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Authors: Abelardo Castillo

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Cuentos completos - Los mundos reales (10 page)

—Te venís conmigo —le dije.

Mi voz debe de haber sido asombrosa; el hombre alzó los ojos, unos ojos celestes, clarísimos, y balbuceó:

—¿Qué dice usted, señor…?

—Que ahora mismo te venís conmigo, a mi casa, a pasar una Nochebuena decente.

—Pero, cómo, yo… con usted.

Casi a rastras lo saqué de allí. Nadie, sin embargo, nos prestó atención.

Faltaba algo más de una hora para la medianoche. El viejo, cohibido al principio, de pronto empezó a hablar. Tenía un acento raro, dulce. Se llamaba Franta, y creo no haberme sorprendido al darme cuenta de que no era un hombre vulgar; hablaba con soltura, casi con corrección. Acaso yo le había preguntado algo, o acaso, rota la frialdad del primer momento (para esa hora ya estábamos bastante borrachos), la confesión surgió por sí misma. El hecho es que habló. Habló de su país, de una pequeña aldea perdida entre colinas grises, de una mujer rubia cuyos ojos —fueron sus palabras— eran transparentes y azules como el cielo del mediodía. Habló de un muchachito, también rubio, también de ojos azules.

—Ahora será un hombre —había dicho—. Hace treinta años, cuando vine a América, él apenas caminaba.

Dijo que ése era su último recuerdo. Bebió un trago de champán y agregó:

—Pensar, señor, que ahora tiene un hijo. Qué cosa. Y yo me los imagino a los dos iguales, qué cosa.

Yo pensé entonces en aquel nieto. Ojos de cielo al mediodía, pelo de trigo joven, de qué otro modo podía ser. Sólo que el viejo Franta difícilmente iba a comprobarlo nunca.

—Pero, ¿cómo supiste de ellos?

—El capitán de un barco mercante, señor, me reconoció hace un mes.

Yo pensaba, me acuerdo, cómo era posible reconocer en ese pordiosero que tenía delante, en ese viejo entregado, roto, la imagen que dejó en otro treinta años atrás. Y ahora pienso que siempre queda algo donde hubo un hombre, y quién sabe: a lo mejor, a mí también me va a quedar algo cuando, como el viejo, tenga la mirada perdida y le diga «señor» al primer sinvergüenza bien vestido que me hable. Pregunté:

—¿Y no intentaste volver…? ¿No trataste…? Él me miró, perplejo; después, a medida que hablaba, su cara fue endureciéndose.

—Volver. ¿Volver así? Usted lo dice fácil, señor; pero es… Es muy feo. Volver como un mendigo —el tono de su voz empezó a ser rencoroso—, un mendigo borracho que en la puerta de la iglesia pide por un Dios en el que ya no cree… No, señor. Volver así, no. Ella, Mayenko, se murió hace mucho, y mejor si allá piensan que yo también me morí hace mucho… —Hizo una pausa, ahora hablaba como quien escupe.— Yo me jugué la plata que había juntado para hacerla venir, ¿se da cuenta?, entonces ella se murió. Esperando. No ve que todo es una porquería, señor.

La palabra es una caricatura miserable. Quién puede explicar con palabras, aunque esté contando su propia vida, todo lo que induce a un hombre a entregarse, a venderse todos los días un poco, hasta llegar a ser como vos, viejo. Cuántas pequeñas canalladas, cuántas porquerías imperceptibles forman esa otra gran porquería de la que él habló: el alma. Pobre alma de miserables tipos que ya han dejado de ser hombres y son bestias, bestias caídas, arrodilladas de humillación.

—Qué vergüenza, señor.

Eso dijo, qué vergüenza, y después agregó: No poder matarse.

Para el viejo Franta yo era algo así como un millonario, tal vez un poco desequilibrado y algo artista (mis ropas, la manía que tengo de escribir en los tugurios y acaso el candelabro le habían hecho suponer semejante desatino), yo era un loco con plata, en suma, que buscaba literatura en los bajos fondos de Buenos Aires. Entonces empezó a darme vueltas en la cabeza aquella idea que, más tarde, se transformaría en un colosal engaño.

Quiero decir algo: miento prodigiosamente. Y es natural. La fantasía del que está solo se desarrolla, a veces, como una corcova de la imaginación, un poco monstruosamente; con ella elabora un universo tramposo, exclusivo, inverificable, que —como el creado por Dios— suele acabar aniquilándose a sí mismo. El suicidio o la locura son dos formas del apocalipsis individual: la venganza de la soledad.

Pero éste es otro asunto. Lo que quería decir es que amo la mentira, la adoro, me alimento de ella y ella es, si tengo alguna, mi mayor virtud. Miento, de proponérmelo, con maestría ejemplar, casi genialmente. Y esta noche puse toda mi alma en el engaño. Él me creía rico y caprichoso, pues bien: lo fui. A medida que yo hablaba bebíamos sin interrupción y, a medida que bebíamos, mi palabra se hacía más exacta, más convincente, más brillante. Lo engañé, pobre viejo, lo engañé y lo emborraché como si fuera un chico. De todos modos, no puedo arrepentirme de esto. Conté una historia inaudita, febril, en la que yo era (como él quiso) uno que no entraría aunque un escuadrón de camellos se paseara por el ojo de una aguja. Mi fortuna venía de generaciones. Jamás, ni con el más prolijo y concienzudo derroche, podría desembarazarme de ella; esta forma de vivir que yo llevaba —él lo había adivinado— no era más que una extravagancia, una manera de quitarme el aburrimiento. El viejo, poco a poco, empezó a odiarme. Y yo, mientras improvisaba, iba llenando una y otra vez nuestras copas. Ennoblecida por el alcohol, la idea aquella se gestaba cada vez más precisa y fascinante: yo haría feliz a ese pobre diablo. Aunque todavía no sabía cómo.

De pronto, dijo:

—Pero, ¿por qué, señor, por qué…?

No acabó de hablar: no se atrevió. Yo supe que en ese instante me aborrecía con toda su alma. Ah, si él, el mugriento vagabundo, hubiese tenido una parte, al menos una parte de mi supuesta fortuna. Sí, yo sabía que él pensaba esto; yo sabía que ahora sólo pensaba en una aldea lejana, en un chico de mirada transparente y pelo como trigo joven. Sin responder, me puse de pie. Fui a buscar las dos últimas botellas que nos quedaban.

Le estaba dando la espalda ahora, pero podía verlo: inconscientemente su mano se había cerrado sobre el mango de un cuchillo que había sobre la mesa, pobre viejo. Ni siquiera pensaba que, de una sola bofetada, yo podía arrojarlo a la calle despatarrado por la escalera. Empezaba, él también, a ser una persona.

Volví a la mesa, sus dedos se apartaron.

—¿Sabes por qué? ¿Querés saber por qué?

Bebimos. Hubo un silencio durante el cual miré rectamente a sus ojos; después, bajando la cabeza como aplastado por el peso de lo que iba a decir, agregué con brutalidad:

—¿Sabes lo que es el cáncer, vos?

El viejo me miraba. Apoyé las manos sobre la mesa y, con mi cara a nivel de la suya, dije:

—Por eso. Porque yo también soy un pobre infeliz que no se anima a partirse la cabeza contra una pared.

El viejo, que me había estado mirando todo el tiempo, de golpe comprendió lo que yo quería decir y sus ojos se hicieron enormes. Concluí secamente:

—Por eso.

—Quiere decir…

—Quiere decir que estás hablando con uno que ya se murió. ¿Entendés? Y entonces ni toda mi plata ni toda la plata de veinte como yo va a poder resucitarme. —Me erguí; hablaba con voz serena y contenida. —Por eso vivo lo poco que me queda como mejor me cuadra. Yo no pertenezco al mundo, viejo. El mundo es de ustedes, los que pueden proyectar cosas, los que tienen derecho a la esperanza o a la mentira. Yo soy menos que un cadáver.

Mis últimas palabras eran tal vez demasiado teatrales, pero Franta no podía advertirlo.

—Cállese, señor… —murmuró.

Y mi idea, súbitamente, se dio forma a sí misma. Como un milagro.

—Un cadáver —dije con voz ronca— que ahora, por una casualidad en la que se adivina la mano de Dios, acaba de encontrar un motivo para justificarse.

De pronto, en el puerto, la noche estalló como una fiesta. En todos los muelles las sirenas empezaron a entonar su histérico salmodio y el cielo reventó de petardos. Brindamos con los ojos húmedos. Fuegos multicolores se abrían hacia el río, desparramando sobre el mundo extravagantes flores de artificio. Fue como si una enloquecida sinfonía universal acompañara mis últimas palabras absurdas y solemnes.

—Por Dios, Franta —dije y creo que gritaba—; por ese Dios en el que vos no crees y que acaba de nacer para todos los hombres, yo te juro que toda mi fortuna servirá para que vuelvas a tu tierra. Es mi reconciliación con el mundo. Vas a volver, viejo, y vas a volver como un hombre.

La Nochebuena se ardía. Pitos, sirenas y campanas se mezclaban con los perfumes nocturnos y entraban en tumulto por la ventana abierta. A nadie le importaba, es cierto, el judío recién nacido que pataleaba en el pesebre, pero todos querían gozar del minuto de felicidad que les ofrecía, él también, con su prodigiosa mentira. En la tierra, bajo la Estrella, los hombres de buena voluntad se emborrachaban como cerdos y daban alaridos.

Franta me miró un instante. Sus ojos brillaban desde lo más profundo, con un brillo que ya no olvidaré nunca: me creía. Me creía ciegamente. En un arrebato de gratitud incontenible me besó las manos y balbuceó llorando:

—No te olvidaré mientras viva.

Me había tuteado. Era un hombre: yo había cumplido mi obra.

Su cabeza cayó pesadamente sobre la mesa. Estaba borracho de alcohol y de sueños. En esa misma posición se quedó dormido. Soñaba que volvía a la pequeña aldea de colinas grises y acariciaba unos cabellos rubios y miraba unos ojos tan claros como el cielo del mediodía.

Con todo cuidado, retiré mis manos de entre las suyas y me levanté, tambaleante. Tu cabeza era suave y blanca, viejo; yo la había acariciado.

Después levanté el pesado candelabro de plata. Amorosamente, con una ternura infinita, poniendo toda mi alma en aquel gesto, y sin meditar más la idea que desde hacía un segundo me obsesionaba, dije: Feliz Nochebuena, Franta. Y le aplasté el cráneo.

Volvedor

A Julio Cortázar

y a usted, Borges,

y perdón si los salpiqué.

I

El oficio de guapo es un oficio como cualquier otro. El coraje, ahora lo sé, tiene la paciencia larga; necesita práctica. Hay que adiestrarse en la mirada torva, ladina, en el gesto pausado, en el áspero monosílabo hecho de ambigüedad y amenaza para llegar con exactitud, si la Virgen lo permite (porque la destreza de la mano depende, en la mitad de los casos, de un secreto favor suyo), para llegar, repito, a la decisiva matemática de dos puñaladas en un boliche o un patio.

Esto lo sé porque yo soy Evaristo Garay. Antes, cuando me daba por la literatura, cuando era pálido y usaba anteojos gruesos, de carey negro, y leía a lord Dunsany, me llamaba de otro modo. Y muchos me han visto discutiendo de carburadores y metempsicosis en La Biela Fundida, en Palermo, o sentado en la Jockey frente a un mazagrán, asegurando que Borges —con licencia— nunca vio un orillero de verdad ni en foto, pero escribir, escribe lindo. Estaba diciendo, digo, que ahora me llamo Evaristo Garay, el que supo sentarlo de un planazo al comisario Bozzano en la casa de baile de María Sosa, allá en San Pedro; el mismo Evaristo Garay que ahora se juntó para siempre con la Rosario; yo (devoto de la Virgen de Pompeya), que anoche, en el almacén de Barbieri, maté de tres balazos en la cabeza al chino Aldazábal.

Todo empezó cuando el último verano caí desprevenidamente por Baradero y pregunté en un boliche de la costa si nadie conocía al chino:

—Busco al chino Aldazábal —dije, limpiándome los anteojos.

Siempre que estoy nervioso me limpio los anteojos, esto lo sé. Lo que no sé es por qué dije que buscaba al chino. En realidad yo venía a preguntar por un tal González y, aunque al principio me pareció lo mismo, después supe que no, que no era lo mismo. Porque yo, de entrada nomás, llegué y pregunté por Aldazábal.

El patrón me miró. Era un tipo impresionante; sus hombros, enormes, asomaban detrás del mostrador como dos moles; en el medio, rapada y poderosa, había una cabeza. Se quedó mirándome y después que se le fue el sueño levantó una ceja.

Si yo me hubiera ido entonces, antes que levantara la otra ceja, no habría pasado nada; pero yo no me fui y el monstruo, sorprendido, levantó la otra ceja. Sorprendido o asustado. O contento. Después abrió la boca y se enojó con mi madre. Pero no se enojó: lo dijo como si yo acabara de hacerle una secreta broma y él la estuviera festejando. A su modo, claro. Luego, abrazándome por encima del mostrador, me juró que los años no pasaban para mí, para Evaristo Garay, que él sabía que yo iba a volver aunque Aldazábal hubiera dicho que me balearon en la frontera, y que nunca me habría reconocido con esas ropas de cajetilla, a no ser —según aseguró— por esta pinta de rufián que Dios me ha dado, y que Barbieri no se olvida de los amigos.

Ya he dicho que en ese entonces yo era algo literato; por lo tanto, nunca fui demasiado original. De inmediato pensé: sueño. Pero los brazos de Barbieri, fraternal y peligrosamente me demostraron que no, que no era un sueño. Más tarde supe que era algo mucho más vertiginoso que un sueño, pero, por el momento, sólo sentía que el gigante me estaba haciendo mal en la espalda. En la cicatriz esa que tengo en la espalda.

—Ellos cruzaron a Gualeguaychú —dijo después—. Fueron a traer la medicina.

Y se rió. Yo también me reí; esto, al menos, lo entendía: la medicina eran drogas. Yo había venido al bajo justamente por eso. Estaba escribiendo una nota con contrabandistas, subprefectura y moraleja social. Necesitaba documentarme. El comisario de San Pedro me había dicho que, en la ribera de Baradero, un tal González —el chajá, que le decían— “operaba en esos chimisturrios”, que si me animaba, fuera: él, lo más que podía hacer era prestarme un vigilante. Yo dije gracias y acá estaba. Y ya había decidido volverme cuando sucedieron dos cosas: el gigante que me alcanza un vaso de ginebra; yo, desprevenido, que me la tomo quién sabe por qué, por darme ánimos tal vez, y una puerta que se abre, arriba, en el remate de la escalera.

—Mira —dijo Barbieri.

Miré y la vi por primera vez; era la Rosario. La Rosario que en seguida me reconoció y dijo vos acá, Evaristo, y me miraba tierna, tan tierna que yo, a causa de la ginebra y de esa ternura, dije que sí, que estaba ahí, de vuelta. Y antes de que pudiera agregar nada, ella se encerró en la pieza, como si fuera a llorar.

El patrón seguía sonriendo; me alcanzó otra ginebra y se quedó estudiándome. No sé si por taparme la cara (porque ahora yo no quería explicar nada) o porque la ginebra, aunque marea, siempre me gustó, me llevé el vaso a la boca y me lo tomé. Me asombró un poco mi propia voz:

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