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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Cuestión de fe (4 page)

—Y la gente confía en que tú harás que estas cosas salgan del Tribunale.

Brusca asintió, pero lo hizo con tanta solemnidad que Brunetti no pudo menos que preguntar:

—¿Porque tú tienes puro el corazón y limpias las manos?

Brusca se rió, y el ambiente se despejó.

—No; porque las preguntas que yo hago son tan rutinarias y tediosas que a nadie se le ocurriría no decirme la verdad.

—He ahí una técnica que me gustaría dominar —dijo Brunetti.

4

La despedida fue amistosa, aunque extraña, ya que ambos se abstuvieron de hacer alusión al hecho de que Brusca no había explicado por qué había venido a ver a Brunetti ni lo que deseaba que éste hiciera con la información que le había dado. Como Brusca había hecho hincapié en que Coltellini era una mujer ávida de dinero, era evidente que cobraba de las personas cuyos casos eran aplazados. Pero que fuera evidente no lo hacía cierto ni demostrable ante un tribunal.

Lo que Brunetti no veía claro era el motivo de la implicación de Fontana. Amor, amor, amor no parecía causa suficiente para que un «hombre de bien» se dejara corromper. Pero nunca lo parece, ¿o sí?

Al cabo de tantos años, eran ya pocas las veces en que la revelación de una nueva estratagema por la que sus conciudadanos conseguían escapar por las rendijas de la ley movían a Brunetti a la indignación. En algunos casos —aunque esto no lo habría confesado—, mal que le pesara, hasta sentía admiración por el ingenio que mostraba esa gente, especialmente cuando se trataba de eludir una ley que él consideraba injusta ode salir de una situación francamente demencial. Si se programaban los semáforos para que cambiaran con más rapidez que la estipulada por las ordenanzas de tráfico, a fin de que la policía se repartiera el dinero extra recaudado en multas con los encargados de programar los temporizadores, ¿quién sino un iluso pensaría que era un crimen sobornar a un policía? Si en el Parlamento se sentaban docenas de encausados, ¿quién podía creer en el imperio de la ley?

No se puede decir que Brunetti estuviera escandalizado por la supuesta conducta de la jueza Coltellini, pero sí estaba sorprendido, especialmente porque se trataba de una mujer. A pesar de que Brunetti se servía de estadísticas para fundar su convicción de que las mujeres delinquen menos que los hombres, en el fondo su creencia se basaba en su propia educación y experiencia. Lo que él consideraba el orden natural de las cosas —caso de que las insinuaciones de Brusca fueran ciertas— había sido subvertido por partida doble.

Manteniendo presentes las sugerencias de Brusca, Brunetti extendió los papeles sobre la mesa y los examinó de nuevo. Tomando como referencia el nombre de Coltellini, vio que la jueza era mencionada varias veces en cada una de las cuatro hojas. Su nombre aparecía junto al de seis números de casos. Abrió el cajón central de la mesa y sacó varios iluminadores. Empezando por la parte superior de la primera hoja, marcó con iluminador verde su nombre la primera vez que éste aparecía en el primer caso, y utilizó el mismo color en toda la lista para señalar las sesiones del caso que ella había presidido. Otro tanto hizo con el caso siguiente, que señaló en rosa. El tercero, en amarillo; el cuarto, en naranja; el quinto tuvo que marcarlo con lápiz; y el sexto, con bolígrafo rojo.

Los «verdes» habían comparecido sólo tres veces; la segunda comparecencia tuvo lugar en la fecha consignada en la columna de «Resultado» de la primera comparecencia, y la tercera, en la fecha señalada en la de la segunda. No obstante, todo el proceso había llevado dos años. En el caso «rosa» se habían respetado todas las fechas señaladas para cada sesión, de las que se habían celebrado seis, con intervalos de seis meses como mínimo. A Brunetti le habría gustado saber de qué trataba el caso. ¿Qué era lo que había costado tres años decidir?

La pista «amarilla» era más reveladora. La primera sesión, que había tenido lugar más de dos años antes, había acabado con un aplazamiento de seis meses. Sin explicaciones. En la segunda sesión, se fijó una nueva fecha, sin explicaciones, a cinco meses vista. En la tercera sesión, la casilla «Resultado» indicaba una nueva fecha, para seis meses después, y la frase «Faltan documentos». El siguiente aplazamiento, de otros seis meses, estaba justificado por «Enfermedad», aunque no se especificaba quién era el enfermo. En la fecha siguiente, 20 de diciembre, la sesión, al parecer, sólo tuvo por objeto señalar un nuevo aplazamiento, cuatro meses, con la explicación de «Fiestas» inscrita en la última columna. La nueva fecha, segunda quincena de abril, hizo pensar a Brunetti que había sido programada para hacerla coincidir con las vacaciones de Pascua, pero se sorprendió al ver que la jueza Coltellini había celebrado una sesión y fijado una nueva fecha —siete meses más adelante— a fin de darse tiempo para «Interrogar a nuevos testigos».

Brunetti se preguntaba qué nuevos testigos podía haber en un proceso que había estado moviéndose —aquí se reprochó haberse precipitado a usar este verbo, pues lo cierto era que había estado encallado— por los juzgados durante casi tres años. No era de extrañar que la gente temiera verse atrapada por los tentáculos del monstruo: era axiomático que lo peor que podía ocurrirle a una persona —aparte de contraer una enfermedad grave— era estar implicada en un caso judicial. Desde luego.

La jueza sorprendió a Brunetti una vez más resolviendo el caso «naranja» en menos de un año, pero tanto el «lápiz» como el «bolígrafo rojo» aún se arrastraban por los juzgados desde hacía más de dos años.

El comisario buscó en la mesa una lista de números y marcó el del
telefonino
de Brusca.

—¿Sí? —contestó Brusca en tono sosegado, como si aún estuviera en el despacho de Brunetti, el mismo tono que le había oído usar por primera vez en la clase de Historia en primero de secundaria. Brunetti nunca había visto a Brusca mostrar sorpresa ante la conducta humana, por ruin que fuera, a pesar de que, trabajando en las oficinas de la administración municipal, habría estado expuesto a grandes dosis de ruindad.

—He estado mirando esos papeles más despacio —dijo Brunetti—. ¿Los has enseñado a alguien más?

—¿Con qué objeto? —preguntó Brusca, en un tono de voz tan serio como el de Brunetti.

—Si eso es verdad, habría que pararlo —dijo Brunetti, sabiendo que la sola idea de pretender castigarlo era absurda.

—Sí; tienes razón —dijo Brusca, tratando de hacer como si estuvieran comentando la calidad de un equipo de fútbol y no la corrupción del sistema judicial. Y añadió—: Pero no lo creo posible.

—¿Por qué me los has traído entonces? —preguntó Brunetti sin tratar de disimular el enojo.

Tardó en llegar la respuesta de Brusca, que al fin dijo:

—Pensé que a ti podría ocurrírsete qué hacer. Y confiaba en que te escandalizarías.

—Esa palabra me parece demasiado fuerte —dijo Brunetti.

—Está bien, nada de escándalo. Esperanzado, entonces. Quizá sea eso lo que admiro en ti, que aún puedas esperar que las cosas se arreglen y las Cuadras de Augias queden limpias.

—Eso, como tú bien dices, no es posible —convino Brunetti. Entonces, volviendo al motivo de la llamada y recobrando la voz de la amistad, preguntó—: Con franqueza, ¿por qué me los has dado a mí?

Después de una pausa, Brusca contestó:

—Quizá esperaba que tú pudieras hacer algo. —Y, en un tono que, según pareció a Brunetti, él trataba de hacer desenfadado, añadió—: Además, siempre da gusto causar problemas a esa gente.

—Veré qué puedo hacer —dijo Brunetti, consciente de que la posibilidad era remota.

Brusca se despidió rápidamente y cortó.

Brunetti apoyó el codo izquierdo en la mesa y se frotó el labio inferior con la uña del pulgar. Sentía la humedad de la camisa en las axilas y en la espalda. Se acercó a la ventana y miró el agua del canal, negra a la cruda luz del día. Campo San Lorenzo se cocía al sol, desierto; no se veía ni a los gatos residentes en la comunidad del andamio levantado ante la fachada de la iglesia. Brunetti se preguntó si también ellos se habrían ido de vacaciones.

Brunetti se permitió fantasear sobre vacaciones para gatos en el campo o en la playa, sufragadas por la cooperativa de los amigos de los animales. Él detestaba a los
«animalisti»
porque defendían a las abominables palomas, vehículo de infecciones, y porque habían hecho una redada de todos los gatos callejeros de la ciudad, para regocijo de la creciente población de ratas. A propósito de animales, añadió a su lista de indeseables a los que no limpiaban lo que ensuciaba su perro; si de él dependiera, tras la multa que les impondría no les quedarían ganas de…

—¿Comisario?

La voz cortó su especulación acerca de la cuantía de la multa y del sistema que diseñaría para recaudarla.

—¿Sí,
signorina?
—dijo volviéndose hacia la puerta—. ¿Qué hay?

—Ahora mismo he entrado en la oficina de los agentes y he visto a Vianello. Estaba al teléfono y tenía muy mal aspecto.

—¿Está enfermo? —preguntó Brunetti, pensando en los trastornos repentinos causados por el calor.

La
signorina
Elettra avanzó unos pasos.

—No lo sé, comisario, creo que no. Más parecía preocupado o asustado, y procuraba que no se le notara.

Brunetti estaba acostumbrado a verla siempre impecable, pero hoy observó con asombro que hasta parecía fresca y, en lugar de preguntar por Vianello, espetó:

—¿Es que usted no tiene calor?

—¿Cómo dice, comisario?

—Calor. La temperatura. Este calor que hace. ¿No siente el calor? —No faltaba sino que le dibujara un sol, para más énfasis.

—No; no mucho. Estamos sólo a treinta grados.

—¿Y eso no es calor?

—Para mí no, señor.

—¿Por qué?

La vio dudar sobre qué decirle. Finalmente, respondió:

—Me crié en Sicilia, comisario. Supongo que mi cuerpo se aclimató. O mi termostato se programó. O algo por el estilo.

—¿En Sicilia?

—Sí, señor.

—¿Y eso?

—Oh, mi padre trabajó allí varios años —dijo ella con desinterés, dando a entender a Brunetti que también él debía desinteresarse o, por lo menos, simularlo.

Obedeciendo la sugerencia, Brunetti dejó de indagar en el tema y preguntó:

—¿Tiene idea de con quién hablaba?

—No, señor; pero se tuteaban. Y él escuchaba más que hablaba.

Brunetti se levantó. Reunió los papeles que ella le había subido aquella mañana y dijo:

—Voy a enseñarle todo esto. Ahora se lo bajaré. —Esperó a que ella se marchara, para evitar que Vianello los viera bajar juntos y pensara que ella le había venido con recaditos.

Ella sonrió antes de volverse hacia la puerta.

—Él no me ha visto, comisario —dijo, y salió. Cuando él llegó a la puerta del despacho, la joven ya había desaparecido por el recodo de la escalera.

Brunetti bajó lentamente. Al entrar en la oficina de los agentes, vio a Vianello sentado a su mesa, todavía al teléfono. El inspector estaba vuelto a medias hacia el otro lado, pero Brunetti enseguida comprendió lo que había querido decir la
signorina
Elettra. Vianello estaba inclinado hacia adelante y, con la mano libre, hacía rodar un lápiz sobre la mesa adelante y atrás. Desde aquella distancia, a Brunetti le pareció que tenía los ojos cerrados.

El inspector hacía rodar el lápiz sobre la mesa una y otra vez, sin hablar. Brunetti le vio apretar los labios y luego relajarlos. El lápiz no paraba. Finalmente, Vianello apartó el auricular, muy despacio, con esfuerzo, como si hubiera un campo magnético entre el aparato y el oído. Lo tuvo ante sí durante diez segundos por lo menos, y Brunetti pudo oír la voz que llegaba por el hilo: femenina, cascada, quejumbrosa. Vianello abrió los ojos y contempló la mesa. Luego, lentamente, con ternura, como si su mano sostuviera a la persona que seguía hablando, colgó el aparato.

El inspector estuvo un rato mirando el teléfono. Sacó el pañuelo y se lo pasó por la frente, y después, lentamente, por toda la cara. Lo guardó en el bolsillo y se levantó. Cuando se volvió hacia la puerta, Brunetti ya había borrado de su cara toda emoción y empezaba a avanzar hacia su ayudante con los papeles en la mano.

Antes de que Brunetti pudiera referirse a los papeles o decir que quería hablar con él, Vianello dijo:

—Bajemos al puente. Necesito un trago.

Brunetti dobló los papeles pero, como no llevaba la chaqueta, no sabía dónde guardarlos. Finalmente, los dobló otra vez y los metió en el bolsillo de atrás del pantalón.

Juntos bajaron la escalera y salieron al muelle de la
questura.
Las gafas de sol de Brunetti se habían quedado en el despacho, en el bolsillo de la chaqueta, y ahora tuvo que levantar la mano para protegerse los ojos del reverbero.

—Algo así debe de ser el estar en una rueda de reconocimiento —dijo. Parpadeó hasta que los ojos se acostumbraron a la luz, y entonces, sin bajar la mano, echó a andar hacia el bar.

Bambola estaba detrás del mostrador, con una chilaba tan fresca como un documento recién salido del sobre.

Eran más de las once, y los dos hombres pidieron un
spritz.
Vianello dijo a Bambola que los sirviera en vasos de agua, con mucho hielo. Cuando las bebidas estuvieron preparadas, Vianello las llevó a la mesa más alejada de la puerta. Estaba en un rincón mal ventilado, pero a Brunetti ya le daba igual: no era posible tener más calor del que tenía y aquí, por lo menos, podrían hablar tranquilamente.

Cuando estuvieron sentados frente a frente, Brunetti decidió dejarse de disimulos y preguntó:

—¿Era tu tía quien estaba al teléfono?

Vianello tomó un sorbo, luego un trago más largo y dejó el empañado vaso en la mesa.

—Sí.

—Parecías preocupado —apuntó Brunetti.

—Lo estoy, supongo —dijo Vianello, asiendo el vaso con ambas manos, en un ademán más frecuente con bebidas calientes—. Y también furioso.

—¿Por qué?

—Porque no puedo gritarle, que es lo que deseo hacer. Es una reacción normal, con una persona que hace esas cosas. Miró a Brunetti y enseguida desvió la mirada.

—¿Cuando una persona hace qué cosas? —preguntó Brunetti.

Sus miradas se cruzaron, pero Vianello rápidamente volvió a contemplar el vaso y dijo:

—Disparates. Cuando la gente pierde el juicio. —Levantó el vaso con las dos manos y volvió a dejarlo en la mesa. Repitió el movimiento varias veces, formando una serie de aros que luego borró pasando el vaso por encima.

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