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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (5 page)

—Supongo que no hay ninguna posibilidad de decirme quién es el comprador, ¿verdad?

—Lo siento mucho, querida Julia, pero no puedo hacer nada más al respecto —replicó Keith con voz apesadumbrada mientras volvía a meter los documentos en su sitio.

La frase venía a decir con claridad diáfana que la conversación había terminado y que por su parte consideraba el asunto zanjado. Derrotada, pero con la dignidad suficiente para no mostrarlo, Julia siguió porfiando con el viejo empleado.

—Vamos, Keith —imploró con tono lastimero—, debe haber algo que pueda hacer por mí. Sabe que somos buenos clientes y podríamos tener tratos en breve si me echa una mano con este asunto. Podría dejar la carpeta abierta encima de la mesa y salir un momento a beber agua o algo parecido. No sería culpa suya, ¿verdad?

El aludido se la quedó mirando de hito en hito. Había una expresión de decepción en sus ojos nublados, pero volvió a meter la mano en el archivador. Julia esperó con expectación pero lo único que salió fue una foto a color del esquivo cuadro. Cuando volvió a hablar, el tono de Keith se había endurecido.

—Julia, créame que lo siento, pero esto es lo único que estoy autorizado a entregar a un posible comprador —le dijo alargándole la fotografía—. Y si me disculpa —añadió levantándose del asiento—, he de atender otros asuntos.

Julia se encontró un minuto más tarde en el pasillo, con la foto en la mano y una creciente sensación de humillación. Se apoyó en la jamba de la puerta y lanzó un profundo suspiro. «Maldición», pensó contrariada. Aquello iba de mal en peor. Había sobrepasado los límites y probablemente había perdido un aliado importante para subastas posteriores. Si algo no podían soportar los ingleses era el soborno al descubierto que era tradición secular entre los españoles. No era que los ingleses no se dejaran comprar, sino que la tradicional caballerosidad británica imponía unas sutiles reglas de juego que la impaciencia de Julia había obviado. Aquel desliz, de saberse, le iba a costar otra bronca épica con Albert.

Volvió al hotel con la cabeza gacha y notando cómo se le iban arremolinando los humores en el cuerpo. Julia Andrade no aceptaba la derrota de buen grado. Era una luchadora nata, la mayoría de las veces defendiendo causas perdidas que sólo le ocasionaban problemas. Pero formaba parte de su naturaleza, igual que el escorpión que hinca el aguijón en la rana que le transporta por un río, aun sabiendo que se está condenando a muerte.

Pasó el resto de la tarde acodada en el alféizar de la ventana pensando en la manera de enterarse del nombre del comprador. Al caer la noche, bajó al bar del hotel y se subió un sándwich a la habitación. No tenía apetito y la cabeza le dolía de tanto darle vueltas al asunto. Al final, cansada de pasear por la habitación como una leona enjaulada, se tomó un somnífero y se echó vestida encima de la cama.

Esa noche se despertó cuatro o cinco veces, incómoda y sudorosa, y se fue quitando prendas hasta que se quedó desnuda sobre la cama. La cabeza le dolía un poco más cada vez que abría los ojos, y los pensamientos se le agolpaban, mezclándose con imágenes fantasmales de la dama pintada que ahora le sonreía burlona y tan enigmática como la Mona Lisa.

Justo cuando estaba amaneciendo, agotada, se sumió en un sueño nervioso y febril del que salió cuando faltaban pocos minutos para el mediodía. Despertó con la imagen de un Keith de cartón que con un índice levantado se balanceaba a un lado y a otro como un tentetieso ridículo, mostrando una sonrisa bobalicona mientras su cuerpo rechoncho impedía el paso hacia una muralla de archivadores que llenaba el horizonte.

Ni la generosa ducha ni el copioso desayuno tardío sirvieron para tranquilizarla. Tenía el ánimo alterado y decidió caminar sin rumbo por las frías calles de la ciudad. Cuando por fin miró a su alrededor, casi no le sorprendió hallarse frente al edificio de subastas.

Sabía que no podía volver a entrar allí sin una buena razón, así que decidió rodearlo y salir de nuevo al río Támesis. Una sombra en el suelo del callejón lateral le hizo levantar la cabeza: su mirada tropezó con la estructura de hierro que formaba la escalera de incendios que conducía hasta el tejado del edificio.

La mente fotográfica de Julia repasó la conversación mantenida la tarde pasada con Keith y vio la única ventana provista de falleba que permitía la entrada de luz en la diminuta habitación y la sombra de la escalera exterior.

Una idea loca fue tomando cada vez más consistencia en su cabeza. Todo parecía encajar. Volvió apresuradamente al hotel, oyendo en su mente al ángel bueno y al diablo tentador, cada uno tratando de despejar las dudas que el otro había planteado.

En la privacidad de su habitación, Julia se sentó frente a la ventana y se sirvió uno de los botellines que contenía la pequeña pero bien abastecida nevera que había bajo el televisor. La vista del hermoso cementerio de Brompton y la patada que le dio el
scotch
en el estómago la tranquilizaron lo suficiente para analizar la descabellada idea que se le había ocurrido.

Aparte de algunos trapicheos inocentes y un único e inevitable soborno —al menos es lo que ella quería creer—, Julia no había infringido nunca la ley. Ser descubierta entrando a escondidas en el despacho de Solsbury’s para ver quién era el comprador le supondría no sólo unos meses de prisión, sino el final definitivo de su incipiente carrera en el mundo del arte. Pero la llamada del cuadro empezaba a ejercer su malsana influencia y, finalmente, Julia y su amigo escocés Glenlivet acabaron por considerar que valía la pena intentarlo a pesar de todo.

Pasó el resto del día afanándose en revisar los detalles del plan y proveyéndose con discreción paranoica de algunos elementos que probablemente la ayudarían. No pudo comer ni un bocado, febril, excitada, con las manos trémulas y los nervios a flor de piel. Fue tal vez el día más largo de toda su vida, esperando con angustia la llegada de la invisibilidad que le iba a proporcionar la oscuridad de la noche.

Por fin, y tras haberse tomado la mitad de otro botellín para disminuir la ansiedad y aplacar los últimos gritos desesperados de su conciencia, Julia se internó en el callejón mal iluminado que conducía a la parte lateral de Solsbury’s, donde se erigía la escalera de incendios, oscura y mojada por la niebla que empezaba a reptar por las calles cercanas al río.

Se agazapó entre dos contenedores y esperó allí durante diez minutos, masajeándose las manos enfundadas en guantes de piel con nerviosismo, sólo para asegurarse de que no había guardias o sorpresas de última hora. Solsbury’s era una empresa pequeña y no disponía de demasiados sistemas de seguridad, y éstos estaban concentrados en la parte posterior, donde se hallaban los accesos a las cámaras acorazadas con los innumerables objetos que se subastaban. Tras la espera y un poco más tranquila, descolgó la escalera del soporte basculante con el menor ruido posible y empezó a subir por ella hasta el segundo piso.

Con el haz de una minúscula linterna, tamizado por el celofán rojo de uno de los caramelos que el personal del hotel colocaba cada noche en su almohada, comprobó que la habitación era la correcta y que estaba vacía. Satisfecha, sacó una delgada lámina de acero de una pequeña mochila, la placa de características técnicas que había desmontado del aparato calefactor de la habitación del hotel.

Introdujo con sumo cuidado la lámina por el resquicio de la ventana y la desplazó a lo largo de la rendija a modo de palanca. Tras un breve forcejeo, notó —y oyó— cómo saltaba la falleba y se abría la ventana. Tuvo que detenerse para recobrar el aliento contenido y sosegar su alocado corazón, que parecía capaz de alertar por sí solo a toda la Guardia Real de Buckingham Palace. Un minuto más tarde, empujó con suavidad la ventana y miró el interior oscuro. Después, y tras lanzar una cuidadosa ojeada a los edificios colindantes y cerciorarse en la medida de lo posible de que nadie la había visto, pasó las piernas por el alféizar y se dejó caer en silencio sobre la moqueta de la habitación.

Tras ajustar de nuevo la ventana y aguardar otro minuto completamente inmóvil con todos los sentidos alerta, se incorporó y fue hasta el archivador donde Keith había guardado el dossier del cuadro. Bendiciendo a los ingleses por la —un tanto absurda— confianza en la humanidad y pidiendo mentalmente perdón al funcionario, abrió el cajón y buscó la carpeta.

Ésta contenía la documentación relativa a la transacción inicial, a la operación de compra que había cancelado la subasta del cuadro y otra excelente fotografía de gran tamaño de la obra.

Tras un instante de duda, Julia cogió la foto, la enrolló con sumo cuidado y la introdujo en uno de los tubos de cartón que halló en la papelera y que, a juzgar por su olor, había contenido algún documento un tanto enmohecido. Después, sustituyó los papeles de la carpeta por otros parecidos que sacó de otras carpetas contiguas. Los originales fueron a parar a la mochila. Confiaba en que si alguna vez se volvían a examinar, cosa poco probable dado el tipo de transacción realizada, se considerarían traspapelados por error y además, con toda probabilidad, dado lo puntilloso que era Keith y el carácter metódico de Solsbury’s, habría una copia en algún lugar. Finalmente, y tras disimular las huellas que los zapatos mojados habían dejado bajo el alféizar, esparciéndolas con el pañuelo para que se secaran antes, salió por la ventana, la ajustó tan bien como pudo, descendió la escalera de incendios y emprendió el camino de vuelta al hotel.

El tramo final fue un auténtico calvario, pues las piernas le temblaban y sentía cómo la adrenalina estaba empezando a desaparecer para ser sustituida por el miedo y el remordimiento. Evitó cuidadosamente mirar a las personas con las que se cruzó por temor a que sus ojos traicionaran el estado de nervios en el que se hallaba. Estaba segura de que había un gran neón luminoso en forma de flecha con la palabra
Ladrona
escrita en letras mayúsculas apuntando a su cabeza, como en los dibujos animados de Tex Avery.

Haciendo acopio de su última reserva de energía, Julia se desvió y se metió en otro callejón cercano al hotel. Se quitó con rapidez los pantalones oscuros que llevaba, los sustituyó por una falda larga, elegante y algo arrugada que llevaba en la mochila, se puso un extravagante collar y una pulsera de plata antigua, se soltó el pelo y se dirigió con paso seguro hasta la recepción del hotel. Allí recogió con toda la dignidad que le fue posible la llave de manos de un soñoliento recepcionista y huyó a su habitación.

A pesar de todas las precauciones, Julia no llegó a ver a la figura vestida con un gabán de cuero negro que se deslizó tras ella como una sombra cuando salió del callejón y se quedó observando con una media sonrisa el cambio de vestuario.

—Una chica lista —murmuró la figura, antes de fundirse otra vez con las sombras neblinosas de la noche.

Halifax, octubre de 1949

Estimado señor G.

Me alegra sobremanera ver el entusiasmo con el que está llevando a cabo las investigaciones, sentimiento potenciado, sin duda alguna, por el magnífico resultado obtenido en las últimas operaciones. ¡Qué débiles criaturas son los humanos! ¡Qué fácil resulta llenar su corazón de miedo y manejar sus emociones a nuestro antojo!

Ahora debe usted buscar las claves necesarias para quebrar los conjuros de forma definitiva. Como ya le comenté, el desastre de 1928 acabó con buena parte de nuestra biblioteca, y estamos obligados a recuperar la mayor parte de lo que tuvimos.

Esos manuscritos son de extremada importancia para nuestro plan, puesto que lo que hay escrito en ellos constituye, como verá cuando los encuentre, la piedra angular sobre la cual se sustentan nuestras esperanzas.

Con la fe puesta en el Despertar del Dios Dormido,

Afectuosamente,

W.T.M.

Capítulo III

Algo sacó a la pequeña Julia de su sueño. Desde la planta baja del caserío grande y húmedo le llegaba un rumor que no conseguía identificar, algo semejante al ruido que haría un grifo obturado, de esos que emiten misteriosos sonidos huecos y que barbotean antes de escupir finalmente ráfagas de agua que parecen toses. También oía las voces de sus padres; inquisidora y firme la de él, alarmada y con un cierto tono asustado la de ella.

Con la inquietud que la caracterizaba, saltó de la cama, se acercó con sigilo hasta la escalera de piedra que comunicaba las dos plantas y atisbó con cuidado por el hueco. En ocasiones anteriores había espiado de esa manera las fiestas que celebraban sus padres con otros familiares o amigos, algunos, decían, llegados desde muy lejos sólo para visitarlos.

Pero esta vez la escena que presenció fue mucho más inquietante. Su madre estaba sentada en el diván con una postura un tanto rígida y se retorcía con fuerza las manos en el regazo. La luz de la gran lámpara del techo le iluminaba la cara, pálida y azorada. A su padre sólo le veía de espaldas, hablando en voz baja con alguien que quedaba fuera de su campo de visión. Entonces notó el extraño olor que emanaba de la planta baja, un hedor intenso a podredumbre parecido al que había a veces en algunos rincones sucios del muelle del puerto de pescadores.

Pero lo más inquietante sucedió cuando su padre se giró con un extraño objeto en las manos, una especie de símbolo que relucía con el color del oro y que alzó hacia la luz de la lámpara para apreciarlo mejor. Fue entonces cuando su padre la descubrió, agazapada en lo alto de la escalera, con los ojos muy abiertos.

Una expresión de desconcierto apareció en su cara. Su madre también se volvió hacia ella y se tapó la boca con una mano mientras sus ojos se abrían con expresión horrorizada. Julia se quedó allí, quieta y sin saber qué hacer, como un animal al que de pronto deslumbran con un potente foco de luz.

La última imagen que tenía de esa extraña noche era la de una figura corpulenta, que no conseguía recordar del todo, que se acercó hasta el pie de la escalera y alzó una mano hacia ella mientras volvía a oírse la extraña voz gutural y líquida. Lo único que recordaba era la visión fugaz de unos ojos muy grandes y abiertos y una mano que tenía mucha piel entre los dedos, como las que había visto en las ilustraciones de un cuento de sirenas. Lo que también la sorprendió fue que la figura parecía gotear agua, pero aquella noche no llovía…

La luz de la mañana la encontró en el suelo de la habitación todavía vestida. Los músculos agarrotados y el fuerte dolor en un lado de la cabeza le confirmaron que, con toda probabilidad, se había desmayado nada más cerrar la puerta. Julia se incorporó con una mueca de dolor y miró su reloj: estaba amaneciendo. Con manos trémulas, se despojó de la ropa y se dio una larga ducha caliente, se vistió con ropa limpia y bajó a desayunar. Después volvió a subir a la habitación, colocó el cartel de «
Do Not Disturb
» en el pomo de la puerta, se desplomó sobre la cama y se quedó dormida casi de inmediato.

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