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Authors: Adolf J. Fort

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía, Terror

Despertando al dios dormido (2 page)

—No te quejarás —había bromeado su jefe, Albert Miràs, unos años atrás, mientras brindaban en la terraza del apartamento recién estrenado—. Fíjate, si te esfuerzas, y en un día claro, se puede ver Montserrat desde aquí.

—Siento decepcionarte, Albert —le había respondido Julia mirando en dirección opuesta a la que señalaba su jefe—, pero prefiero ver el mar.

El mar ejercía una curiosa fascinación sobre Julia. Aprovechaba cualquier oportunidad para sentarse cerca y contemplar con una cierta aprensión inexplicable, el constante ir y venir de las olas. Podía quedarse allí, extasiada durante horas ante el grandioso espectáculo multicolor del ocaso. La danza incesante de las aguas perezosas del Mediterráneo hechizaba sus ojos y el sonido que producían al romper sobre las rocas o la playa reverberaba en su cabeza y le traía recuerdos confusos que casi nunca llegaba a visualizar, salvo en algún infrecuente período onírico que olvidaba al despertar.

A veces le parecía que la cadencia del mar se recomponía en una insidiosa melodía que murmuraba repetidamente su nombre como cantos de sirena. Entonces sentía la abrumadora necesidad de acercarse hasta el agua para dejarse envolver con su abrazo húmedo y azul. Sin embargo, por alguna razón todavía escondida en su inconsciente, su mente había izado la bandera roja y le impedía con determinación la aproximación a aquel oscuro elemento que la tentaba de forma incesante.


Julia, Julia…
—suspiraban las aguas.

Julia parpadeó varias veces y apartó la vista con esfuerzo de la brillante y lejana franja azul, gris y plata. Su mirada recayó sobre un cartel, enmarcado entre los cristales con patas que hacían las veces de mesita, que anunciaba la próxima apertura de la galería Miràs. Aquel fue un buen año, pensó, a pesar de que había sido, también, el año en que había roto, una vez más, con un amor demasiado impaciente. A su lado había una pequeña pila de catálogos de procedencia diversa, los cuales contenían listas de las próximas subastas de pintura clásica que iban a celebrarse en las principales ciudades del mundo. De ellas Julia tenía que escoger unas cuantas obras con las que completar una exposición que pudiera acallar las quejas veladas de Albert, que veía cómo aumentaban sus arcas pero disminuían sus presas afectivas, pues el público que frecuentaba ahora la sala ya no se interesaba tanto por el galerista cuarentón que intentaba aparentar treinta y pocos pero al cual le estaban pasando factura los excesos de grasas, alcohol y otra serie de pequeños pero no por ello menospreciables vicios.

La exposición que había estado montando durante los últimos meses iba a estar compuesta por obras contemporáneas del siglo veinte que imitasen estilos pictóricos de escuelas renacentistas o flamencas, con la condición de ser obras originales y no simples imitaciones de cuadros clásicos, lo cual daría un toque distintivo a la galería y los contentaría a ambos.

La sala de exposiciones se hallaba en la calle Consejo de Ciento de Barcelona, una de las arterias de la ciudad, cuya zona privilegiada, entre la olvidada Rambla de Cataluña y el ostentoso y vacuo Paseo de Gracia, albergaba un elevado número de galerías, entre las cuales la Miràs. No era de las más potentes, pero se la apreciaba en el
milieu
por el considerable riesgo comercial que mostraba en alguna de las exposiciones. Por el momento, la cosa había ido bien y Julia era consciente de que su nombre empezaba a sonar con timidez en algún lejano círculo de poder.

La sala de exposiciones estaba regentada oficialmente por Albert Miràs, un hijo único demasiado mimado por una familia de origen humilde que había conseguido subirse al carro de la burguesía catalana gracias a una fábrica de hilados y confección con la que habían gozado de cierta notoriedad una vez acabada la guerra civil, durante el resurgimiento del sector textil catalán.

No obstante, los hilos de la galería los manejaba ella, puesto que Albert había dejado prácticamente el negocio en sus manos para entregarse por completo a los coleccionistas, en especial a los de sexo femenino.

Julia se había encontrado de pronto en una posición inmejorable para desarrollar su talento, con las manos libres de compromisos políticos o sociales y respaldada por una solvencia económica que le permitía actuar con cierto margen. Poco a poco, las exposiciones de la galería comenzaron a cambiar con el cariz atrevido y rompedor de su organizadora, que no estaba atada a ninguna moda ni dogma artístico, sino que, a diferencia de la mayoría de galeristas, confiaba en su propio criterio y desafiaba tendencias. Ese carácter había encontrado eco en un mercado hastiado de mediocridad posmoderna y vanguardismo pedante que pedía a gritos un poco de originalidad.

Julia empezó su proyecto personal abandonando los conductos normales de abastecimiento, lo que no importó, en principio, a casi ninguno de los marchantes con los que trataba. La galería era un pez pequeño, una rémora que se negaba a abandonar el anfitrión pero que no molestaba y que incluso podía, en ocasiones, ser útil para orquestar campañas diseñadas para atraer a los grandes coleccionistas.

A continuación, indagó en los nuevos mercados que se habían abierto gracias a las nuevas tecnologías pero que estaban considerados de baja calidad y poca relevancia por los grandes popes del arte, pues en ese mundo, como en casi todos, sólo importa quién eres y a quién conoces, y lo que hagas o el talento que poseas se considera anecdótico.

Así, a través de Internet, Julia contactó con artistas noveles en lugares remotos, de cualquier ideología, religión, etnia o condición social y consiguió formar un grupo creciente de pintores cuya obra exponía con cierta regularidad en la galería. El criterio primordial que seguía para elegir las obras era extremadamente simple: tenían que gustarle.

Y así fue cómo se encontró con los ojos de la dama en el catálogo de
Solsbury’s of London
, pieza número 45, entre el paisaje fluvial de un pintor francés anodino llamado Edmond Joseph Grand-Jean y la estampa preciosista y diáfana de una lámpara de gas pintada con un esmero rayano en la obsesión, que probablemente impidió ver a su creador —un pintor inglés de nombre impronunciable— que, por muy bien definido que estuviera el reflejo de la ventana en el cristal, no dejaba de ser una vulgar lámpara de gas.

Con el transcurso del tiempo, Julia se percató de que el escalofrío —que entonces creyó placentero— que le recorrió la espina dorsal y las extremidades, como tantas otras veces, escondía una señal de alarma que sus sentidos, ligeramente adormecidos por el crecimiento leve pero apreciable de su reputación, ignoraron.

Ése fue su primer error.

Julia no era una experta en arte flamenco. Se había licenciado con discreción en Historia del Arte en la Universidad de Santiago de Compostela y había seguido diversos cursos de posgrado en Oxford y en Berkeley, lo que le había proporcionado recursos más que suficientes para poder apreciar una buena obra bajo un prisma profesional. Julia sabía cómo distinguir las diversas épocas y escuelas de arte, y podía situar sin demasiada dificultad cualquier pintura en su contexto histórico para apreciarla en toda su justa valía, lo que le permitía organizar exposiciones como la que quería completar con ese lienzo. Su mayor baza, sin embargo, estribaba en la extraordinaria memoria fotográfica que le permitía almacenar detalles de muchos cuadros sin esforzarse en absoluto. Albert lo llamaba «el don», algo muy ventajoso para las negociaciones complicadas con algunos marchantes.

Tras su periplo académico, Julia se había trasladado a Barcelona porque en aquellos momentos era la ciudad que tenía el enfoque más vanguardista y europeo, condición sine qua non para el negocio en el que trataba de entrar. Tras un par de bandazos haciendo trabajos temporales, había conseguido formar parte del equipo de la discreta galería barcelonesa. Albert no se había mostrado muy exigente con el exiguo currículo que le había presentado, y había delegado con prontitud en la joven gallega. El trabajo concienzudo de ésta había dado por fin sus frutos unos años atrás, y le había permitido, entre otras cosas, comprar su apartamento.

La otra cara de la moneda era disponer de menos tiempo para volver a su tierra natal. Y la
morriña
devastadora que sentía por los riscos solitarios barridos por la espuma del mar encrespado le dolía, a veces, como si le hubieran desgarrado las entrañas.

El último hálito candente del sol le hirió los ojos mientras se hundía en el horizonte y la hizo parpadear, alejándola una vez más de los hilos tentadores de los recuerdos. Con un suspiro, Julia sacudió la cabeza y trató de concentrarse en la tarea que debía realizar.

La breve reseña que acompañaba la fotografía del catálogo británico indicaba que el cuadro de la dama era de tamaño mediano —sesenta por cuarenta y cuatro centímetros— y representaba a una mujer de edad indefinida, con el porte un tanto altivo que caracteriza a las gentes de noble alcurnia, posiblemente un retrato de Corte. Estaba sentada con los brazos relajados y en la mano derecha, apoyada con delicadeza sobre el respaldo de una silla, sostenía con cierta languidez un abanico cerrado. Los ropajes oscuros, con amplios pliegues, estaban realzados con un corpiño de encaje de hilo de oro y una gorguera de estilo isabelino intrincado. Tenía la frente despejada, clásica entre la nobleza cortesana desde la época del rey Luis XIV de Francia. Llevaba una diadema con más encaje y pedrería, y miraba ligeramente hacia la derecha. El fondo del cuadro, parco en detalles, mostraba el inicio de una columna de estilo indefinido cubierta a medias por un cortinaje oscuro.

Debido al tamaño reducido de la fotografía del catálogo, Julia no pudo apreciar más detalles y lo único que le llamó la atención fue la disparidad del estilo pictórico, de influencia claramente flamenca del siglo XVI con toques de barroco, pero fechado en 1939 y atribuido a una mujer, algo extremadamente raro para cualquier época anterior a 1960.

El nombre de tan osada pintora era Ûte Firsch-Pieke.

Impulsada por un primer ramalazo de interés, Julia apartó el resto de catálogos de su regazo y se dirigió a la mesa sobre la cual descansaba, entre otros múltiples objetos, el ordenador. Treinta minutos más tarde, la impresora había vomitado abundante material biográfico de la pintora, así como una fotografía un poco más grande del cuadro, que imprimió en papel especial para conservar, en la medida de lo posible, las tonalidades y el precioso detalle de los diminutos encajes. El cambio de formato aportó una serie de matices que no eran visibles en el catálogo de Solsbury’s.


Carallo
de pintora…

Julia enarcó las cejas, emitiendo un suave silbido de admiración. La minuciosidad de los preciosos encajes era soberbia. La expresión de la cara, de nariz larga y labios pequeños, denotaba serenidad, pero la pintora había conseguido dotarla de un cierto aire de tristeza, algo que hacía presuponer un secreto oscuro y trágico que sólo la intimidad casi de confesionario existente entre modelo y pintora había conseguido sacar a la luz. La perfecta coloración de la piel y los tonos ocres y negros del cuadro conferían a la figura una cualidad austera y a la vez elegante. Observó que la dama portaba un medallón en el pecho cogido a modo de broche o camafeo, pero, por alguna razón, esa parte de la imagen no había quedado demasiado clara y tan sólo se distinguían unos trazos desdibujados de un color parecido al lapislázuli.

Encogiéndose de hombros, Julia dejó la fotografía sobre la mesa, paladeó despacio un sorbo de vino y pasó a examinar el resto de la información biográfica de la pintora. Nacida en Amberes, Bélgica, en 1872, Ûte Firsch-Pieke fue modelo y posterior esposa de un conocido retratista, Rudolf Pieke, que trabajaba en Amsterdam. El joven matrimonio se fue de Holanda y se instaló en Londres en 1890, donde la jovencísima Ûte se dedicó a terminar los encargos que le hacían a su marido, muy influenciado por uno de los grandes pintores flamencos del siglo XVI, Michiel J. van Mierevelt. Rudolf era un buen artista, pero padecía una adicción terrible al opio, por lo que la joven esposa tuvo que sustituir a su maltrecho compañero en los pinceles durante sus peores períodos, debido a la escasez de dinero, y también pintó algunos retratos por su cuenta, sobre todo de damas. Desgraciadamente, la mayoría de la obra pictórica del matrimonio desapareció durante los bombardeos de Londres en la segunda guerra mundial. Las pocas obras que se conservaban estaban repartidas entre algún museo holandés y varios coleccionistas privados. En concreto,
Retrato de una dama
, que era el anodino título del cuadro, había recalado durante algún tiempo en el fondo artístico del Banco Exterior de España antes de ser vendido a un coleccionista privado en 1987. La última nota era la del fallecimiento de Ûte Firsch-Pieke en Londres en 1945.

Julia volvió a mirar la fotografía, encontrándola cada vez más interesante. El cuadro completaría la exposición y apaciguaría al quejumbroso Albert. La fecha de la subasta londinense estaba próxima y necesitaba más información para obtener los fondos necesarios y presentarse en la capital inglesa con ciertas garantías. Su jefe querría algo más que una escueta nota biográfica para justificar el desembolso, así que, tras apurar lo que quedaba del Albariño, se puso a teclear en el ordenador. Para su sorpresa, la serie de referencias que le devolvieron los resultados de la búsqueda fueron muy distintas de lo que había esperado encontrar.

La primera sorpresa la tuvo al leer que Ûte no sólo había tenido una vida como artista y esposa de artista, sino que también había destacado en un terreno mucho más esotérico, la videncia. Según las crónicas de la época, la joven Ûte se había convertido en una celebridad en los círculos sociales privilegiados del Londres de finales del siglo XIX. Al parecer, podía predecir sucesos vulgares con asombrosa exactitud, lo que asustaba deliciosamente a las aburridas damas de la burguesía y a la decadente aristocracia londinense. La crónica apuntaba a que el encuentro con otra gran celebridad de la época, Helena Petrovna Hahn Fadeef de Blavatsky, contribuyó al súbito interés de la joven pintora por la videncia y las artes esotéricas. Sea como fuere, todas las reseñas indicaban que a partir de aquel momento las dos mujeres no se habían vuelto a separar. En alguna ocasión, la rusa la había presentado a sus conocidos como «mi discípula».

Tras la muerte de Madame Blavatsky en 1891, Ûte había intentado seguir adelante con la
summa opera
de la escritora rusa, la
Doctrina Secreta
, un monumental ensayo literario un tanto descabellado y sin ningún rigor científico que postulaba una cosmogénesis y una antropogénesis de connotaciones mucho más aterradoras y esotéricas que las propuestas por Charles Darwin y la comunidad científica. Julia había leído algún extracto fotocopiado de la obra de la aristócrata rusa cuando estudiaba Historia del Arte, ya que alguno de los datos arqueológicos que allí se citaban tenía su parte de verdad, aunque Madame Blavatsky lo desvirtuaba todo de manera sistemática sugiriendo ominosas conexiones con deidades terribles de nombres impronunciables, dando datos enigmáticos sobre fantásticos continentes perdidos o teorizando sobre la evolución a partir de la creación de siete grupos humanos en siete partes distintas del globo. De ahí podía pasar a defender a ultranza el nacimiento del cuerpo astral antes del físico y terminar afirmando que el hombre precedió en el reino animal a todos los mamíferos, incluso a los antropoides.

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