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Authors: Michael Reaves

Tags: #Ciencia Ficción

Darth Maul. El cazador en las tinieblas (17 page)

No hay pasión; hay serenidad.

Al principio pensó que esto sólo era remachar el primer precepto. Pero el Maestro Bondara le explicó la diferencia. En este contexto, la pasión significa obsesión, compulsión, una fijación abrumadora en algo o alguien. Y la serenidad no era sólo un sinónimo de paz, sino más bien el estado de tranquilidad que puede alcanzarse cuando uno se libera de esas fijaciones, cuando se está en paz con las propias emociones y se reemplaza la ignorancia con el conocimiento.

El Maestro Bondara le había enseñado muchas cosas, le había ayudado a convertir su vida en algo que iba más allá de todo lo que había creído que era su potencial y su destino. Le debía mucho, y ya no podría compensárselo.

No hay muerte; hay Fuerza.

Sabía que si de verdad hubiera interiorizado las primeras máximas del Código Jedi, habría podido obtener consuelo de esta última. Pero era obvio que aún no había alcanzado ese estado, porque no podía encontrar ni paz ni serenidad en el conocimiento de que su mentor había muerto.

Lo único que podía hacer era llorarle.

— o O o —

Permaneció en estado de semiconsciencia por un tiempo indeterminado, sintiendo sólo pena, antes de que un rugir y una creciente vibración que parecían precipitarse sobre ella la despertaran con un sobresalto. Abrió los ojos a tiempo de ver un enorme vehículo de transporte tronar a apenas un metro de distancia de donde se encontraba. Pasó por su lado emitiendo un rugido ensordecedor, para desaparecer luego, llevándose consigo el rugido que se fundió rápidamente en el silencio.

O más bien un silencio relativo, pues seguía oyéndose un zumbido omnipresente perteneciente a maquinaria y equipos de ventilación. Miró a su alrededor para ver a Lorn Pavan sentado contra una pared situada a un metro de distancia, y a I-Cinco parado a su lado. Estaban en un gran túnel, apenas iluminado por unos candelabros fotónicos de pared dispuestos a largos intervalos.

Se dio cuenta de que estaban en uno de los incontables túneles de servicio que recorrían los niveles inferiores de Coruscant como la madeja de vasos sanguíneos que hay bajo una piel viva. Por esos túneles circulaba una corriente interminable de vehículos transportando mercancías y materiales desde fábricas y espaciopuertos a millones de destinatarios por toda la metrópoli planetaria.

—¿Cómo hemos llegado aquí? —preguntó, pero mientras la pregunta abandonaba sus labios, recordó vagamente ser arrastrada de los restos de la aeronave por el androide y bajada por la escalera cuando estallaba la célula energética. No había ninguna duda de que les había salvado la vida a los dos.

—Gracias al androide maravilla —dijo Pavan, señalando al androide con el pulgar—. De no haber sido por él, ya seríamos pasto de las ratas blindadas. A veces vale la pena tenerlo cerca.

—Por favor, nada de efusiones —dijo el androide—. Resulta embarazoso.

Darsha se incorporó con esfuerzo. Por un instante, el planeta se agitó violentamente sobre su eje y las luces se apagaron todavía más, pero las cosas volvieron a estabilizarse. Miró a ver si tenía el sable láser y sintió alivio al descubrirlo colgando de los compartimentos de su cinturón, donde debía estar.

—¿Dónde esta la escalera? —preguntó—. Tengo que ver si…

Si el Maestro Bondara sigue con vida
, concluyó para sí misma. No podía animarse a decirlo en voz alta, por miedo a que uno de ellos pudiera decirle lo que ya sabía.

—La escalera no te servirá de nada —dijo Pavan, señalando a un nicho situado a dos metros de ellos—. La explosión de la aeronave derribó sobre ella una tonelada de escombros. Habrá que buscar otra salida.

—Entonces, será mejor ponerse en marcha. Tiene que haber otra escalera de acceso en esta ruta.

—¿Por qué no pides ayuda? —preguntó Pavan—. Tienes un comunicador, ¿no?

—Tenía uno, pero se me averió —repuso, pensando entonces que debía haberlo cambiado cuando estuvo en el Templo.

—Es la primera vez que veo a un Jedi que no está preparado para todo —repuso Pavan alzando una ceja. En su voz había una nota de sarcasmo.

Darsha contuvo la réplica que asomaba a sus labios. El hombre no necesitaba mucho para acabar en su lista de personas que menos le gustaban; después de todo era el responsable indirecto de la muerte del Maestro Bondara. Pero, por otra parte, la había salvado al impedirle caer de la aeronave.

—¿No tienes tú un comunicador? —preguntó.

Pavan se removió con gesto incómodo y no contestó.

—Sí que lo tiene —dijo I-Cinco—. Y funciona perfectamente, pero tiene la batería gastada y no tenía dinero para recargarla.

Darsha no replicó nada a esto; su silencio reflejaba claramente cómo se sentía.

—Igual deberíamos ir moviéndonos —dijo Pavan, levantándose—. Antes de que otro…

Sus palabras quedaron ahogadas por el paso de otro transporte. Volvieron a pegarse contra la curvada pared del túnel mientras pasaba ante ellos. Los transportes automatizados eran esbeltas y pesadas balas que prácticamente llenaban todo el hueco del túnel, moviéndose a velocidades de cien kilómetros por hora gracias a sus motores repulsores.

—Démonos prisa —repuso Darsha cuando desapareció en la distancia—. O nos quedaremos sordos en menos de una hora si seguimos aquí.

Se movieron con rapidez, en fila india, por la estrecha acera. Importaba poco la dirección en la que fueran, ya que el objetivo era abandonar cuanto antes el tubo de transporte. El androide iba delante, ya que sus fotorreceptores eran los más capacitados para ajustarse a la escasa luz.

Justo cuando empezaba a oírse detrás de ellos el temblor de otro transporte, vieron otra cavidad con una puerta. Estaba cerrada, pero el dedo láser de I-Cinco acabó rápidamente con ese obstáculo, y pudieron cruzarla apresuradamente en el momento en que pasaba el vehículo de carga.

Descontando el hecho de que ya no había convoyes pasando por su lado, no podía decirse que su nuevo paradero fuera una gran mejora. Al menos el tubo de transporte estaba razonablemente limpio e iluminado. Y, lo que era mejor, si bien no conducía a la superficie, al menos se mantenía horizontal.

En cambio, allí se encontraban ante una nueva escalera, pero que conducía hacia abajo en vez de hacia arriba. No parecía que tuvieran otra opción que usarla. No había luces, y la única iluminación provenía de unos líquenes fosforescentes que crecían en las paredes, cuya luz apenas bastaba para verse unos a otros y a los escalones más próximos. Las paredes de ferrocreto rezumaban algo viscoso y había cierto olor a podredumbre en el aire.

Por fin llegaron al final de la escalera, que daba a una pequeña cámara iluminada por un único y titilante candelabro fotónico. En la pared situada ante la escalera se abrían tres túneles diferentes. Se suponía que los carteles situados encima de ellos daban indicación de a dónde conducían, pero sucesivas capas de graffiti habían acabado por volverlos ilegibles.

—Yo tenía el localizador en el comunicador —comentó Darsha—. No tengo ni idea de por dónde ir.

—Por suerte, yo tengo incorporado un posicionador planetario. Si querernos ir en dirección al Templo Jedi, nos vendría mejor tomar éste —dijo I-Cinco, señalando el túnel de la izquierda.

—Un buen argumento para tomar el túnel de la derecha —murmuró Pavan.

Darsha le miró un instante a los ojos, apartando luego la mirada.

—Intento conduciros a un lugar seguro. Si preferís enfrentaros a nuestro amigo de arriba, por mí vale. Yo puedo contarle al Consejo lo del bloqueo tan bien como vosotros.

—Oye, que seguro que el Sith resultó vaporizado al mismo tiempo que tu colega Jedi —repuso él, mirándola a los ojos—. Les deseo un buen viaje a los dos.

Darsha sintió que la invadía una fría rabia. Sin apartar la mirada de él, le hizo una pregunta al androide.

—¿Qué posibilidades crees que hay de que el Sith haya muerto?

—Dado el hecho de que, en nuestro breve y periférico encuentro con él, ha sobrevivido ya a varios atentados contra su vida, matando de paso a unos cuantos seres, yo no le daría por muerto mientras no viera su cadáver. Y entonces, yo lo congelaría en carbonita sólo para asegurarme.

Darsha asintió.

—Estoy de acuerdo. Pero tienes derecho a tener tu propia opinión, Pavan. Puede que sea más seguro que nos separemos. Después de todo parece que es a ti a quien busca.

Se dio cuenta de que decir eso era un error, incluso mientras lo decía. No necesitaba ver la mirada que se cruzaron el robot y el humano para saber que no podría enfrentarlos. Fuera cual fuera el lazo que los unía era lo bastante fuerte como para resistir a la adversidad, incluso en situaciones como ésa.

—Tiene razón en lo de que eres su objetivo principal —le dijo I-Cinco a su amigo—. Puede que tu única salida sea que los Jedi te den santuario. ¿Estás dispuesto a aceptar eso?

—Pues, claro —replicó él, frunciendo el ceño—. No soy estúpido. Pero eso no significa que me divierta la situación.

—Cierto —repuso Darsha—. Pero al menos podías intentar ser sociable. Si vamos a tener que permanecer un tiempo juntos, podríamos intentar que fuera lo más agradable posible. —Se volvió para mirar el túnel de la izquierda, dio unos pasos hacia él y después se volvió para mirarle a la cara—. Anoon Bondara murió por salvarte la vida. No quiero oír más comentarios despreciativos sobre él.

Ni Pavan ni el androide replicaron a esto. Cuando ella empezó a bajar por el túnel, la siguieron a escasos pasos de distancia.

No hay emoción; hay paz.
Bueno, puede que algún día. Después de todo, aún no era una Jedi de pleno derecho, y tal como iban las cosas, no parecía que llegara a serlo nunca. Pero hay verdades que resultan evidentes sin usar la Fuerza. Como el hecho de que un Anoon Bondara valía lo que toda una flota de Lorn Pavans.

Capítulo 18

A
Lorn no le caía bien la padawan Jedi, cosa que no sorprendería a nadie que lo conociera aunque sólo fuera de forma casual, que era como lo conocía casi todo el mundo por aquella época, pues nunca ocultaba lo que pensaba de los Caballeros Jedi cada vez que surgía el tema. En más de una ocasión había manifestado a quien quisiera escucharle que los consideraba seres a la altura de los mynock en lo que a oportunismo parasitario se refiere y que, dentro de la escala general de la evolución galáctica, sólo estaban a un grado o dos por debajo de los murciélagos espaciales chupadores de energía.

—Pegarles un tiro es demasiado bueno para ellos —le dijo una vez a I-Cinco—. De hecho, hasta arrojarlos en la fosa de un sarlacc para que se marinen en sus jugos gástricos durante un millar de años, es demasiado bueno para ellos, pero me conformo con eso hasta que encuentre algo peor.

Nunca le había contado a nadie por qué se sentía así. El único de todo su círculo de conocidos que lo sabía era I-Cinco, y el androide nunca le contaría a nadie el secreto de la amargura de Lorn.

Y en ese momento, un irónico revés del destino había hecho que se encontrase casi literalmente esposado a uno de ellos, y que dependiera de ella para salvarse de las intenciones asesinas de un Sith, perteneciente a una orden que milenios antes se había escindido de los Jedi. Tenía la impresión de que, hiciera lo que hiciera, siempre se encontraba con esos autoproclamados Guardianes galácticos buscando rematar la ruina de su vida que ellos mismos habían iniciado.

Mientras bajaba por el túnel subterráneo siguiendo a I-Cinco y a Darsha Assant sintió que la amargura le roía el pecho. La chica no había tardado mucho en hablarle con esa actitud santurrona y superior que tanto despreciaba. Eran todos iguales, con el mismo sentido de la moda de arpillera y el mismo austero ascetismo, proclamando vacías vulgaridades sobre el bien general. Prefería enfrentarse con la escoria de las calles, que al menos eran villanos sin un asomo de hipocresía.

No se hacía ilusiones sobre el tratamiento que recibiría cuando volviera al Templo Jedi. Nada de recompensas. Mucha suerte tendrían I-Cinco y él si recibían protección contra el Sith mientras el Consejo debatía la mejor manera de emplear la información que le había proporcionado. No tenía ninguna duda de que encontrarían el modo de que sirviera a sus fines, como solían hacer con todo aquello con lo que entraban en contacto.

Con todo y con todos
.

El pasaje subterráneo que recorrían era tan oscuro y retorcido como el laberinto de sus recuerdos y su odio. Se preguntó por duodécima vez por qué no dejó que Assant se precipitara al suelo cuando la explosión de la motojet la arrojó fuera del aerocoche. No podía ni excusarse argumentando que la necesitaba para pilotar el vehículo; I-Cinco era perfectamente capaz de hacerlo. No, había sido un impulso de lo más pernicioso, de esos que creía haber erradicado definitivamente de su persona mucho tiempo atrás: un gesto humanitario.

El recuerdo de lo que había hecho le preocupaba. Los pasados cinco años había aprendido la costumbre de no arriesgar el cuello por nadie que no fuera I-Cinco. El sarcástico androide era lo más parecido a un amigo que tenía. Y lo que le hacía tan buen amigo era algo muy sencillo: que no pedía nada a cambio. Lo cual estaba bien, porque él no tenía nada que dar. Hacía cinco años que le habían quitado todo lo que le hacía humano. Se daba cuenta de que, en realidad, no era más humano que el androide que le servía de compañero.

Se esforzó para apartar sus pensamientos del pasado. Iba camino de sumirse en la más negra de las depresiones, y en ese momento no podía permitirse algo así. Tenía que mantenerse alerta si quería salir con vida de esa situación. No podía contar con la Jedi para que le ayudase, ya que confiaba tanto en ella como en su propia capacidad para derribar un ronto. Volvió a concentrarse, aunque no sin cierto esfuerzo.

El débil brillo de los viejos candelabros fotónicos había desaparecido medio kilómetro antes. La única fuente de luz de la que disponían era la de los iluminados fotorreceptores del androide, capaces de proyectar dos rayos gemelos de luz tan potentes como los faros de un coche. Revelaban lo que tenían directamente delante o detrás de ellos, dependiendo de la dirección en que I-Cinco moviera la cabeza, pero la oscuridad les lamía ávidamente desde las demás direcciones. Lorn empezaba a sentir claustrofobia. No era sólo por la oscuridad constante; podía
sentir
el incalculable peso de las estructuras que se alzaban encima de ellos presionando hacia abajo. Aunque Coruscant era un planeta tectónicamente estable, algo que junto a su localización había facilitado su elección como capital galáctica, y en mil años nunca había tenido lugar un terremoto, no podía dejar de pensar en el probable destino que podía acaecerles si tenía lugar uno mientras él se paseaba por las entrañas del planeta.

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