—Creo que podré arreglarlo para ir, Gwen —le dijo—. Un divorcio como el mío es algo… En fin, de todos modos el viaje me ayudará a no pensar tanto en ello, lo que no me vendrá nada mal. ¿Te parece bien?
—¡Leslie, no sabes lo contenta que estoy de que puedas venir! —exclamó Gwen—. Su voz sonaba distinta. Alegre y optimista—. Además hace un tiempo espléndido. ¡Todo es tan perfecto…!
—Pues aquí en Londres está lloviendo —dijo Leslie—. Otra buena razón para salir de viaje. Me alegro mucho por ti, Gwen, ya tengo ganas de verte. ¡Y de volver a ver Yorkshire!
Apenas las dos mujeres terminaron su conversación, el teléfono de Leslie volvió a sonar. Esa vez era Stephen.
Como siempre que la llamaba, parecía triste. Él no había querido ni separarse ni divorciarse.
—Hola, Leslie, solo quería saber… Bueno, hoy tampoco te he visto y… En fin, que si todo va bien.
—Me he tomado tres semanas de vacaciones. Voy a mudarme y estoy buscando como loca un nuevo inquilino que se haga cargo del alquiler. ¿Por casualidad no conocerás a alguien?
—¿Te marchas de nuestro apartamento? —preguntó Stephen, sorprendido.
—Es que es demasiado grande para mí sola. Y además… necesito empezar de nuevo. Una nueva casa, una nueva vida.
—Las cosas no son tan simples como eso.
—Stephen…
Él debió de percibir la creciente impaciencia en la voz de Leslie, porque cedió enseguida.
—Perdona, naturalmente eso no es cosa mía.
—Exacto. Lo mejor será que cada cual haga su vida y que ambos nos mantengamos al margen de la del otro. Ya es bastante duro que tengamos que encontrarnos por el hospital tan a menudo. Debemos mantener cierta distancia.
Los dos eran médicos y trabajaban en el mismo hospital. Leslie hacía tiempo que pensaba en buscar otro, pero ninguno le ofrecía las condiciones ideales de las que gozaba en el Royal Marsden de Chelsea. Y finalmente se había despertado el despecho en ella: ¿tenía que sacrificar su carrera por el hombre que la había engañado?
—Perdona, Stephen, pero tengo prisa —dijo con frialdad—. Debo ocuparme de unos asuntos porque mañana me marcho a Yorkshire para pasar un par de días allí. Gwen se casa y quiere celebrar el compromiso el sábado.
—¿Gwen? ¿Tu amiga Gwen… se casa?
Stephen recibió la noticia con la misma perplejidad con la que lo había hecho Leslie. Esta pensó que debía de ser humillante para Gwen que le anunciara la noticia a alguien y ese alguien quedara atónito, incapaz de ocultar la sorpresa. Esperaba que no se lo tomara como una ofensa.
—Sí. Está como loca de contenta. Y no hay nada que desee más que tenerme allí en su fiesta de compromiso. Además, como es natural, tengo ganas de conocer a su futuro esposo.
—¿Cuántos años tiene Gwen? Unos treinta y cinco, ¿no? Realmente ya va siendo hora de que se aparte de su padre y empiece su propia vida.
—Sí, depende demasiado de su padre. Pero es que solo lo ha tenido a él, y supongo que es normal que los una ese vínculo tan estrecho.
—Pero es nocivo —añadió Stephen—. Leslie, no tengo nada en contra del viejo Chad Beckett, pero habría sido mejor que en algún momento hubiera puesto algo más de empeño en ayudar a su hija a avanzar sola en la vida, en lugar de dejar que se marchitara lentamente a su lado en aquella granja aislada. Está bien que tengan una buena relación, pero en la vida de una mujer joven tiene que haber más cosas. Con todo, parece que se ha puesto las pilas. Esperemos que el tipo que ha pescado sea buena persona. Pobrecita, es tan ingenua en este tema…
—A más tardar, el sábado por la noche sabré más cosas sobre él —dijo Leslie justo antes de cambiar radicalmente de tema. Ya no compartía tanta intimidad con Stephen para querer comentar con él los posibles déficits de atractivo físico de su amiga—. Por cierto, pronto viviré en un lugar bastante más pequeño que ahora —dijo—, por lo que no podré llevarme todos los muebles que tengo aquí. Si quieres venir y llevarte algo, me harás un favor.
Stephen no se había quedado con nada cuando se había mudado de la casa. No había querido.
—Ya tengo todo lo que necesito —dijo él—. ¿Qué quieres que vaya a buscar?
—La mesa de la cocina, por ejemplo —respondió Leslie en tono mordaz—. De lo contrario acabará en la basura.
Aquella vieja y bonita mesa de madera, que cojeaba un poco… era lo primero que habían comprado, cuando todavía estaban en la universidad. Ella le había tomado mucho cariño. Pero había sido sentados a esa mesa cuando él le había confesado su desliz, el idilio tan breve como estúpido que había mantenido con una mujer que se le había puesto a tiro en un bar.
Las cosas no volvieron a ser como antes. Leslie era incapaz de ver la mesa sin que se le hiciera un nudo en la garganta al recordar aquella escena que había sido el principio del final. La vela encendida. La botella de vino tinto. La oscuridad al otro lado de la ventana. Y Stephen, que necesitaba aliviar su conciencia a cualquier precio.
Durante los últimos dos años, en ocasiones Leslie había pensado que todo habría ido mejor si aquella mesa hubiera desaparecido. Pero de todos modos no había conseguido deshacerse de ella.
—No —dijo Stephen tras un breve silencio—. Yo tampoco quiero la mesa.
—Entonces…
—Da recuerdos de mi parte a Gwen —se limitó a decir Stephen. Y así dieron por concluida la conversación.
Leslie se miró en el espejo redondo que tenía colgado frente al perchero. Se vio flaca y bastante agotada.
La doctora Leslie Cramer, treinta y nueve años, radióloga. Divorciada.
El primer acontecimiento social al que asistiría tras su divorcio sería justamente un compromiso matrimonial.
Tal vez no es una mala señal, pensó.
Aunque tampoco creía en las señales. Qué idea tan absurda.
Encendió otro cigarrillo.
Él vio que ella se le acercaba gracias a la luz del farol de la casa. ¡Cielo santo!, exclamó para sí. A buen seguro había estado horas pensando cómo podía arreglarse para estar más guapa, pero, como de costumbre, el resultado era simplemente espantoso. La falda de algodón floreada que se había puesto parecía heredada de su madre, o al menos esa fue la impresión que él tuvo tanto por la tela como por el corte, más propios de tiempos pasados. Llevaba también unas botas marrones de lo más vulgar y un abrigo gris muy poco favorecedor que la hacía parecer gorda a pesar de lo delgada que era en realidad. La blusa que se le veía debajo era amarilla, justo el único color que no estaba presente en el estampado floreado de la falda. Más tarde, una vez se hubiera quitado el abrigo ya en el restaurante, esa combinación de colores tan peculiar le daría un aspecto parecido al de un huevo de Pascua.
Al momento desechó la posibilidad de ir con ella a Scarborough, tal como había planeado. Le daba vergüenza que algún conocido pudiera verlos juntos. Sería más adecuado ir a alguna fonda rural… Se estaba devanando los sesos para ver si se le ocurría algún lugar… Además tenía que ser barato. Como siempre, andaba muy justo de dinero.
—¡Dave! —exclamó ella con una sonrisa.
Él se acercó y, no sin esfuerzo, la abrazó y le dio un casto beso en la mejilla. Por suerte, vivía tan ajena al mundo que no parecía echar de menos ni los besos apasionados ni el sexo, puesto que hasta entonces tampoco le había exigido nada en ese sentido. Sabía que las lecturas preferidas de Gwen eran los folletines románticos, de manera que supuso que la actitud reservada que mantenía encajaría en esa imagen romántica que ella se habría formado de su prometido. Alguna vez ella había estado a punto de lanzarse, y en esas ocasiones Dave se planteaba, una y otra vez, si de verdad valía la pena todo aquello.
—¿Quieres aprovechar para saludar a papá? —preguntó ella.
—De hecho, mejor no —respondió Dave con una mueca—. Siempre me deja muy claro que no soy lo que se dice santo de su devoción.
Gwen ni siquiera intentó desmentirlo.
—Trata de comprenderlo, Dave. Es un hombre mayor y todo va demasiado rápido para él. Y cuando se ve sorprendido por las cosas se cierra en banda. Siempre ha sido así.
Los dos subieron al coche desvencijado que, como de costumbre, dio unas sacudidas antes de arrancar. Dave se preguntó por enésima vez si lo cogería desprevenido el momento en que por fin el motor dijera basta. Aunque de momento seguía funcionando.
—¿Adónde vamos? —preguntó Gwen nada más cruzar los portalones de madera marrón que daban acceso a la finca, que colgaban inclinados de los goznes. Ya llevaban varios años sin cerrar bien, pero a nadie parecía preocuparle demasiado. Y es que en la finca de los Beckett, propiedad de la familia Beckett desde hacía varias generaciones, al parecer no quedaba nadie que se ocupara de ese tipo de cosas, ya fuera por incapacidad o por falta de dinero.
—Es una sorpresa —replicó Dave con aire misterioso. Sin embargo, en realidad no tenía ni idea de adónde llevarla, y esperaba que se le ocurriera algo en el último momento.
Gwen se recostó en el asiento, aunque enseguida volvió a sentarse erguida.
—Hoy ha salido por la tele una agente de policía, la inspectora Nosequé, que se encarga del caso Amy Mills. ¿Sabes quién quiero decir? Aquella chica…
Habían pasado ya casi tres meses desde que habían encontrado el cadáver maltrecho de la estudiante de veintiún años en los Esplanade Gardens de Scarborough, pero la gente del lugar seguía hablando del suceso casi a diario. Hacía mucho tiempo que no sucedía algo parecido en la región. El autor del crimen había agarrado a su víctima por los hombros y le había golpeado la cabeza con fuerza varias veces contra un muro de piedra. Los detalles de los forenses que la prensa había filtrado inexplicablemente revelaron a un público escandalizado que, entre golpe y golpe, el criminal esperaba a que la víctima recuperara la conciencia antes de embestirla de nuevo con más fuerza. Amy Mills había tardado al menos veinte minutos en morir.
—Pues claro que sé quién es —dijo Dave—, pero hoy no he visto la televisión. ¿Se sabe algo nuevo?
—Ha habido una rueda de prensa. La presión sobre los agentes que se encargan del caso es tan fuerte que se han visto obligados a aparecer en público de nuevo para dar explicaciones. Pero al fin y al cabo lo único que han dicho es que siguen sin saber nada al respecto. Ni una pista, ni un indicio. Nada.
—El autor debe de haber sido un tipo realmente perturbado —dijo Dave.
Gwen se encogió de hombros con un estremecimiento.
—Al menos no la violó, la chica no tuvo que soportar esa tortura antes de morir. Pero precisamente por ese motivo la policía se está devanando los sesos acerca del posible móvil del crimen.
—En cualquier caso no fue muy inteligente por parte de esa muchacha atravesar un lugar tan oscuro y solitario por la noche —opinó Dave—. Los Esplanade Gardens, ¡menudo sitio para andar sola a esas horas!
—Y por dinero dicen que tampoco ha sido —relató Gwen—. Ni para quitarle las joyas. Encontraron el monedero de la chica dentro del bolso, y seguía llevando puestos el reloj y dos anillos. Parece como si… ¡como si hubiera muerto por nada!
—¿Crees que habría sido distinto para ella si le hubieran aplastado el cráneo a cambio de mil libras? —preguntó Dave con cierta brusquedad. Al percibir una mirada asustada a su lado, siguió hablando ya más calmado—. Perdona, no pretendía violentarte. En cualquier caso, no resulta agradable saber que hay un demente rondando por Scarborough que se dedica a asesinar a mujeres sin motivo aparente. Pero ¡quién sabe! Tal vez fue por motivos pasionales, por celos o algo parecido. Un novio despechado que no conseguía superar su frustración… Hay gente que se enfada mucho cuando se siente rechazada.
—Pero si hubiera algún ex novio capaz de haberlo hecho, la policía lo sabría desde hace tiempo —reflexionó Gwen.
Siguieron circulando en aquella oscura noche de octubre. Empezaron a divisar los Hochmoore de Yorkshire bajo la pálida luz de la luna, que les reveló las áridas colinas con su luz blanquecina. Los sauces y los muros de piedra se turnaban para flanquear la carretera y de vez en cuando surgía de la oscuridad de la noche la silueta de una vaca o de una oveja. Ya era tarde para cenar, pero Dave había tenido que dar una clase de español y no había podido salir de Scarborough hasta pasadas las ocho.
Al menos se le encendió la luz y se le ocurrió adónde podían ir: a un bar bastante modesto que estaba por los alrededores de Whitby. No es que fuera un lugar muy romántico, pero era barato y podría estar seguro de que no se encontraría allí con nadie ante quien quisiera guardar una apariencia impecable. Ya había comprobado que Gwen era más bien modesta en sus pretensiones y que nunca se quejaba por nada. Podría haberle prometido una cena romántica a la luz de las velas y luego llevarla al Kentucky Fried Chicken sin que ella pusiera reparos. Hasta el momento, el único hombre en la vida de aquella mujer había sido su padre y, a pesar de que los unía una mezcla de amor, lealtad y precaución, Dave se había dado cuenta de que ella se entregaba sin ilusión alguna, segura de que esa existencia monótona y exenta de esperanzas en una granja aislada y decadente de Staintondale no representaba una vida plena y saludable para ella. Gwen no podía sentirse más afortunada de que Dave se hubiera cruzado de manera inesperada en su insulsa rutina, y tanto de día como de noche se sentía atormentada por el miedo a perderlo. Por eso se esforzaba, y mucho, en no caer en lamentos, exigencias o disputas que pudieran disgustarlo.
Soy un canalla, se dijo él, un verdadero canalla, pero al menos de momento la hago feliz.
Y no pensaba hacerle daño. Seguiría adelante con aquello. Se lo había propuesto y tampoco había ninguna alternativa.
Gwen Beckett era su última oportunidad.
Y yo también soy la última oportunidad para ella, pensó. Tuvo que esforzarse para alejar la acometida de pánico que amenazaba con aflorar en su interior. Pasaría el resto de su vida junto a aquella mujer. Eso podían ser cuarenta o incluso cincuenta años más.
Pensaba mucho en ella. A veces imaginaba la vida que Gwen llevaba a partir de lo que esta le contaba, otras lo deducía él mismo. Al parecer, su padre se había mostrado siempre muy flexible y ella lo interpretaba como una demostración de amor, pero Dave a veces dudaba si en realidad no se trataba de indolencia. Gwen había dejado la escuela a los dieciséis años porque ya no le divertía, como ella misma había afirmado, y su padre no se había opuesto en ningún momento a esa decisión. No había aprendido ningún oficio, sino que se había limitado a encargarse de las tareas del hogar de su progenitor, que era viudo. A fin de contribuir a la economía familiar había transformado dos habitaciones de la granja para alojar a huéspedes y había abierto un
bed & breakfast
. Sin embargo, aquella pequeña empresa no tenía mucho éxito, lo que no sorprendía a Dave en absoluto. La vieja casa presentaba un estado lamentable y pedía a gritos unas reformas que la modernizaran y la hicieran más atractiva para la gente que acudía a pasar las vacaciones en la costa este del norte de Yorkshire. Tras unas décadas algo flojas, la región volvía a estar en boga, pero la gente quería un cuarto de baño en condiciones, con ducha y con un calentador que no se vaciara en pocos minutos, una bonita vajilla bien limpia para desayunar y un caluroso recibimiento que compensara el hecho de haber salido de su domicilio para pasar allí las semanas más preciadas del año. El jardín de la casa de los Beckett, colmado de malas hierbas y de socavones, no invitaba a quedarse allí. De hecho, al parecer solo tenían un par de huéspedes que solían pasar las vacaciones en la casa y, tal como Gwen había supuesto, se debía sobre todo a que viajaban acompañados de una pareja de enormes dogos alemanes a los que no aceptarían en ningún otro lugar.