada.
—De paso, ¿me dejas en casa? —preguntó Dante, en tono de súplica.
Vidal pensó: «A mí me espera Nélida y aquí me tienen. A estos dos viejos nadie los espera, pero no pueden quedarse un minuto con un amigo enfermo. A uno lo domina el egoísmo y al otro la cobardía. No hay nada peor que la vejez». Recapacitó en seguida: «Que yo me demore con Arévalo, que todavía no haya vuelto a la calle Guatemala, tal vez pruebe que yo también estoy viejo. Sin embargo, sé que voy quedándome para dar tiempo a Nélida, para no volver antes que ella. Llegar a la casa y que Nélida no esté sería horrible».
Reapareció el médico y dijo:
—Por favor, señores, no se vayan todavía. Los voy a retener unos minutos. O, por lo menos, al más joven de ustedes. Para tomarle una simple muestrita de sangre. Por si hubiera que hacer una transfusión al señor. No es nada, un pinchazo, nomás.
El médico encendió una lámpara, se puso a auscultar a Arévalo. Éste, por encima de la calva inmediata, comentó:
—Ya se te asoman las motas blancas, Dante. Vas a tener que darte otra mano de pintura. El médico se rascó la cabeza, nerviosamente.
—Si habla —explicó— me hace cosquillas.
Dante protestó:
—No sé lo que me has dicho. Cuando hablas como si te ahogaras no te oigo.
—Estoy con asma —se excusó Arévalo—. Te decía que ya te asoman las motas blancas.
—¿Qué quieren? —preguntó Dante con desconsuelo—. Uno solo no se da cuenta. ¿Quién me tiñe? La otra vez me tiñó el pobre Néstor. Yo solo no soy capaz. Tienen que ayudarme. Es más importante de lo que ustedes piensan.
—No engañás a nadie —opinó Arévalo—. Yo creo que hay que ser un poco fatalista.
—Muy fácil hablar así —replicó Dante— cuando uno está metido en un edificio como este, que es una verdadera fortaleza. Yo en cambio tengo que irme a casa, en plena noche, y atravesar calles oscuras como boca de lobo.
—Nadie te echa —aseguró Vidal. El médico dijo:
—Vuelvo en seguida, señores. Por favor, espérenme.
—Vamosnos antes de que vuelva —suplicó Dante—. Isidro ya está frito. Lo agarraron con el pretexto de la trasfusión. A nosotros no nos necesita para nada. No vamos a tenerlo de la mano. Si nos quedamos, ya verás que inventa algo para atrapamos. Aprovechemos ahora que no está y escapemos. A mí no me gusta estar aquí.
—A quién le va a gustar —dijo Arévalo.
—No cree que nos atrape —admitió Rey— pero ya es tarde, mañana madrugo y nuestra presencia aquí a nadie beneficia. Isidro, como es lógico, ha de quedarse.
—Por supuesto —contestó Vidal—. Y a ustedes les aconsejo que se vayan. No los necesitamos.
Rey abrió la bocaza, pero no habló. Como un chico empecinado, Dante lo tiraba de la manga, lo empujaba hacia la puerta.
—¿Se fueron? —preguntó Arévalo.
—Se fueron.
—Te enojaste.
—Estos dos me tienen un poquito indignado.
—No te enojes. Acordate de lo que siempre repite Jimi: con los años, los órganos de contención fallan. Como otro se haría pis, Dante se entrega al miedo.
—Dante está vencido, ¿pero Rey? Ese pedazo de hombre…
—Hace rato que no se contiene. ¿No te lo representas en el café, estirando la manota hacia los manises, tembloroso de gula? Como tanto viejo, ha perdido el pudor.
—¿El pudor? Tenés razón. Una vez, en lo de Vilaseco…
—De puro viejo es un egoísta descarado. Ya no disimula. Se interesa por la propia comodidad y pare de contar.
—¿Me hace el obsequio? —preguntó Cadelago.
Mientras lo seguía por el pasillo, Vidal comentó:
—Arévalo me decía, doctor, que usted le dijo que esta guerra es un fenómeno que se acaba.
—Créame —respondió el médico, sacudiendo tristemente la cabeza—: el servicio de psiquiatría no da abasto para atender a los jóvenes. Todos acuden por el mismo problema: aprehensión de tocar a los viejos. Una verdadera repulsa.
—¿Asco? Me parece natural.
—La mano se niega, señor. Hay un nuevo hecho irrefutable: la identificación de los jóvenes con los viejos. A través de esta guerra entendieron de una manera íntima, dolorosa, que todo viejo es el futuro de algún joven ¡De ellos mismos, tal vez! Otro hecho curioso: invariablemente el joven elabora la siguiente fantasía; matar a un viejo equivale a suicidarse.
—¿No será más bien que la miseria y la fealdad de la víctima vuelven desagradable el crimen?
Pensó: «¿Por qué me intereso? ¿Qué me importa una conversación con un idiota? Me importa la chica que me está esperando».
—Todo niño normal —explicó el doctor, con expresión de júbilo— en algún momento de su desarrollo sale a despanzurrar gatos. ¡Yo también lo hice! Después borramos de nuestra memoria estos juguetes, los eliminamos, los excretamos. La guerra actual pasará sin dejar recuerdo.
Llegaron a un cuartito. Vidal se preguntó: «¿Para no contrariar a este monigote condeno a Nélida a esperarme ansiosamente?» Se calumniaba; no estaba ahí por temor de contrariar a nadie, sino por la posibilidad de ser útil a su amigo Arévalo. ¿O en realidad había venido porque Rey insistió y ahora daba la sangre porque el médico la pedía? Para todo podía uno encontrar infinidad de explicaciones, como lo demostraba la doctora de Isidorito.
—Después, ¿me retiro, doctor?
—No hay el menor inconveniente. Tras un compás de espera. Me descansa unos minutitos, perfectamente cómodo, en la camilla. ¿Quién nos corre?
—Me están esperando, doctor.
—Felicitaciones. No todos pueden decir lo mismo.
—Unos minutos, doctor, ¿cuántos?
—La mujer y el niño no contienen la impaciencia, pero los hombres hemos aprendido a esperar. Aunque no haya absolutamente nada al cabo de la espera, esperamos.
—La flauta —dijo Vidal.
—Perfecto —aseguró el médico—. Un simple pinchazo. A ver, no me mueva el bracito. Se me toma después un buen café con leche, un jugo de frutas y queda como nuevo. Hay que reponer líquidos.
Vidal pensó: «No dudo de que Nélida está en la calle Guatemala, pero ¿si ni siquiera ha vuelto?».
Por intolerable, descartó la idea.
—¿Listo? —preguntó Vidal.
—Ahora me cierra los ojos y me descansa hasta que le avise —contestó Cadelago.
¿Por qué no mandaba al diablo a este individuo y se iba en el acto? Estaba cansado, un poco vencido y no se resolvía a rechazar postergaciones que se presentaban, una tras otra, como últimas y muy breves. De esa manera, la visita al hospital se había prolongado, se había convertido en una pesadilla, con inagotables reservas y refinamientos de angustia. Que por fin durmió y soñó parece evidente, pues creyó ver a un grupo de jóvenes —reconoció entre ellos a matadores del diarero— que en lo alto de una tarima formaban un tribunal sin duda amenazador, desde donde lo llamaban.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Nada —contestó en tono de aflicción el doctor Cadelago—. Le devuelvo su libertad.
Regresó a la sala, para despedirse de Arévalo.
Había supuesto una vez afuera, rumbo a la calle Guatemala, sentiría una gran exultación. En su impaciencia, había confundido ese momento con otro, más lejano en el tiempo, mucho más deseable: el de su reunión con Nélida. Ni bien cruzó el portón del hospital comprendió que tal encuentro, aunque posible, no era seguro y notó que estaba triste. Quizá para ahorrarse un desengaño, anticipadamente se deprimía. Por Salguero dobló hacia Las Heras. ¿Por qué atar a Nélida a un animal moribundo? Ninguno de los dos ganaría nada: a ella la esperaba una desilusión, que él, podía prever, pero no evitar… Rey y Dante lo habían asqueado de la vejez. Le pareció que su afecto por esos amigos ya no era el mismo. Tampoco ellos eran los mismos. «Todo se vuelve relativo con el tiempo. Más que nada, las personas». Recordaba, en imágenes vividas, que propendían a la desaparición un estrado de justicia en que un fiscal, borracho de cólera, lo acusaba de estar viejo. El recuerdo, que provenía de su corto sueño después de la trasfusión, ahora lo entristecía. No había quedado como nuevo, sino bastante débil, y creía que para esa tristeza no encontraría remedio en el jugo de frutas aconsejado por el doctor. La vejez era una pena sin salida, que no permitía deseos ni ambiciones. ¿De dónde sacar ilusión para hacer planes, ya que una vez logrados no estará uno para gozarlos o estará a medias? ¿Para qué seguir caminando hacia la calle Guatemala? Más le valía volver a su casa. Por desgracia Nélida lo buscaría y le pediría una explicación. La gente joven no entiende hasta qué punto la falta de futuro elimina al viejo de todas las cosas que en la vida son importantes. «La enfermedad no es el enfermo», pensó, «pero el viejo es la vejez y no tiene otra salida que la muerte». La intuición de su total desesperanza imprevisiblemente lo alentó. Apuró el paso, para llegar pronto a casa de Nélida, para llegar antes de que esa convicción, como el recuerdo del sueño, se disolviera; precisamente, porque la quería tanto, la convencería de que el amor por un viejo como él era ilusorio. Oyó una explosión, quizá una bomba que había estallado quién sabe dónde, por ahí cerca. Después retumbaron otras dos. Hacia el Retiro, en rápida expansión desde abajo, el cielo se volvía colorado.
Encendió la luz, miró a su alrededor, se asomó al dormitorio, recorrió con precipitación el resto de la casa. Probablemente se trataba de una broma; ni bien se descuidara, Nélida surgiría de cualquier parte, para abrazarlo. Muy pronto comprendió, sin embargo, que tal vez debía resignarse a la posibilidad, cuya verosimilitud aumentaba por instantes, de que la muchacha no hubiera vuelto. La situación (se dijo) no era demasiado dramática; estaba seguro de que un día, a lo mejor cercano, ni se acordaría de esta angustia (si tenía suerte con Nélida), pero actualmente, por motivos que aceptaba sin entender, le resultaba insufrible. Anunció: «No la voy a dejar con ese músico de cafetines».
Salió de la casa, caminó por Guatemala hacia el norte, dispuesto a buscar a Nélida, a recuperarla. Ya no sentía el desánimo de un rato antes, ni el cansancio, ni la derrota, ni la vejez.
Levantó una mano, porque vio un taxi, y la agitó con movimientos enérgicos, para detenerlo. Cuando entró en el coche, ordenó:
—Lléveme hasta la calle Thames. Voy a un lugar que se llama el
Salón Magüenta
. ¿Lo conoce?
Con un vivo arrancón, el automóvil emprendió una marcha bastante rápida; cayó Vidal en el fondo del asiento y el conductor dijo:
—Sí, señor, un baile. Hace bien, hay que salir a divertirse, ahora que la guerra está en las últimas.
—¿Le parece? —preguntó Vidal y recapacitó: «¿Cómo no me fijé? Es joven». En seguida se representó a sí mismo, abandonado en San Pedrito, se vio en el momento de incorporarse en el empedrado, contuso por el golpe, al caer del taxi, y en términos casi audibles articuló la queja: «Si tengo que empezar desde allá, todo se me atrasa». Comentó imparcialmente—: Hace rato que está en las últimas —e irritado por sus propias palabras, prosiguió—: Yo perdí un amigo. Un amigo de siempre. Una persona como hay pocas. Quisiera que me explicaran qué ganaron el mundo y los criminales con esa muerte.
Cuando vio que avanzaban por Güemes, en dirección al Pacífico, se dijo que no había nada que temer.
Comprendo lo que siente, señor —respondió el chofer— pero con el debido respeto opino que usted no encara debidamente el asunto.
—¿Por qué?
—Porque si la gente pusiera en un platillo los resultados buenos y en otro la destrucción y el dolor, es decir, los malos, nunca habría una guerra ni una revolución.
—Pero como somos de fierro, el dolor no importa —replicó Vidal y pensó: «Ha de ser uno de esos estudiantes que trabajan para ayudarse»—. Le digo más. No creo en los buenos resultados de esta guerra.