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Authors: Abelardo Castillo

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Cuentos completos - Los mundos reales (7 page)

Alguien hipó un sollozo.

—¿Es necesario decir qué es lo que se hace los sábados y domingos?: dormir, ir al bailongo del club, al cine, al partido, a votar. Algunos, todavía, a misa. Los solteros, salir con la novia o el novio a darse codazos por Corrientes; los casados, pintar la cocina…

—¡Basta! —clamó la señora Antonia—. Máteme.

—Aún no. La humanidad, mujer, y sólo ella, manifiesta entre los hombres la voluntad del Gran Tao… ¡Y las vacaciones! ¿Recuerdan ustedes cómo, en qué estado de ruina, volvieron de las últimas vacaciones? ¿Esto es la Vida?: ahorrar energías y pesos durante trescientos cincuenta y cinco días para extravertirlos frenéticamente en diez. Eso es la vida. Vivir a la sombra un año y agarrarse una insolación, complicada con quemaduras de tercer grado, en una semana y media de veraneo.

—Máteme —suplicó la mujer.

—No sea cargosa, señora —y Núñez la amenazó con la culata—. ¿Comprenden ustedes? Yo lo he comprendido. Yo sé lo que es viajar, cuatro veces por día, aplastado, semicontuso, horrorosamente estrujado durante dieciocho idénticos años, en un ómnibus repleto. Indiscernible bajo una mezcolanza de trajes, tapados, sobretodos, piernas, diarios. Ah, yo sé lo que es la Humanidad, delante, detrás, encima del zapato, contra los riñones; conozco la infame satisfacción de sentir la cadera de una impúber refregada contra el sexo, o un seno tibio, abollándoseme en el codo… Ésa es la vida, la que les espera hasta que se jubilen. Y cuando se jubilen, ¡Dios mío!, de qué modo habrán perdido la chance de vivir cuando se jubilen. ¿No entienden? Ustedes ya no pueden cambiar: ya no son jóvenes como Di Virgilio, ustedes están irrevocablemente condenados a viajar así, a veranear así; a trabajar frente a un escritorio así… ¡Entiendan!, si no los mato los espera el banco de la plaza. ¿Se dan cuenta? ¿Se dan cuenta, animales, lo que significa estar jubilado? La jubilación es un eufemismo; debiera decirse: «el coma».

Núñez jadeaba. Una ráfaga, de angustia los envolvía a todos. El señor Parsimón, Jefe de Transporte, socialista, en un arranque de humanismo corajudo se puso de pie. El dedo le temblaba. Habló:

—¡Usted deforma la realidad! Usted es un maniático, un pistolero, usted…

—Usted se me sienta —dijo Núñez. Parsimón se sentó.

—Pero no me callaré —insistía; meritorio, miraba de reojo al gerente—. Usted nos quiere matar. ¿Y por qué a nosotros? Por qué no al ochenta por ciento de la población de Buenos Aires, que vive de la misma manera. ¿Eh? ¿Por qué?

—Voy a explicarle. Por dos motivos: el primero, y acaso el más importante, se sigue de que Buenos Aires no es una pirotecnia.

Volvió a acariciar la valija, consultó el reloj y sonrió enigmáticamente.

—Y, el segundo, es que en este momento estoy actuando como el representante más lúcido de un grupo social. Digamos que soy el Anti-Marx del oficinismo, y, como tal, he resuelto hacer la revolución negativa. Como Marx, pienso que esto podría originar un proceso permanente. Pero de suicidios. Iniciado el proceso, yo no hago falta… —Se interrumpió. —Lo que estoy notando es mucho movimiento. Vamos a ver: ¡pararse!… ¡sentarse!… Además, ya se los he dicho, nosotros, particularmente, somos irreivindicables.

—Lo irreivindicable para usted —quien hablaba ahora era el señor Raimundi, gerente de la firma, un sujeto pequeñísimo con cara de ratón bubónico y leves bigotitos canos—, lo irreivindicable para usted es el género humano.

Dicho esto, calló.

—Usted puede hablar enfáticamente del género humano, pedazo de cínico, porque tiene un Kaiser Carabela, no va al cine, no conoce el fixture y entra al hipódromo por la oficial; pero yo vivo aplastado por ese género humano. Yo tomo el tranvía 84 en José María Moreno y Rivadavia. Yo veo a la gente en grandes montones ignominiosos. Pregúnteles a esos perros mañaneros que alzan filosóficamente los ojos desde su tacho de basura y miran hacia el colectivo donde se apiñan cien personas, pregúnteles qué opinan del género humano. Yo he adivinado un saludo sobrador, socarrón, en la mirada de esos perros; dicen: «Chau, Rey de la Creación, lindo día para yugaría, ¿no?» Eso dicen. El amor a nuestros semejantes tiene sentido si no nos imaginamos a nuestros semejantes en manifestación. Nuestros hermanos, de a muchos, pueden producir cualquier cosa: miedo, lástima, oclofobia; pero no buenos sentimientos. La prueba más concluyente de esta verdad es que los tipos más amantes de la humanidad, los místicos, los santos, se iban a vivir al desierto o a la montaña, en compañía de los animales. El mismísimo Jesús predicaba el Amor Universal en una de las regiones más despobladas del planeta. Cuando fue a Jerusalén y vio gente, empezó a los latigazos. Mahoma, mientras estuvo solo, hablaba del Arcángel y de Borak, la yegua alada; cuando se la tomó en serio y comprendió qué es el Amor, armó un ejército.

En el entrecejo de Núñez dos arrugas paralelas caían verticalmente, profundas, hasta el nacimiento de su nariz. Murmuró algunas palabras en voz baja. El señor Parsimón pareció a punto de decir algo, pero un gesto terrible de Núñez lo detuvo.

—¡Nadie más habla! Luego, cambiando de tono:

—Y pensar que hubo tiempos en que la humanidad era feliz. Porque, saben, hubo una época en que ocurrían milagros sobre el mundo. La Tierra era ancha y hermosa. Los dioses no tenían ningún prurito en compartir el cotidiano quehacer del hombre; intervenían en las disputas de la gente; astutamente disfrazados, les violaban las esposas… ¡Época azul! Las diosas, lascivas, se revolcaban con los efebos sobre el trebolar, y era posible ver, en cualquier medianoche de plenilunio, un carro que venía por la llanura, uncido de panteras. Y sobre el carro, los dioses, fachendosos, peludos, pegando unas carcajadas bestiales, coronados con racimos de uvas… A propósito, ¿saben lo que tengo en esta valija?: una bomba de tiempo, media docena de detonadores, siete kilos de dinamita y tres barras de trotil.

Cuando acabó de decir esto, pudo presenciar el espectáculo más extraordinario que nadie contempló en su vida. Durante diez segundos, todos permanecieron mudos, estáticos, como un marmóreo grupo escultórico: después, en un solo movimiento, se pusieron de pie, corrieron hasta el centro de la oficina, se abrazaron, corearon un alarido dantesco, y, lentamente, con la perfección de un ballet, fueron retrocediendo hasta la pared del fondo. Allí, cayeron desmayados unos cuantos; los demás, con los ojos enormes elevados hacia el techo, parecían rezar.

—Exactamente así —dijo Núñez— era el terror que experimentaban las ninfas cuando llegaba Pan. Por eso, al miedo colectivo se le llama pánico. En fin. Al verlos ahí, apelmazados, no puedo evitar figurarme el Sindicato de Empleados de Comercio. Todos unidos: alcahuetes, jefes, delegados… ¡Manga de proxenetas! —gritó de pronto, y los de la pared lo miraron con horror: ojos de inmóviles mariposas clavadas por el insulto, como a un cartón—. Pero la Gran Insurrección, la verdadera, reventará como el capullo de una rosa increíble algún día. Ciertos hombres, por supuesto que no todos, comprenderán que la Armonía es la fuerza primordial del universo, y la Belleza, la síntesis última. Vendrá un profeta y dirá, mientras carga una ametralladora atómica: «¡Crearemos las condiciones del mundo venidero, restituiremos el helenismo y las máquinas serán nuestros esclavos! ¡Somos inmortales! ¡Adelante!»… Por eso, compañeros, voy a matarlos.

—¡Nuestros hijos!

—¡Nuestras esposas!

—Cállense, farsantes. Un criminal que, al llegar a su casa, embrutece a su mujer explicándole los beneficios de la mecanización contable, o las posibilidades que tiene de ser ascendido a secretario del gerente, si echan o se jubila o se muere el actual, no tiene esposa. Por otra parte, mirándolo bien a usted, no, no creo que ella lo llore como una loca. ¡Sus hijos! ¿Creen ustedes que el hecho de robarse algún lápiz para el vástago escolar les da derecho de paternidad? —Núñez pudo observar que Raimundi, al escuchar lo de los lápices, estiraba el cuello por detrás del amontonado grupo, tratando de localizar al aludido. —En verdad, en verdad les digo, que sólo los huérfanos de nuestra generación entrarán en el Reino.

Consultó el reloj. Murmuró: falta poco, y una nueva ola de desesperación convulsionó a los de la pared. La mujer que hacía un momento suplicaba ser la primera en inmolarse yacía en el suelo, grotescamente abrazada a los tobillos de Parsimón, quien, dando inútiles saltitos, trataba de desembarazarse de ella. Núñez se puso de pie. Parecía soñar en voz alta.

—Es cierto. Algunos hombres son inmortales. Yo soy de ellos. Di Virgilio se encargará de propagar mi nombre. El dará testimonio. Also sprach el señor Núñez… Cuando esto explote, otros comprenderán; dirán: él lo hizo. Cuando lo entiendan, ellos también se matarán. La hez humana será raída de la Tierra. Algún conscripto inspirado organizará el fusilamiento de los oficiales y suboficiales; los curas de aldea entrarán a sangre y fuego en el Vaticano. En crujientes hogueras serán quemadas todas las estadísticas, todos los biblioratos, todas las planillas, todos los remitos. Millones de huérfanos de empleados nacionales, en jocunda caravana, abandonarán las ciudades e irán a poblar el campo. ¡Basta de rascacielos insalubres!, dirán. ¡A vivir en las márgenes de los ríos, como los beduinos; no hacia arriba, lejos de la tierra, sino a lo largo! Oh, y algún día la vida será otra vez ancha y hermosa. Cuando falte espacio aquí, poblaremos la Luna y Marte. La Galaxia también es ancha y hermosa. La Belleza, coronada de pámpanos como un dios borracho, entrará triunfal en la casa del hombre, cortejada de machos cabríos… No, los hombres no nacerán provistos de palanquitas y botones. Les será restituida el alma a los hombres. ¿Comprenden? ¿Comprenden ustedes?

Algunas cabezas comenzaron a levantarse. La voz de Núñez temblaba de puro profética. Era Dionisos. Sólo los jefes y sus allegados parecían no entender. El hombre levantó la Ballester Molina.

—¡Será la euforia de vivir! —gritó, al tiempo que, con formidable estruendo, disparaba unos cuantos tiros al aire—. ¡La embriaguez! ¡La canonización de la risa! Los presidentes de los pueblos serán elegidos por concurso, en grandes Juegos Florales de poesía. Porque todos los hombres serán poetas. ¿No entienden, tarados? Esta es la chispa madre. Dentro de un instante volarán por el aire todas las instalaciones de La Pirotecnia. Dentro de un instante seremos el monumento negativo: no un panteón, un agujero. Y, de acá a cien años, pondrán una placa recordatoria en el fondo. Una placa con el nombre de todos nosotros.

Núñez, con ambos brazos levantados, seguía descargando estrepitosamente la pistola. Como copos de nieve, caían, desde el cielo raso agujereado, blanquísimos trozos de yeso. Era el momento sublime, sinfónico. De pronto, también los ojos de los jefes empezaron a brillar de felicidad. Los del suelo se habían puesto de pie.

—Así me gusta, que entiendan. Las hecatombes no necesitan más que una chispita para propagar el fuego propiciatorio: ¡nosotros somos esa chispita! Veo la felicidad en todos los rostros. ¡Adelante, hermanos! Hermanos, sí. Muramos.

En efecto, la felicidad de todos los rostros, en especial la de los jefes ahora, iba en aumento. Alcanzó su paroxismo cuando los diez policías y los empleados del Vieytes entraron por la puerta vaivén. La operación fue breve: varios puñetazos, un chaleco de fuerza, el atraso del mecanismo de la bomba, su posterior inutilización y el barrido del piso.

Perdiguero palmeaba a Di Virgilio. El muchacho, sin embargo, no parecía satisfecho. Por fin, Parsimón le dijo:

—En retribución al servicio que le ha prestado a la compañía, desde el mes que viene recibirá doscientos pesos de aumento. Raimundi le silbó algo al oído. Parsimón dijo:

—Ochenta pesos de aumento.

Se daban las manos. Todos sonreían.

—Y ahora, a trabajar —quien hablaba era el gerente—. Porque ya lo ven: sólo el cumplimiento del deber da buenos frutos. Nuestro compañero Núñez durante dieciocho años fue un empleado excelente, un hombre respetable, y una sola llegada tarde, la única de su vida, bastó para trastornarlo.

Di Virgilio parecía triste, se miraba fijamente el dedo mayor. Después irguió la espalda. Las máquinas empezaron a teclear a sesenta palabras por minuto.

III. Infernáculo

Si existen sobre la Tierra otros seres distintos de nosotros, ¿cómo no los conocemos ni los hemos visto nunca?, porque supongo que no me hará creer que usted los ha visto.

MAUPASSANT

Mis vecinos golpean

Mis amigos, los buenos amigos que ríen conmigo y que acaso me aman, no saben por qué, a veces, me sobresalto sin motivo aparente e interrumpo de pronto una frase ingeniosa o la narración de una historia y giro los ojos hacia los rincones, como quien escucha. Ellos ignoran que se trata de los ruidos, ciertos ruidos (como de alguien que golpea, como de alguien que llama con golpes sordos), cuyo origen está al otro lado de las paredes de mi cuarto.

A veces, el sonido cesa de inmediato, y entonces no es más que un alerta, o una súplica velada quizá, que puede confundirse con cualquiera de los sonidos que se oyen en las casas muy antiguas. Yo suspiro aliviado y, después de un momento, reanudo la conversación, puedo bromear o hablar con inteligencia, hasta con calma, esa especie de calma que son capaces de aparentar las personas excesivamente nerviosas, aunque sepan que ahí, del otro lado, están los que en cualquier momento pueden volver a llamar. Pero otras veces los golpes se repiten con insistencia, y me veo obligado a levantar el tono de la voz, o a reír con fuerza, o a gritar como un loco. Mis amigos, que ignoran por completo lo que ocurre en la gran casa vecina, aseguran entonces que debo cuidar mis nervios y optan por no llevarme la contraria; lo hacen con buena intención, lo sé, pero esto da lugar a situaciones aún más terribles, pues, en mi afán de hacer que no oigan el tumulto, comienzo a vociferar por cualquier motivo, insensatamente, hasta que ellos menean la cabeza con un gesto que significa: ya es demasiado tarde. Y me dejan solo.

No recuerdo con exactitud cuándo empecé a oír los golpes: sin embargo, tengo razones para creer que el llamado se repitió durante mucho tiempo antes de que yo llegara a advertirlo. Mi madre, estoy seguro, también los oía; más de una vez, siendo niño, la he visto mirar furtivamente a su alrededor, o con el oído atento, pegado a la pared. Por aquel entonces yo no podía relacionar sus actitudes con ellos, pero, de algún modo, siempre intuí que el misterioso edificio (el blanco y enorme edificio rodeado de jardines hondos y circundado por un alto paredón) contra cuya medianera está levantada nuestra propia casa ocultaba algún grave secreto. Recuerdo que una medianoche mi madre se despertó dando un grito. Tenía los ojos muy abiertos y se me antojaba imposible que nadie en el mundo pudiese abrir de tal manera los ojos. Torcía la boca con un gesto extraño, un gesto que, en cierto modo, se parecía a una sonrisa pero era mucho más amplio que una sonrisa vulgar: se extendía a ambos lados de la cara como las muecas de esas máscaras que yo había visto en carnaval. Sonriendo y mirándome así, me dijo, como quien cuenta un secreto:

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