»Yo comprendí que decía lo que sentía y que debía perdonarle, aunque fuera para reñir un instante después. A pesar de la reconciliación, los dos nos pasamos el tiempo llorando. Me dolía pensar en el mal carácter de Linton, porque me hacía cargo de que incomodaría siempre a sus amigos y a sí mismo.
»Desde esa noche le visité siempre en su habitación. Su padre había regresado al día siguiente. Que yo recuerde, sólo tres días hemos estado en buena relación y contentos. El resto del tiempo, todas las visitas han transcurrido angustiosamente, ora por el egoísmo que Linton demuestra, ora por lo que dice que sufre. Pero me he acostumbrado y ya no me disgusto. En cuanto al señor Heathcliff, procura deliberadamente no encontrarse conmigo. El domingo, al llegar, le oí injuriar a Linton por el modo que había tenido de comportarse conmigo el día anterior. No sé cómo lo sabría, a no ser que estuviera escuchando. Linton, en efecto, me había molestado. Yo entré y le dije a Heathcliff que eso era cosa mía exclusivamente. Él se echó a reír y me contestó que se alegraba de que tomase la cosa de ese modo. Recomendé a Linton que en lo sucesivo me dijera en voz baja las cosas que pudieran hacer creer a los demás que disputábamos.
»Ya lo has oído, Elena. Si dejo de ir a las “Cumbres” habrá dos personas que sufran. Si no se lo dices a papa y sigo yendo, nadie sufrirá nada. ¿Verdad que no se lo dirás? Sería una crueldad muy grande.
—Ya lo pensaré, señorita —repuse—. No quiero contestarle sin pensarlo.
Y lo pensé, pero fue en presencia de mi amo, a quien relaté todo lo sucedido, menos el detalle de las charlas de Linton con Cati, y sin aludir a Hareton. El señor se disgustó mucho más de lo que aparentó. A la siguiente mañana Cati supo que yo había traicionado su secreto y también que las visitas se habían terminado. Lloró y rogó a su padre que se compadeciese de Linton. Lo más que pudo conseguir fue que su padre escribiera al muchacho diciéndole que podía venir a la «Granja» si gustaba, pero que Cati no volvería a “Cumbres Borrascosas”. E imagino que si hubiese sabido cuál era el carácter y el verdadero estado de salud de su sobrino, ni siquiera hubiera accedido a darle aquel pobre consuelo.
—Todo esto, señor Lockwood —me dijo la señora Dean—, sucedió el invierno pasado. Nunca se me hubiera ocurrido pensar que, un año más tarde, había yo de distraer con el relato de ello a un ajeno a la familia. Ahora que, ¿quién sabe si seguirá usted siendo un extraño siempre? Dudo mucho de que sea posible ver a Cati Linton sin enamorarse de ella. Sí, sonríase, pero lo cierto es que le veo animado cada vez que se la menciono. Además, ¿por qué me ha pedido usted que cuelgue su retrato sobre la chimenea?
—¡Bueno, bueno, amiga mía! —repuse—. Suponga incluso que yo me enamorase de ella. ¿Cree usted que ella se enamoraría de mí? Lo dudo, y no quiero arriesgarme. Además, yo pertenezco al mundo activo, y debo volver a él. Ea, siga contándome…
—Catalina —continuó la señora Dean— obedeció a su padre, ya que le quería a él más que a nadie. El amo le habló sin enojo, pero con la natural inquietud de quien se siente próximo a dejar lo que más quiere entre riesgos y enemigos, y en tales circunstancias, que sólo podría el objeto de su afecto tener como guía el recuerdo de sus palabras.
A mí me dijo pocos días después:
—Me hubiera agradado que mi sobrino escribiera o viniese. Dime sinceramente tu opinión sobre él, Elena. ¿Ha mejorado? ¿Puede esperarse que mejore cuando se desarrolle?
—Está muy enfermo, señor, y no es fácil que viva mucho. Sí le puedo asegurar que no se parece a su padre. Si la señorita Cati se casase con él, se dejaría llevar por ella, siempre que la señorita no extremase su indulgencia hasta la tontería. Pero ya tendrá usted tiempo de conocerle y de pensar si conviene o no… Le faltan cuatro años para ser mayor de edad. Eduardo suspiró, y a través de la ventana miró la iglesia de Gimmerton. El sol de febrero iluminaba débilmente la tarde de bruma y a su luz distinguimos confusamente los abetos y las lápidas del cementerio.
—A pesar de lo mucho que he rogado a Dios para que ello sucediera, ahora me asusto —murmuró como para sí—. Pensaba que el recuerdo de la hora en que bajé a aquella iglesia para casarme no sería tan feliz como el presentimiento del momento en que había de yacer en la fosa. Cati me ha hecho muy feliz, Elena. He pasado dichosamente al lado suyo las veladas de invierno y los días de verano. Pero no he sido menos feliz cuando erraba entre aquellas lápidas, al lado de la vieja iglesia, en las tardes de junio en que me sentaba junto a la tumba de su madre y pensaba en la hora en que había de ir a reunirme con ella… Y ahora, ¿que me cabe hacer en bien de Cati? Que Linton sea hijo de Heathcliff y se la lleve no me importaría nada, si ello pudiera consolarla de mi falta. ¡Ni siquiera me importa que Heathcliff se considere triunfante! Pero si Linton es un instrumento de su padre, no puedo abandonarla en sus manos. Mucho me duele hacer sufrir a Catalina, pero es preferible. ¡Preferiría llevarla yo mismo a la tumba!
—Si usted faltase, lo que Dios no permita —contesté—, yo seguiré siendo la amiga y la consejera de Cati. Pero ella es una buena muchacha, y no se empeñará en seguir el mal camino.
Entraba la primavera, mas mi amo no se reponía. A veces paseaba por el parque con su hija, quien lo consideraba como una señal de que su padre estaba mejor. Y pensaba que curaría al ver encendidas su mejillas.
El día en que Cati cumplía diecisiete años, el señor no fue al cementerio. Llovía. Yo le dije:
—¿No irá usted esta tarde, verdad?
—Este año iré más adelante —respondió.
Volvió a escribir a Linton indicándole que deseaba verle, y segura estoy de que si el aspecto del chico no hubiera sido calamitoso, hubiera ido. Contestó, sin duda aconsejado por Heathcliff, diciendo que éste no estaba de acuerdo con que visitase la «Granja» pero que podía encontrar a su tío alguna vez que éste saliese de paseo, ya que deseaba verle. Añadía que le rogaba que no se obstinase en separarle de Catalina.
«No pretendo —decía con sencilla elocuencia— que Cati me visite aquí, pero le suplico que la acompañe usted alguna vez paseando hacia “Cumbres Borrascosas” y que nos permita hablar un poco en su presencia. No hemos hecho nada que justifique esta separación, y usted mismo lo sabe. Querido tío, mándeme una nota mañana diciéndome en qué sitio que no sea la “Granja de los Tordos” quiere que nos encontremos. Espero que usted se convenza de que no tengo el carácter de mi padre. Él afirma que tengo mas de sobrino de usted que de hijo suyo. Aunque mis defectos me hagan indigno de Cati, ya que ella me los perdona, usted debía seguir su ejemplo. Mi salud anda algo mejor, pero ¿cómo voy a curarme mientras esté rodeado de seres que no me han querido ni me querrán nunca?».
A Eduardo le hubiera agradado acceder, pero no se sentía con fuerzas para acompañar a su hija. Escribió a su sobrino diciéndole que aplazasen las entrevistas para el verano, y que entretanto no dejase de escribirle, y que él le aconsejaría y haría por él cuanto pudiese. Linton, de por sí, tal vez lo hubiera echado todo a perder con sus quejas, pero sin duda le vigilaba su padre, ya que el muchacho se amoldó a todo y en sus cartas se limitaba a decir que le angustiaba mucho la separación de su prima, y que deseaba que su padre les procurase una entrevista lo antes posible, ya que, si no, pensaría que quería entretenerle con vanas esperanzas.
Tenía en nuestra casa una poderosa aliada en Cati, y al fin entre los dos acabaron convenciendo al señor de que una vez a la semana les dejase dar un paseo a caballo por los pantanos bajo mi vigilancia. Cuando llegó junio, el señor se encontraba peor aún. Cada año guardaba una parte de sus rentas para aumentar los bienes de su hija, pues sentía el natural deseo de que ella cuando él faltase no tuviese que abandonar la casa paterna. El mejor medio de conseguirlo era que se casase con el heredero legal. No podía suponer que el joven Linton se consumía casi tan rápidamente como él, porque como ningún médico iba a las «Cumbres», no había modo de saber noticia alguna del verdadero estado del muchacho. Yo misma, viendo que él hablaba de pasear a caballo por los pantanos con tanta seguridad, creí que acaso se engañasen mis suposiciones, porque no me cabía en la cabeza que un padre tratase con tal crueldad a un hijo moribundo como luego averigüé que Heathcliff le había tratado, obstinándose en que sus planes se realizaran antes de que la muerte del muchacho los echase a rodar.
Al comenzar el estío, Eduardo, aunque de mala gana, accedió a que los primos se entrevistasen. Salimos Cati y yo. El día era bochornoso y sin sol, mas no amenazaba lluvia. Nos habíamos citado en el jalón de la encrucijada. Pero no encontramos a nadie allí. Llegó a corto rato un muchachito y nos dijo que el señorito Linton estaba un poco mas allá y que nos agradecería muchísimo que nos acercásemos algo más.
—El señorito Linton —repuse— ha olvidado que su tío puso como condición que las entrevistas fueran en terrenos de la «Granja».
—Podemos hacerlo —dijo Cati— viniendo hacia aquí cuando nos encontremos.
Le vimos a un cuarto de milla de su casa, tumbado sobre los matorrales. No se levantó hasta que estuvimos muy cerca de él. Nos apeamos y él dio unos pasos hacia nosotras. Estaba tan pálido y parecía tan débil, que no pude por menos de exclamar:
—¡Pero, señorito Linton, hoy no está usted para pasear! Me parece que se encuentra usted muy malo.
Cati le miró, asombrada y entristecida, y la bienvenida que le preparaba se convirtió en una pregunta de si se hallaba peor que otras veces.
—Estoy mejor —respondió él, sofocándose y temblando mientras le cogía la mano como en busca de apoyo y fijaba en ella sus ojos azules.
—Entonces es que has empeorado desde la última vez que te vi —insistió su prima—. Estás mucho más delgado…
—Es que estoy cansado —repuso el joven—. Sentémonos, hace demasiado calor para pasear. Suelo encontrarme mal por las mañanas. Mi padre dice que es que estoy creciendo muy deprisa.
Cati se sentó, descontenta, y él se acomodó a su lado.
—Esto se parece al paraíso que tú anhelabas —dijo la joven, esforzándose en bromear—. ¿No te acuerdas de que convinimos en pasar dos días, uno como a ti te gustaba y otro como me agradaba a mí? Lo de hoy es tu ideal, aparte de que hay nubes, pero eso resulta aún más bonito que el sol… Si la semana que viene te encuentras bien, iremos a caballo al parque de la «Granja» y pondremos en práctica mi concepto del paraíso.
Se advertía que Linton no recordaba nada de lo que ella le decía y que le costaba mucho trabajo mantener una conversación. Demostraba tal falta de interés, en cuanto ella le mencionaba, que Cati no podía ocultar su desilusión. La volubilidad del joven que, con mimos y caricias, solía dejar lugar al afecto, se había convertido ahora en una apatía total. En lugar de su desgana infantil de antes, se apreciaba en él el pesimismo amargo del enfermo incurable que no quiere ser consolado y que considera insultante la alegría de los demás. Catalina reparo que el consideraba nuestra compañía más como un castigo que como un placer, y no vaciló en proponer que nos marcháramos. Linton, al oírlo, cayó en una extraña agitación. Miró horrorizado en dirección de las «Cumbres» y nos rogó que permaneciéramos con él media hora más.
—Yo creo —dijo Cati— que en tu casa te encontrarás mejor que aquí. Hoy no te entretienen mi conversación, ni mis canciones… En estos seis meses te has hecho más formal que yo. Claro que si creyese que eso te divertía, me quedaría contigo con mucho placer.
—Quédate algo más, Cati —dijo el joven—. No digas que estoy mal, ni lo pienses. Es el calor y el bochorno que me abruman. Antes de llegar tú, he andado mucho. No digas al tío que me encuentro mal. Dile que estoy bastante bien. ¿Lo harás?
—Le diré que me lo has dicho así, Linton. Pero no puedo asegurarle que estés bien —dijo, extrañada, la señorita.
—Ven a verme el jueves, Cati —murmuró él, esquivando su mirada—. Y dale muchas gracias al tío por haberte dejado venir. Y, mira… Si encuentras a mi padre, no le digas que he estado taciturno, porque se enfadaría…
—No me importa que se enfade —repuso Cati, creyendo que el enfado sería solamente hacia ella.
—Pero a mí sí —contestó, estremeciéndose, su primo—. No hagas que se enfade conmigo, Cati, porque le temo.
—¿Así que es severo con usted, señorito? —intervine yo—. ¿De modo que se ha cansado de ser tolerante?
Linton me miró en silencio. Inclinó la cabeza sobre el pecho y durante diez minutos le oímos suspirar. Cati se entretenía en coger arándanos y los repartía conmigo, sin ofrecerle a él por no enojarle.
—¿Ha transcurrido ya la media hora, Elena? —me preguntó Cati al oído—. Yo creo que no debemos quedarnos más. Linton se ha dormido y papá nos espera.
—Tenga usted paciencia hasta que se despierte —respondí—. ¡Qué prisa tiene en irse! Tanta como impaciencia tenía usted por encontrarle.
—¿Para qué quería verme Linton? —contestó Catalina—. Yo preferiría que estuviese como antes, a pesar de su mal humor de entonces. Me da la impresión de que me quiere ver únicamente por complacer a su padre. Y no me agrada venir por complacer a éste. Me alegro de que Linton esté mejor, pero me desagrada que se haya hecho menos afectuoso para conmigo.
—¿Usted cree que está mejor? —pregunté.
—Me parece que sí —respondió—, porque ya sabes cuánto le gustaba exhibir sus sufrimientos. No es que esté tan bien como me ha rogado que diga a papá, pero debe estar mejor.
—A mí me parece, señorita —contesté—, que está mucho peor.
Linton despertó en aquel momento sobresaltado y preguntó si alguien le había llamado por su nombre.
—No —dijo Cati. Debes haberlo soñado. No comprendo cómo puedes dormirte en el campo por la mañana.
—Me pareció oír a mi padre —dijo él—. ¿Estás segura de que no me ha llamado nadie?
—Segura en absoluto —dijo su prima—. Únicamente hablamos Elena y yo acerca de ti. Dime, Linton: ¿Estás en realidad más fuerte que en el invierno? Porque si lo estás, es bien seguro que me quieres menos… Anda, dime: ¿estás mejor?
Linton rompió en lágrimas al contestar.
—Sí…
Y seguía mirando a un lado y a otro, bajo la obsesión de la voz de Heathcliff.
Cati se puso en pie.
—Tenemos que marcharnos —le afirmó— y me voy muy decepcionada. Pero a nadie se lo diré. No te figures que por miedo al señor Heathcliff.