En pleno mes de agosto, el
ispettore
Vianello acude al despacho de Brunetti en busca de ayuda: su tía se ha puesto en manos de un adivino y la familia sospecha que, mediante una serie de ardides, éste le está sacando dinero. Mientras el detective escarba en un turbio negocio de manipulación, plagado de falsos videntes, consultores astrales y tarotistas, tiene lugar un asesinato en la ciudad: el muerto es Araldo Fontana, un ujier del Tribunal de Justicia al que se estaba investigando por su participación en una sutil trama de corrupción dentro de la intrincada maquinaria judicial de Venecia. Brunetti se tendrá que valer de su intuición para navegar por un mundo de sugestión y descarado engaño, así como para enfrentarse a un caso de sangre, sobornos y sexo ilícito.
Donna Leon
Cuestión de fe
Saga Comisario Brunetti 19
ePUB v1.0
Creepy24.04.12
Título Original:
A Question of Belief
, 2010
Autor: Donna Leon
[*]
Fecha edición española: 2010
Editorial: Editorial Seix Barral, S.A.
Traducción: Ana María de la Fuente Rodríguez
Para Joyce DiDonato
Vempio crede con tal frode
Di nasconder l'empietá.
Cree el impío con tal falacia
esconder la impiedad.
1Mozart, Don Giovanni
Cuando el
ispettore
Vianello entró en el despacho, Brunetti casi había consumido la fuerza de voluntad que lo mantenía sentado ante su mesa. Había leído un informe sobre narcotráfico en el Véneto, informe en el que no se hacía mención de Venecia; había leído otro informe con la propuesta de traslado de dos nuevos agentes a la Squadra Mobile, antes de advertir que su nombre no figuraba en la lista de las personas que debían leerlo; y ahora iba por la mitad de un anuncio ministerial sobre cambios en las disposiciones que regulaban la prejubilación. Aunque decir que leía era exagerar la atención que el comisario dedicaba al texto. El papel descansaba en la mesa y él miraba por la ventana, con la esperanza de que entrase alguien a echarle un cubo de agua fría en la cabeza, o de que lloviera, o de caer en éxtasis para escapar del calor almacenado en su despacho y del marasmo que se apoderaba de toda Venecia en el mes de agosto.
Así pues, ni
Deus ex machina
habría sido mejor recibido que Vianello, que venía con la
Gazzetta dello Sport
en la mano.
—¿Qué es eso? —preguntó Brunetti señalando el diario color de rosa y acentuando la última palabra con innecesario énfasis. Él sabía lo que era, desde luego, pero no la razón por la que se encontraba en manos de Vianello.
El inspector miró el periódico como sorprendido, también él, de verlo allí.
—Lo he encontrado en la escalera. Pensaba bajarlo a la oficina de los agentes.
—Por un momento, pensé que era tuyo —sonrió Brunetti.
—No lo menosprecies —dijo Vianello dejando caer el periódico en la mesa al sentarse—. La última vez que lo abrí, vi un artículo bastante largo sobre unos equipos de polo de los alrededores de Verona.
—¿De polo?
—Eso decía. Por lo visto, hay siete equipos de polo en este país, o quizá sólo en Verona.
—¿Con ponis, uniformes blancos y cascos? —preguntó Brunetti.
Vianello asintió.
—Había fotos. El marqués de tal y el conde de cual, y casas de campo y
palazzi.
—¿Seguro? ¿No te habrá afectado el calor y estarás confundiéndolo con algo que has leído en…, no sé…,
Chi?
—Tampoco leo
Chi
—dijo Vianello, con remilgo.
—Nadie lee
Chi
—convino Brunetti, que nunca había oído a alguien reconocer tal cosa—. La información de los reportajes la transmiten los mosquitos. Te pican y te va directamente al cerebro.
—¿Y soy
yo
el que sufre los efectos del calor? —dijo Vianello.
Callaron un momento, en amigable laxitud, incapaz uno y otro de reunir la energía necesaria para hablar del calor. Vianello echó el cuerpo adelante y el brazo atrás para despegarse de la espalda la camisa de algodón.
—En el continente es aún peor —dijo el inspector—. Los de Mestre han dicho que ayer tarde, en la oficina principal, estaban a cuarenta y un grados.
—Creí que tenían aire acondicionado.
—Roma ha dictado una norma que prohíbe su utilización, para evitar apagones como los que tuvieron hace tres años. —Vianello se encogió de hombros—. O sea, que es mejor esto; nosotros, por lo menos, no estamos encerrados en una caja de cristal y cemento, como ellos. —Miró a las ventanas del despacho de Brunetti, abiertas de par en par a la luz de la mañana. Las cortinas se movían; lánguidamente, pero se movían.
—¿De verdad tenían desconectada la refrigeración? —preguntó Brunetti.
—Eso me dijeron.
—Yo no lo habría creído.
—Ni yo lo creí.
Se quedaron en silencio hasta que Vianello dijo:
—Quiero preguntarte una cosa.
Brunetti lo miró y movió la cabeza de arriba abajo. Era más fácil hacer esto que hablar.
Vianello se inclinó hacia adelante, pasó la mano por el periódico y otra vez echó el cuerpo hacia atrás.
—¿Tú nunca…? —empezó, se interrumpió, como buscando las palabras, y prosiguió—: ¿… lees el horóscopo?
Brunetti dejó transcurrir un momento antes de responder:
—Conscientemente, no. —Al observar la extrañeza de Vianello, explicó—: Quiero decir que no recuerdo haber abierto un periódico buscando esa sección. Pero, si lo encuentro abierto por esa página, la miro, sí. Aunque distraídamente. —Pensando que quizá no se había expresado con suficiente claridad, se interrumpió, esperando una explicación y, como ésta no llegaba, preguntó—: ¿Por qué?
Vianello se revolvió en la silla, se levantó para alisarse las arrugas del pantalón y volvió a sentarse.
—Es mi tía, la hermana de mi madre. Anita, la última que queda. Ella lo lee todos los días. Si se cumplen o no las predicciones no importa, aunque nunca son muy explícitas. «Vas a hacer un viaje.» Al día siguiente, ella va al mercado de Rialto a comprar verdura. Ya es un viaje, ¿no?
Hacía años que Vianello hablaba de su tía Anita, la hermana favorita de su difunta madre y también su tía favorita, probablemente, porque era la persona de más carácter de toda la familia. En los años cincuenta, Anita se casó con un aprendiz de electricista que, pocas semanas después de la boda, se fue a Turín en busca de trabajo. Ella tuvo que esperar casi dos años para volver a verlo.
Zio
Franco tuvo suerte y encontró trabajo en la Fiat, donde pudo seguir cursos de formación y convertirse en maestro electricista.
Zia
Anita se reunió con él en Turín, y allí estuvo seis años. Después del nacimiento de su primer hijo, se trasladaron a Mestre, donde él se estableció por su cuenta. La familia crecía y el negocio prosperaba. Él se retiró con casi ochenta años y, para sorpresa de sus hijos, nacidos todos en la
terraferma,
el matrimonio regresó a Venecia. Si le preguntabas por qué ninguno de sus hijos había venido con ellos, la tía Anita decía:
—Esos chicos tienen gasolina en las venas, no agua de mar.
Brunetti estaba dispuesto a escuchar con agrado todo lo que Vianello tuviera que decir de su tía. Esto le distraería del afán de levantarse cada cinco minutos y acercarse a la ventana para ver si… ¿Si qué? ¿Si empezaba a nevar?
—Y ahora le da por verlo en televisión —continuó Vianello.
—¿El horóscopo? —preguntó Brunetti, sin poder disimular la sorpresa. Él veía poca televisión, sólo cuando alguien de la familia le obligaba, y no estaba enterado de lo que podías encontrar allí.
—Sí, y sobre todo los programas de los que echan las cartas y de la gente que dice que puede adivinarte el futuro y resolver tus problemas.
—¿Echadores de cartas? —sólo supo repetir el comisario—. ¿Por la tele?
—Sí. Llamas por teléfono y esa persona te echa las cartas y te dice lo que debes vigilar, o promete ayudarte si estás enfermo. Bueno, eso me han dicho mis primos.
—¿Te dice que debes andarte con ojo para no rodar por la escalera o para que no te pille desprevenida la llegada de un desconocido alto y moreno? —preguntó Brunetti.
Vianello se encogió de hombros.
—No sé. Nunca veo esos programas. Todo eso me parece ridículo.
—Ridículo no, Lorenzo —aseguró Brunetti—. Extraño, quizá, pero no ridículo. Y, si bien se mira, quizá ni siquiera sea tan extraño.
—¿Por qué?
—Porque es una anciana, y todos nos inclinamos a pensar que las ancianas creen en esas cosas. Si Paola me oyera, o Nadia, dirían que tengo prejuicios contra las mujeres y contra los viejos.
—¿No se quemaba a las brujas por esas cosas? —preguntó Vianello.
Aunque Brunetti había leído largos pasajes de
Malleus Maleficarum,
aún no se explicaba por qué se quemaba, sobre todo, a las ancianas. Quizá porque muchos hombres son estúpidos y sádicos y las ancianas son débiles e indefensas. Se encogió de hombros en lugar de responder.
Vianello se volvió hacia la ventana y la luz. Brunetti comprendió que no debía insistir en el tema. El
ispettore
diría lo que tuviera que decir cuando llegara el momento. Brunetti dejó que contemplara la luz y aprovechó la pausa para examinar a su amigo. Vianello nunca había soportado bien el calor, pero este verano parecía más afectado que nunca. El pelo, empapado en sudor, parecía clarearle más de lo que Brunetti recordaba. Y tenía la cara abotargada, sobre todo, alrededor de los ojos. Vianello puso fin a su contemplación y preguntó:
—¿Piensas realmente que las ancianas creen más en esas cosas?
Brunetti reflexionó antes de responder:
—No lo sé. ¿Quieres decir más que el resto de nosotros?
Vianello asintió y de nuevo se volvió hacia la ventana, como para animar a las cortinas a avivar el movimiento.
—Por lo que me has contado de ella todos estos años, no parece de esa clase de personas —dijo Brunetti finalmente.
—No lo es —dijo Vianello—. Y eso hace que el caso sea tan extraño. Ella siempre ha sido el cerebro de la familia. Mi tío Franco es un buenazo y ha sido siempre muy trabajador, pero a él nunca se le habría ocurrido poner un negocio por su cuenta. Ni, si me apuras, habría tenido capacidad para sacarlo adelante. Pero ella sí, y llevó la contabilidad hasta que su marido se retiró y regresaron a Venecia.
—No parece la clase de persona que empieza el día averiguando qué novedades hay en la casa de Acuario —observó Brunetti.
—Es eso lo que no entiendo —dijo Vianello levantando las manos en ademán de desconcierto—. Si es o no es de esa clase. Quizá eso sea una especie de rito particular que siguen algunas personas. No sé, como no salir de casa sin mirar la temperatura o enterarte de qué famosos cumplen años el mismo día que tú. Personas de las que nunca lo dirías. Parecen completamente normales y un día te enteras de que no se van de vacaciones si el horóscopo no les dice que pueden viajar sin peligro. —Vianello se encogió de hombros y repitió—: No sé.
Cuando comprendió que el inspector no tenía nada que añadir, Brunetti dijo: