Read Darth Maul. El cazador en las tinieblas Online

Authors: Michael Reaves

Tags: #Ciencia Ficción

Darth Maul. El cazador en las tinieblas (12 page)

Se volvió y miró en el ennegrecido cubículo. En el suelo se veían lo que parecían los restos chamuscados y humeantes de cuatro cadáveres. Dio unos pasos por el cuarto. Uno de los cuerpos humeantes parecía ser el de Monchar, pero resultaba difícil saberlo, ya que no tenía cabeza.

Lorn sintió que se le revolvían las tripas, tanto por lo que veía como por lo que significaba esto: Hath Monchar ya no haría más tratos con nadie. Estaba completamente muerto, y tanto I-Cinco como él podían darse también por muertos, si no conseguían salir de Coruscant en el plazo de una hora. ¡Todo el asunto del fraude bancario había sido para nada!

¡Maldición!

Lorn dio media vuelta para huir. Incluso en ese sector, una explosión semejante acabaría atrayendo a las fuerzas de seguridad. Tenía que salir de allí, y deprisa. Pero cuando empezó a moverse, notó un brillo en un rincón del cuarto y lo miró con gesto reflexivo.

Lo que vio acabó en seco con sus prisas.

¿Sería posible? Parecía demasiado esperar. Pero cuando se agachó y lo miró de cerca, se dio cuenta de que igual no se había acabado todavía la partida.

El cristal holocrón estaba dentro de la caja fuerte medio abierta. Ésta lo había protegido impidiendo que fuera destruido por la explosión. Lorn lo cogió, sujetándolo con fuerza con una mano, mientras sostenía la pistola con la otra, y echó a correr por el pasillo todo lo deprisa que pudo, ante las confusas y asustadas caras de los inquilinos que se habían asomado precavidamente para investigar, en dirección a la escalera. Aún había una posibilidad, una muy pequeña, de que tanto I-Cinco como él pudieran convertir ese fiasco en una victoria. Pero para ello debía alejarse de allí lo más deprisa que le fuera posible.

Capítulo 11

E
l edificio en que había entrado Darsha era una mónada, un hábitat de un kilómetro de alto completamente autosuficiente. La enorme estructura era mucho más que un simple complejo de apartamentos y, al igual que otros muchos, incontables, que brotaban por toda la superficie de Coruscant, contenía en su interior prácticamente todo lo que podían necesitar sus inquilinos: cuartos donde vivir, tiendas, jardines hidropónicos y hasta parques interiores. Había mucha gente que se pasaba literalmente la vida en edificios como ése, en algunos casos holocomunicándose con oficinas situadas a medio mundo de distancia, sin llegar a salir nunca de él.

Nunca antes había comprendido la atracción que podía suponer una vida así. Pero, en esos momentos, se descubrió simpatizando con esa gente, aunque sólo fuera porque ella tampoco tenía deseos de dejar el edificio. Pero su reticencia no nacía de alguna agorafobia incipiente, sino del hecho de que salir de él implicaba volver al Templo Jedi, donde debería enfrentarse al Consejo y admitir su fracaso.

Pero no tenía otra alternativa. El Consejo debía conocer la muerte del fondoriano, y cuanto antes. Tenía el deber de informar de su fracaso, por mucho que le avergonzara éste.

Tuvo que subir cuatro tramos más de escaleras para llegar a un nivel que tuviera algún tubo elevador en funcionamiento. Éste le subió diez niveles más arriba, donde encontró un puesto de control fronterizo completo con su androide guardián armado, delimitando el ghetto de los niveles inferiores de la sección superior de la mónada. El androide se fijó con cierta sospecha en su lamentable aspecto, pero la dejó pasar al darse cuenta de que era una Jedi.

Cuando dejó el edificio, se encontró en un mundo mucho más familiar. Caminó hasta un puente transparente y miró hacia abajo, a través del suelo de permacreto. Las lisas paredes de los edificios que la rodeaban caían hasta perderse en la niebla y la oscuridad. Bajo esa niebla estaba el abismo del que acababa de escapar. Si se le daba a elegir entre volver a él o volver al Templo para admitir su fracaso, no estaba muy segura de cuál de los dos caminos preferiría.

Pero no tenía opción, ¿verdad? La verdad era que no.

Se acercó hasta una parada de aerotaxis, consciente de las miradas que atraían sus ropas desgarradas y sus heridas vendadas.
La verdad es que sigo atrapada entre dos mundos
, pensó.

En su tarjeta de emergencia tenía el crédito justo para contratar un aerotaxi que la llevase hasta el Templo. Cuando se sentó en el asiento trasero, se sintió repentinamente abrumada por el cansancio. Se esforzó para no quedarse dormida mientras el taxi hacía su corto viaje. Reconoció en su letargo, más que como una reacción a todo lo que había padecido, un intento de escapar a lo que le esperaba.

El viaje terminó demasiado pronto. Pagó al conductor y entró en el Templo. Desde que tenía memoria, el mero hecho de cruzar por esas puertas siempre había sido una fuente de consuelo para ella. Significaba un regreso al santuario, a la seguridad, a un lugar donde los pesares y preocupaciones del resto del mundo quedaban atrás. Ya no se sentía de ese modo. Los altos muros y la suave iluminación del lugar le provocaban ansiedad y claustrofobia.

Meneó la cabeza y echó atrás los hombros. Sería mejor que acabase de una vez con todo. A esas horas del día, el Maestro Bondara debía encontrarse en sus aposentos. Informaría primero a su mentor, y después, seguramente, irían los dos a presentarse ante el Consejo.

— o O o —

Darth Maul había cometido un error.

La enormidad de esa revelación le pesaba como un planetoide gigante. Había subestimado a la cazadora de recompensas porque la Fuerza en ella no era grande. Un error que casi le había costado la vida, y qué ignominioso habría sido eso. Él, que había sido entrenado para combatir y matar a los Jedi, ¡morir a manos de una vulgar cazarrecompensas!

No podía dar por hecho cuestiones tan peligrosas.

No volvería a hacerlo.

Sabía cuál debía ser su siguiente movimiento. Hath Monchar estaba muerto, pero aún debía ocuparse del humano. La policía y los androides apagafuegos empezaban a llegar para cuando Maul salió del edificio. No podía nublar los circuitos cognitivos de los androides con la misma facilidad que a un cerebro orgánico, así que tuvo que moverse con rapidez por las ensombrecidas calles de la superficie para evitar cualquier interrogatorio.

A unas manzanas de distancia encontró una bocacalle desierta y allí activó su comunicador de muñeca. Un momento después aparecía ante él la imagen de Darth Sidious.

—Dime qué progresos has hecho —dijo Sidious.

—El tergiversador Hath Monchar ha muerto. Compartió sus conocimientos con otro ser, un humano llamado Lorn Pavan. Sé dónde vive el humano. Iré a buscarlo y matarlo.

—Excelente. Hazlo con toda la rapidez que te sea posible. ¿Estás seguro que nadie más lo sabe?

—Sí, Maestro, yo…

Maul se interrumpió al darse cuenta. ¡El holocrón!

Sidious, como siempre, supo que algo iba mal.

—¿Qué sucede?

Darth Maul sabía que debía admitir su fracaso. No titubeó. La idea de mentir a su Maestro nunca pasó por su mente.

—Monchar poseía un holocrón que según él contenía toda la información. Tuve oportunidad de cogerlo, pero yo… fracasé en la empresa.

Habría sido inútil intentar exculparse mencionando a Sidious la inesperada aparición de la cazarrecompensas y la subsiguiente explosión de la que había escapado por poco. Lo único importante era que el holocrón no estaba en su poder. Miró a Darth Sidious y vio que sus ojos se entornaban desaprobadores.

—Me has decepcionado, Maul.

Sintió que la censura se clavaba en él como un dardo helado. Nada de ello se reflejó en su rostro.

—Lo siento, Maestro.

—Tu tarea es ahora doble: matar a ese Lorn Pavan y recuperar el cristal.

—Sí, Maestro.

Sidious miró con firmeza a su discípulo.

—No vuelvas a fallarme.

El holograma se apagó.

Darth Maul permaneció un momento en silencio en la perenne oscuridad de la superficie de la ciudad. Su respiración era firme y pausada, su cuerpo inmóvil. Sólo alguien entrenado para sentir las espiras y zarcillos de la Fuerza habría tenido un atisbo de la siniestra tormenta que rugía en su interior.

Su Maestro le había reprendido. Y con razón. Ese cristal podía arruinar los planes cuidadosamente trazados de Darth Sidious. Y él, Darth Maul, heredero de los Sith, lo había abandonado para salvar la vida.

¡Idiota!

Resopló por la nariz mientras respiraba hondo, estremeciéndose. No tenía tiempo para autorrecriminaciones. El cubículo del neimoidiano ya debía estar invadido por androides policías buscando pistas referentes a la explosión. Difícilmente pasarían por alto un cristal de información dentro de una caja fuerte abierta.

Por supuesto, también existía la posibilidad de que hubiera quedado destruido en la explosión, pero no podía contar con ello. Tendría que volver y averiguar lo que había sido de él, aunque en el pequeño cuarto se encontrara toda la policía androide de Coruscant.

Y una vez hubiera encontrado el holocrón y se hubiera deshecho del humano, se enfrentaría al castigo que sin duda le reservaba Darth Sidious para tan lamentable fracaso.

Maul salió del callejón y se dirigió de vuelta al domicilio.

— o O o —

Lorn encontró a I-Cinco entrando en el primer piso del edificio, o intentándolo, ya que la estampida de asustados inquilinos llenaba todas las salidas. Aunque el rostro metálico del androide era tan inexpresivo como siempre, se las arregló para expresar una preocupación que fue sustituida por el alivio al verlo.

—Salgamos de aquí —murmuró Lorn—. Y deprisa.

—Eso me parece una idea remarcablemente astuta.

Caminando con rapidez, no tardaron en poner varias manzanas de edificios entre el desastre y ellos.

—Parece que no ha ido todo según el plan —comentó I-Cinco.

—Eres el rey de los sobrentendidos —repuso Lorn, explicando a continuación lo sucedido—. No tengo ni idea de quién era la mujer muerta. No tengo ni idea de qué provocó la explosión. No tengo ni idea de quién mató al neimoidiano y a sus matones. Pero lo que sí tengo es esto.

Y sacó el holocrón de un bolsillo.

—Parece estar codificado —dijo I-Cinco, cogiéndolo y examinándolo de cerca—. Lo que es seguro es que contiene algún tipo de información. Pero, sin activarlo, resulta imposible saber si son los detalles del embargo comercial a Naboo o una receta para un guiso alderaano.

—Será mejor que sea lo que Monchar dijo que era —dijo Lorn mirando su crono de muñeca—. Apenas tenemos tiempo para reunirnos con el hutt y llegar al espaciopuerto.

—Yo calculo alrededor de otra media hora de gracia. La mayor parte de los agentes de la ley estará mucho más interesada en esa explosión que en cogernos a nosotros. No obstante, estoy de acuerdo en que se requiere una pronta retirada. Me he tomado la libertad de usar nuestra riqueza temporal para contratar dos camarotes en el próximo transporte de especia que salga con rumbo al Borde. Cuando tengamos el dinero del hutt podremos pagar el pasaje en metálico.

Lorn asintió. Su compañero tenía razón. En ese momento lo más importante era deshacerse del holocrón y abandonar el planeta lo antes posible. Lo más probable era que quien matase a Hath Monchar también quisiera el cristal, y Lorn no tenía ningunas ganas de conocerlo. Aún podía ver mentalmente el cuerpo sin cabeza del neimoidiano tirado en el suelo del apartamento, al lado de los de sus guardaespaldas. Uno de ellos también había sido decapitado.

Se detuvo bruscamente, paralizado por la impresión. I-Cinco le miró a la cara, apartándolo rápidamente de la corriente de tráfico de a pie.

—¿Qué pasa?

—No había sangre.

El androide no dijo nada. Esperó.

—El que mató a Hath Monchar, le cortó la cabeza. Y uno de los guardias quarren estaba igual. Pero no había nada de sangre. ¿Te das cuenta? No había sangre. Eso significa…

—Cauterización. Fusión de los tejidos por un calor intenso y repentino… —hizo una pausa, y Lorn supo que había llegado a la misma conclusión que él—. Puede que un rápido movimiento lateral de una pistola láser en disparo continuo…

—El rayo de partículas de una pistola, aunque sea una DL-44, no es tan caliente, y tú lo sabes. En línea recta puede sellar mientras quema, pero para cauterizar algo del tamaño de un cuello se necesitan varios segundos. Habría tenido que hacerse una vez muriera Hath Monchar, cosa que no tendría ningún sentido. Sólo hay un arma capaz de hacerlo al instante. La misma arma que se utilizó para cortar la cerradura de la puerta de duracero.

—Un sable láser —dijo I-Cinco, mirando a su alrededor como para asegurarse de que no le oía nadie—. ¿Estás diciendo que un Caballero Jedi mató a Monchar?

—Por mucho que odie admitirlo, las ejecuciones no son su estilo. —Lorn sintió la garganta repentinamente seca, y tuvo que tragar saliva varias veces antes de poder continuar—. Lo cual nos deja con sólo otra conclusión lógica.

—¿Los Sith? Imposible. El último murió hace mil años.

—Eso es lo que cree todo el mundo. Pero es la única conclusión que tiene sentido. Hace milenios que los Jedi mantienen en secreto la forma de fabricar un sable láser. Para crear y usar uno, se debe dominar la Fuerza. Y los Sith eran la única otra orden de sensibles a la Fuerza que ha conocido la galaxia.

—¿Y por qué no puede ser un Jedi renegado? Uno que hubiera sucumbido a algún tipo de psicosis de esas a las que, he notado, son tan proclives los seres orgánicos. Creo que estás sacando conclusiones prematuras.

—No, de eso nada —repuso Lorn, cogiendo al androide y tirando de él mientras aceleraba el paso—. Lo que voy a hacer es meterme en ese transporte de especia y salir de esta roca demasiado urbanizada. Igual que tú. —Al otro lado de la calle vio un desintegrador público de basura y cambió de rumbo, arrastrando todavía a I-Cinco—. Y vamos a deshacernos ahora mismo de este holocrón.

—Ahora sí que sé que estás loco. Ese holocrón es nuestra única posibilidad de conseguir una nueva vida. ¿Cómo vamos a pagar si no nuestro pasaje en el carguero de especia? No podemos…

Lorn empujó al androide contra la pared llena de grafittis de un enorme procesador de hidrorreciclado. Peatones de diversas especies pasaron junto a ellos prestando poca o ninguna atención a su altercado.

—Escúchame bien —dijo Lorn con dientes apretados—. Si tengo razón, hay un Sith suelto que seguramente buscará esto —añadió, alzando el holocrón—. No se le podrá comprar, asustar o despistar, y no se detendrá ante nada para conseguirlo. No me apetece tener mi cuello cauterizado.

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