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Authors: Emily Brontë

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

Cumbres borrascosas (16 page)

—Porque no quiero matarla de frío —contesté.

—Querrás decir que porque no quieres darme una probabilidad de revivir —respondió ella, con rencor—. Pero aún no estoy impedida, yo misma la abriré.

Saltó del lecho y, antes de que yo pudiera oponerme, cruzó la habitación y abrió la ventana, sin cuidarse del aire glacial que soplaba alrededor de sus hombros y que cortaba como un cuchillo. Le pedí que se retirara, se negó y quise obligarla a la fuerza. Pero el delirio le daba más fuerza que la que yo pudiera desarrollar. No había luna y una oscura bruma lo invadía todo. No brillaba una sola luz. En «Cumbres Borrascosas» no se veía resplandor alguno, mas ella aseguraba que distinguía las luces del edificio.

—¡Mira! —gritó—. Aquella luz es la de mi cuarto, y aquella otra la del desván donde duerme José. Sin duda está esperando que yo vuelva a casa para cerrar la verja. Aún tendrá que esperar un buen rato. Es un mal camino, muy desagradable de recorrer. Hay que pasar por la iglesia de Gimmerton. Con frecuencia nos hemos desafiado a permanecer entre las tumbas llamando a los muertos. Heathcliff: si te desafío ahora, ¿te atreverás? Podrán sepultarme, si quieren, a doce pies de profundidad y hasta ponerme la iglesia encima, pero yo no me quedaré allí hasta que tú no estés conmigo.

Hizo una pausa, y dijo luego, con una singular sonrisa:

—Estás pensando en que sería mejor que fuese yo a buscarte… Bueno, pues encuéntrame un camino que no pase por el cementerio. ¡Qué despacio vas! Cálmate: me seguirás siempre.

Pensando que era inútil razonar con ella, ya que evidentemente tenía la razón alterada, me ocupaba en buscar algo con que cubrirla, cuando sentí rechinar el picaporte, y entró el señor Linton, con gran consternación por mi parte. Pasaba por el corredor, y al oírnos hablar, la curiosidad o el temor de que sucediera algo le impulsaron a penetrar en la alcoba.

—¡Oh, señor! —exclamé, ahogando así la exclamación que le asomaba a los labios ante el espectáculo que distinguía en la habitación—. La señora está enferma y no puedo con ella. Haga el favor de venir y convénzala de que se acueste. Olvide su enfado: ya sabe que no se puede hacer con ella más que lo que ella quiere.

—¿Está enferma Catalina? —dijo él, corriendo hacia nosotras—. Cierra la ventana, Elena. ¿Qué te sucede, Catalina?

Se detuvo. El aspecto de la señora le dejó horrorosamente sorprendido, y volvió hacia mí sus ojos asombrados.

—Lleva consumiéndose aquí varios días —dije—, negándose a tomar alimentos y sin quejarse de nada. Hasta hoy no ha permitido pasar a nadie, y no hemos hablado a usted del estado en que se encuentra, porque nosotros mismos lo ignorábamos. No creo que sea nada de gravedad…

Yo misma comprendí que mi explicación era pobre. Mi amo frunció las cejas.

—¿Que no es nada de gravedad, Elena Dean? Ya me explicarás mejor tu silencio sobre esto —dijo con severidad.

Tomó en brazos a su mujer y la miró angustiado. Al principio ella no daba señales de reconocerle. Pero el delirio que la embargaba no era permanente todavía. Sus ojos, un momento velados por la contemplación de la oscuridad del exterior, acabaron reparando en el hombre que la tenía entre sus brazos.

—¿A qué vienes, Eduardo Linton? —dijo con colérica vivacidad—. Eres de esos que siempre llegan cuando no hacen falta, y nunca cuando interesa que lleguen. Ya veo que vas a empezar ahora con lamentaciones, pero no por ello conseguirás que deje de irme a mi morada definitiva antes de que concluya la primavera. Y no reposaré en el panteón de los Linton, sino en una fosa al aire libre, con una simple losa encima. Tú, por tu parte, haz lo que quieras: vete con los Linton o ven conmigo.

—¿Qué estás diciendo, Catalina? —comenzó el amo—. ¿Es que ya no soy nada para ti? ¿Acaso estás enamorada de ese miserable Heath…?

—¡Silencio! —gritó la señora—. ¡Cállate, o me arrojo ahora mismo por la ventana! Y tú podrás entonces tener mi cuerpo, pero mi alma estará allí, en las «Cumbres», antes de que puedas volver a tocarme. No te necesito, Eduardo. Vuelve a ocuparte de tus libros. Te vendría bien para consolarte, porque yo no he de volver a servirte de consuelo.

—Señor —interrumpí—: la señora está delirando. Ha estado desvariando toda la tarde. Cuidémosla bien, procuremos que esté tranquila, y pronto se restablecerá. En lo sucesivo debemos tener cuidado de no disgustarla.

—No sigas dándome consejos —interrumpió el señor—. Conocías el modo de ser de la señora, y sin embargo me has incitado a contrariarla. ¡Parece mentira que no me hayas dicho nada de su estado durante estos tres días! ¡Qué crueldad! ¡Oh, Catalina está desfigurada como si hubiese padecido una enfermedad de muchos meses!

Me defendí de aquellas acusaciones. ¿Qué culpa tenía yo de la aviesa inclinación de Catalina?

—Sabía —dije— que la señora era terca y dominante, pero ignoraba que usted desease fomentar su mal carácter. No sabía que debiese tolerar los abusos del señor Heathcliff por no contrariar a la señora. ¡Así me paga usted el haber cumplido mis deberes de sirvienta leal! Aprenderé mejor para otra vez. En lo sucesivo, se informará de las cosas por sus propios ojos.

—Si vuelves a venirme con chismes, prescindiré de tus servicios —repuso él.

—Ya entiendo —repuse—. Por lo visto el señor Heathcliff está autorizado para hacer el amor a la señorita y para predisponer a la señora contra el señor cuando usted está ausente.

Catalina, no por tener la mente algo perturbada, dejaba de prestar oído atento a nuestra conversación.

—¡Oh, traidora Elena! —exclamó—. Ella es mi solapada enemiga. ¡Bruja! ¡Déjame, Eduardo, y verás como la hago arrepentirse!

Bajo sus párpados fulguró un relámpago de demencia y trató de soltarse de los brazos de Linton. Yo resolví ir a buscar al médico por propia iniciativa, y salí de la estancia. Al atravesar por el jardín, distinguí, colgado de un garfio de la pared, un objeto blanco que se movía extrañamente. No quise que me quedase en la mente la duda de que pudiese ser un alma del otro mundo, y, a pesar de mi prisa, me paré a averiguar de qué se trataba. Quedé estupefacta al reconocer al galguito de la señorita Isabel, colgado con un pañuelo al cuello y medio ahogado. Solté al animal y lo liberté. Cuando Isabel se había ido a acostar, yo vi subir al galgo detrás de ella, y no me podía explicar quién fuera el malvado que le había hecho objeto de tal barbarie. Mientras lo desataba, creí sentir el lejano galope de un caballo, ruido asaz inusitado para ser oído a las dos de la madrugada, pero yo tenía tanta prisa que casi no lo advertí.

Encontré al señor Kenneth saliendo de su casa para visitar a un enfermo, y lo que relaté de la dolencia de Catalina le indujo a acompañarme inmediatamente. Como Kenneth es un hombre sencillo y franco, me confesó que dudaba mucho de que Catalina sobreviviera a aquel segundo ataque.

—Esto debe tener alguna causa especial, Elena —me dijo—. ¿Qué ha pasado? Una mujer tan fuerte como Catalina no enferma por pequeñeces. Personas como ella enferman rara vez, pero cuando ello sucede es ardua empresa librarles de sus males. ¿Cómo comenzó esto?

—El amo le informará —contesté—. Usted conoce el violento carácter de los Earnshaw, y no ignora que la señorita Catalina les deja a todos en mantillas. Lo único que puedo decirle es que todo comenzó por una disputa, y que, después de una explosión de furor, sufrió un ataque. Ella lo ha explicado así; nosotros no lo vimos, porque se encerró en su alcoba. Luego se negó a tomar alimento y ahora delira unas veces y otras se entrega a sueños fantásticos. Aún nos reconoce, pero su cabeza está llena de ideas muy raras.

—¿El señor Linton estará muy, disgustado?

—¡Tanto, que se rompería la cabeza si pasase algo! Procure no alarmarle en exceso.

—Ya advertí que se anduviera con cuidado, y ahora hay que atenerse a las consecuencias de no haberme atendido —repuso el médico—. ¿Ha intimado el señor Linton con Heathcliff últimamente?

—Heathcliff iba a la «Granja» —reconocí—, pero no porque ello le agradara al amo, sino aprovechando su amistad de la infancia con la señora. Ahora se le ha invitado a no molestar con visitas, como consecuencia de ciertas intolerables aspiraciones que manifestó respecto a la señorita Isabel. No creo que vuelva otra vez por casa.

—¿Le ha rechazado la señorita Linton? —preguntó el médico.

—Ella no me hace confidencias —respondí.

—Sí, Isabel hace lo que se le antoja —dijo él—, pero obra como una locuela. Me consta que anoche —¡qué hermosa noche hacía, por cierto!— estuvo paseando con Heathcliff por el jardín, y que él la quiso convencer de que huyeran juntos. Ella se negó, pero accedió a hacerlo el próximo día que se vieran. Lo sé de buena tinta. Lo que no sé es a qué día se referían.

Asaltada por nuevos temores al saber aquella noticia, me adelanté a Kenneth y eché a correr. En el jardín encontré al perrito ladrando. Cuando abrí la verja, empezó a correr de un lado a otro, olfateando la hierba, y hasta se hubiera marchado al camino de no impedírselo yo. Subí al cuarto de Isabel: estaba vacío. Acaso de haber sabido a tiempo la enfermedad de la señora, ello hubiera evitado que realizara su loca determinación. Pero ya no había nada que hacer. No era posible alcanzar a los fugitivos. Yo no proponía perseguirles, ni era cosa de aumentar con una angustia más la zozobra que ya padecía mi amo. No me quedaba más remedio que callar y dejar correr las cosas. Me apresuré a anunciar al señor la llegada del médico. Catalina se había dormido con un sueño agitado. Su marido había logrado tranquilizarla un poco y permanecía inclinado sobre ella examinando las más leves contracciones de su rostro.

El médico, después de reconocer a la enferma, nos dio esperanzas sobre su estado, siempre que le procuráramos una tranquilidad absoluta. Yo creí entender que, más que un peligro mortal, temía la locura incurable.

Ni el señor Linton ni yo pudimos dormir en toda la noche. No nos acostamos. Los criados se levantaron más pronto que de costumbre y se les veía entregados a comentarios en voz baja. Al notar que la señorita Isabel no estaba levantada aún, comentaron también el caso. Su hermano, a su vez, pareció ofenderse del poco interés que Isabel demostraba a su cuñada. Yo quería no ser la primera en avisar la fuga. Ello corrió a cargo de una doncella que había ido a Gimmerton a hacer un recado, y que al regresar se precipitó hacia nosotros llena de excitación y diciendo a gritos:

—¡Ay, señor! ¡Amo, la señorita…!

—¡No alborotes tanto! —exclamé.

—Habla bajo, María —dijo el señor—. ¿Qué pasa?

—¡La señorita ha huido con Heathcliff! —exclamó la muchacha.

—No es verdad —profirió Linton, agitadísimo—. ¡No puede ser verdad! ¿Cómo se te ha ocurrido tal cosa? ¡Vete a buscarla, Elena! ¡Es increíble!

Mientras hablaba, se llevó a la criada hasta la puerta y allí le preguntó que qué motivos tenía para hacer aquella afirmación.

—Vi en el camino a un mozo que trae leche a la granja, y me preguntó si estábamos disgustados. Creyendo que se refería a la enfermedad de la señora, le dije que sí. Entonces me contestó: «¿Habrán enviado a alguien en su persecución?». Me quedé asombrada. Él, notando que yo no sabía nada, me dijo que una señora y un caballero se habían detenido a la puerta de un herrero para clavar la herradura de un caballo, cerca de Gimmerton. La hija del herrero se asomó a la puerta y vio que el hombre era Heathcliff. Este entregó una moneda de oro para pagar. La señora tenía el rostro cubierto con un manto, pero, al ir a beber un vaso de agua que había pedido, se descubrió, y entonces pudieron verla. Luego Heathcliff y la señorita huyeron. La moza lo había contado ya a todo el pueblo.

Yo, por cubrir el expediente, me asomé al cuarto de Isabel, y al volver confirmé el relato de la sirvienta. El señor se hallaba otra vez a la cabecera de la cama, y cuando me vio entrar comprendió por mi aspecto lo sucedido.

—¿Qué hacemos? —pregunté.

—Isabel se ha ido voluntariamente —me respondió el señor—. Era libre de hacerlo. No me menciones más su nombre. Ha renegado de mí.

No habló más sobre el asunto. No realizó busca alguna, limitándose a ordenarme que, cuando se supiese su nueva morada, mandase a Isabel cuanto le pertenecía.

Capítulo trece

Dos meses estuvieron fuera los fugitivos. Durante aquel intervalo la señora sufrió y dominó lo más agudo de una fiebre cerebral, que fue cómo diagnosticaron su dolencia. Ninguna madre hubiera cuidado a su hijo con más devoción que Eduardo cuidó a su esposa. Día y noche estuvo a su lado, soportando cuantas molestias le producía. Kenneth no ignoraba que aquello que él salvaba de la tumba sólo serviría para aumentar los desvelos de Linton con un nuevo manantial de preocupaciones. Eduardo sacrificaba su salud y sus energías para conservar la vida de una piltrafa humana. No obstante, su gratitud y su alegría fueron inmensas cuando Catalina estuvo fuera de peligro. Horas enteras permanecía sentado a su lado, vigilando los progresos de su salud, y esperando en el fondo que su esposa recobrase también el equilibrio mental y tornase a ser lo que había sido.

La primera vez que ella salió de su habitación fue a principios de marzo. El señor, por la mañana, había puesto en su almohada un ramillete de flores de azafrán. Los ojos de Catalina las contemplaron con fijeza.

—Son las primeras flores que brotan en las «Cumbres» —exclamó—. Me recuerdan los vientos templados que funden los hielos, el cálido sol y las últimas nieves. Eduardo, ¿sopla el viento del sur? ¿Se ha fundido la nieve?

—Aquí ya no hay nieve, querida —contestó su marido—. Sólo se divisan dos manchas blancas en toda la extensión de los pantanos. El cielo está azul, las alondras cantan y los arroyos llevan mucha corriente. La primavera del año pasado, Catalina, yo temblaba de impaciencia de tenerte conmigo bajo este techo. Ahora, en cambio, quisiera verte en aquellas colinas. El aire es allí tan puro, que sin duda te curaría.

—Sólo iré a aquel sitio una vez más —dijo ella—. Me dejarás allí, y allí me quedaré para siempre. Así, dentro de un año volverás a suspirar por tenerme aquí contigo, recordarás este día y pensarás que ahora eres feliz.

Linton la acarició y le prodigó las más dulces palabras; pero Catalina, al contemplar las flores, rompió a llorar involuntariamente. Como nos parecía que en realidad estaba mejor, llegamos a la conclusión de que, al ser su larga reclusión, en aquel cuarto la causa de su abatimiento, ése podía remediarse parcialmente cambiándola de lugar.

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