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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Cuento de muerte (29 page)

Anna no contestó durante un momento. Luego clavó su habitual mirada desafiante en la cara de Fabel.

—¿Soy yo, o es una endemoniada coincidencia el hecho de que se parezca tanto a Paul Lindemann? Comenzaba a preguntarme si nosotros también temamos nuestro propio «niño cambiado».

La broma de Anna enfureció a Fabel y él no contestó inmediatamente. Caminaron hasta el BMW de Fabel. El apagó la alarma, destrabó las puertas con el mando a distancia y luego apoyó un codo en el techo del coche, mirando a Anna.

—Yo no recluto agentes por motivos sentimentales, Kommissarin Wolff. —Fabel hizo una pausa y luego se echó a reír. Sabía a qué se refería ella. Hermann tenía el mismo aspecto delgado, desgarbado y el mismo color arenoso en el pelo que Paul Lindemann, el agente que habían perdido—. Es cierto que se parece un poco, ¿no? Pero él no es Paul. Y lo recluté sólo por sus propios méritos y potencial. Necesito que trabajes con él. Está tanto en tus manos como en las mías desarrollar ese potencial, sacar lo mejor de él. Y, antes de que lo digas, no te estoy pidiendo que seas su niñera. Sólo que él tiene mucho que aprender y quiero que lo ayudes, no que le pongas obstáculos. Y además tengo que decirte, a propósito, que tú también podrías aprender unas cuantas cosas de él.

Volvieron en coche hacia Winterhude y el Polizeipräsidium. El sol blanqueado por las nubes se oscurecía y se aclaraba, como si no estuviera seguro de qué clima darle a ese día. Anna permaneció callada la mayor parte del trayecto; luego, de pronto, dijo:

—De acuerdo,
chef
. Trataré de acercarme a Hermann. Sé que puedo ser insoportable a veces, pero todo lo que ocurrió el año pasado, lo de Paul, y que hirieran a Maria, me afectó. Paul era tan malditamente recto, tan meticuloso y preciso en todo lo que hacía, que me ponía muy nerviosa. Pero era una buena persona, un tipo honrado, y una siempre sabía cuál era la situación con él. —Hizo una pausa. Fabel no la miró directamente porque sabía que la dura y pequeña Anna no quería que él la viera consternada—. El estaba protegiéndome… —dijo, con la voz tensa—. Eso es lo que me mantiene despierta por las noches. Que él muriera tratando de que a mí no me pasara nada. Yo sobreviví y él no.

—Anna… —comenzó a decir Fabel, pero ella lo interrumpió, obligándose a hablar en tono normal.

—Le sugeriré a Henk Hermann que nos veamos para charlar. Ir a tomar una copa o algo así. Conocernos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, Anna.

Aparcaron en el Präsidium y Anna apoyó la mano en la puerta del coche pero no hizo ningún movimiento para salir. Clavó su franca mirada en Fabel.

—¿Por qué no Klatt? —preguntó abruptamente, y cuando Fabel la miró con una expresión confusa en la cara, añadió—: Estaba convencida de que le pedirías a Klatt que se incorporara al equipo. Creo que es probable que a él también se le ocurriera esa idea. ¿Por qué te decidiste en cambio por Henk Hermann?

Fabel sonrió.

—Klatt es un buen policía, pero no tiene lo que hace falta para ser un agente de la Mordkommission. Se obsesionó demasiado con Fendrich. No sé, tal vez Fendrich sea nuestro hombre, pero Klatt estaba demasiado cerrado para considerar otras alternativas. Si el asesino no es Fendrich, entonces es posible que, en aquellos primeros días de la investigación, tal vez incluso en las primeras horas, que son de vital importancia, Klatt no registrara algo en la periferia de su visión que podría haber cerrado la brecha entre él y el secuestrador de Paula.

—Por Dios,
chef
, eso es un poco fuerte. No había mucho en qué basarse. Klatt se centró más en Fendrich porque no había ninguna otra cosa ni persona en quien hacerlo.

—Según creyó él… Pero, en cualquier caso, como ya he dicho, es un buen policía. Pero me preguntas por qué he escogido a Henk Hermann y no a Robert Klatt. Tiene más que ver con lo que tiene de bueno Hermann que con lo que tiene de malo Klatt. Henk Hermann fue el primer agente que llegó a la escena del Naturpark. Estaba allí contemplando a dos víctimas en un minúsculo claro del bosque con las gargantas cortadas y lo primero que hizo fue sacar su foco de ese punto. Rápido. Hizo lo contrario que Klatt. Amplió su campo de acción y trabajó en dos direcciones al mismo tiempo: fue hacia atrás, desde la escena del descubrimiento al momento de la muerte, y hacia delante, hacia un radio en el que era probable que hubieran abandonado los coches. Y todo eso empezó con su reconocimiento instantáneo de que la escena era una pose. —Fabel hizo una pausa, inclinándose hacia delante y apoyando los antebrazos en el volante—. Estamos todos corriendo una carrera, Anna. Todos nosotros, en la Mordkommission. Y todo comienza en cuanto alguien da el pistoletazo de salida dejando a otro ser humano muerto. Henk Hermann fue el que empezó a correr más rápido. Es tan simple y tan complicado como eso. Y necesito que trabajes con él lo mejor que puedas.

Anna miró a Fabel atentamente durante un momento, como si estuviera considerando sus palabras; luego asintió.

—De acuerdo,
chef
.

37

Miércoles, 14 de abril. 21:30 h

SANKT PAULI, HAMBURGO

Max era un artista.

Su arte le importaba mucho, realmente mucho. Lo había estudiado como se debía, investigando sus orígenes, su historia, su evolución. Max era muy consciente del privilegio que representaba trabajar en el mejor de los medios posibles, el más noble y el más antiguo. El trabajaba en el mismo lienzo en que los artistas llevaban milenios trabajando, desde el principio de la cultura humana, incluso probablemente desde antes de que comenzaran a pintar en las cavernas. Sí, era un arte grande y noble. Y por eso a Max le irritaba tanto el hecho de que, justo cuando estaba trabajando, se le hubiera presentado una erección incontenible. Hacía todo lo que podía para apartar la mente de la tumescencia que presionaba contra el cuero de sus pantalones. Incluso intentaba concentrarse en los detalles de su trabajo pero, después de todo, era el más sencillo de los diseños, un corazón dentro de una corona de flores, y podría haberlo hecho dormido. Ni siquiera habría accedido a tatuarlo en el rasurado
mons pubis
de la prostituta a esa hora de la noche si no hubiera recibido una llamada telefónica de uno de sus mejores clientes de todos los tiempos, quien le había preguntado si podía pasar a verlo a las diez. Tenía que quedarse a esperarlo, de modo que cuando se presentó la prostituta él pensó que ya que estaba podría ganar algo de dinero en ese tiempo.

—¡Ayy!… Eso duele… —La joven y hermosa prostituta se retorció y Max tuvo que apresurarse a apartar la aguja de tatuado. Cuando lo hizo, las partes pudendas de la mujer se contorsionaron cerca de la cara de Max y él sintió que se endurecía un poco más.

—No tardaré mucho —dijo con impaciencia—. Pero debes quedarte quieta, o cometeré un error.

La chica lanzó una risita.

—¡Esto me va a dar mucha clase! —dijo, y luego se sobresaltó cuando Max volvió a aplicar la aguja en su piel—. Las otras chicas se hacen cosas sin ningún gusto, pero me dijeron que tú eras realmente bueno. Como un verdadero artista, o algo así.

—Me siento honrado —dijo Max, sin mucho convencimiento—. Sólo déjame terminar con esto. —Limpió la tinta y la sangre del tatuaje, y rozó con el pulgar los labios vaginales. La chica volvió a reírse.

—¿Sabes, cariño? Podríamos llegar a un acuerdo sobre el pago. Hago muy buenas mamadas, ¿sabes…?

Max le miró la cara. No podría tener mucho más de diecinueve años.

—No, gracias —dijo, volviendo a su trabajo—. Si no te molesta, prefiero el dinero.

—De acuerdo —dijo ella—. No sabes lo que te pierdes.

Max suspiró profunda y largamente cuando la chica se marchó, y trató de quitarse de la cabeza la imagen de aquel cono. Su cliente llegaría pronto y Max sintió una excitación anticipada; este tipo era un entendido. Max consideraba que el trabajo que había hecho para él era su obra maestra. El cliente se había negado cuando Max le pidió tomarle una fotografía. Y Max no había insistido. El tipo era enorme. Inmenso. Y no convenía discutir con él. Pero su tamaño era un atractivo añadido para Max. Significaba que había más superficie de piel. Y eso, a su vez, significaba que éste le había proporcionado el lienzo más grande en el que Max había trabajado.

Había tardado semanas, meses, para terminar la obra. El dolor que habría sentido su cliente debía de haber sido insoportable, con una superficie tan grande en carne viva e inflamada. Sin embargo siempre volvía, un día cada semana, insistiendo en que Max cerrara el taller y trabajara sólo con él, hora tras hora. Y ese cliente apreciaba verdaderamente lo que hacía Max. Sabía que había tenido que investigar. Estudiar. Prepararse. Mientras trabajaba, Max hablaba con su cliente sobre la nobleza de su arte; le contaba que él había sido un niño pálido, pequeño y enfermizo con talento artístico; que nadie le había prestado mucha atención. Le había explicado cómo, a los doce años, se había dispuesto, con una aguja y un poco de tinta india, a crear su primer tatuaje. En sí mismo. Le había hablado sobre el momento en que empezó a leer sobre el
Moko
, el arte del tatuaje de los maoríes de Nueva Zelanda. Los maoríes permanecían durante horas en una especie de estado de trance mientras el tatuador tribal, el
tohunga
, que tenía el mismo nivel que un doctor, les aplicaba la aguja golpeándola con un minúsculo mazo de madera. Para Max, los
tohungas
representaban el nivel máximo del arte del tatuaje: eran tanto escultores como pintores; no sólo pigmentaban la piel, sino que le cambiaban la forma, convirtiendo su arte en tridimensional, cincelando verdaderos pliegues y hondonadas en la piel. Y cada
moko
era único, especialmente concebido e individualmente realizado para su portador.

A las diez en punto de la noche sonó el timbre del estudio. Max corrió el cerrojo, abrió la puerta y delante de él apareció la silueta oscura e imponente de un hombre inmenso. Por un momento ocupó todo el umbral, cerniéndose sobre Max, antes de pasar junto a él y entrar silenciosamente en el estudio.

—Es una verdadera alegría volver a verlo —dijo Max—. Es un honor trabajar para usted… ¿Cómo puedo servirle esta noche?

38

Miércoles, 14 de abril. 21:30 h

DER KIEZ, HAMBURGO

Henk Hermann había aceptado de buen grado la invitación de Anna de ir a tomar algo después del trabajo, pero con un brillo de recelo en sus ojos.

—No te preocupes —le había dicho Anna—. No voy a violarte. Pero deja tu coche en el Präsidium.

Henk Hermann pareció incluso más incómodo cuando Anna arregló que un taxi los llevara al Kiez y los dejara en la puerta del pub Weisse Maus. Por lo general estaba repleto de clientes, pero a esa hora en un día entre semana no tuvieron problemas en encontrar una mesa. Anna pidió un cóctel
rye-and-dry
y miró a Henk.

—¿Cerveza?

Henk levantó las manos.

—Será mejor que me limite a…

—Un
rye-and-dry
y una cerveza, entonces —le dijo al camarero.

Hermann se echó a reír. Miró a la muchacha bonita y menuda que tenía delante; podría haber sido cualquier cosa excepto una mujer policía. Sus grandes ojos oscuros estaban realzados por una sombra de ojos un poco exagerada. Sus labios carnosos y en forma de corazón llevaban un lápiz labial rojo como un camión de bomberos. Tenía el pelo negro corto y lo había modelado con gel dándole una forma casi puntiaguda. Ese aspecto, sumado a su acostumbrada combinación punk-chic de camiseta, téjanos y una chaqueta de cuero que le iba grande parecía especialmente preparado para darle la apariencia de una chica dura. No daba resultado: esos elementos, juntos, conspiraban para acentuar su feminidad de niña. Pero, según Henk había oído, sí era dura. Realmente dura.

Anna inició una charla sobre temas sin importancia y sin demasiado entusiasmo mientras esperaban la bebida. Le preguntó a Henk qué pensaba de la Mordkommission, qué tenía de diferente con su tarea como SchuPo, y formuló otras preguntas azarosas y poco inspiradas. Los tragos llegaron a la mesa.

—No tienes que hacer esto, ¿sabes? —Henk bebió un sorbo de su cerveza.

—¿A qué te refieres? —Anna enarcó sus oscuras cejas y al hacerlo su cara pareció la de una colegiala inocente.

—Sé que te caigo mal… Bueno, tal vez eso sea muy fuerte… Sé que no apruebas del todo que Herr Fabel me incorporara al equipo.

—Gilipolleces —dijo Anna. Se quitó la chaqueta de cuero y la colgó del respaldo de la silla. Al hacerlo, su collar se salió de debajo de la camiseta. Ella volvió a acomodarse en la silla y se metió el collar otra vez debajo de la camiseta—. Él es el jefe. Sabe lo que hace. Si dice que tú eres adecuado para el trabajo, eso me basta.

—Pero no estás contenta con la decisión.

Anna suspiró. Bebió un gran sorbo de su trago, una combinación de bourbon y ginger ale.

—Lo siento, Henk. Sé que no te he dado la mejor de las bienvenidas. Es sólo que… Bueno, es sólo que me ha costado mucho sobreponerme a la muerte de Paul. Entiendo que Fabel te contó todo aquello…

Henk asintió.

—Bueno, sé que necesitamos que alguien ocupe su lugar. Pero que no ocupe su lugar, si entiendes a lo que me refiero.

—Lo entiendo. En serio —dijo Henk—. Pero, para ser honesto, no es mi problema. Es una historia de la que no formo parte. Tú tienes que aceptar que he entrado en este equipo para hacerlo lo mejor que pueda. No conocí a Paul Lindemann ni tomé parte en aquella investigación.

Anna bebió otro sorbo y frunció la nariz cuando el alcohol bajó por la garganta.

—No. Te equivocas. Sí eres parte de aquella historia. Si eres parte del equipo, eres parte de lo que le ha ocurrido al equipo. Y aquella noche, en los Altes, todos cambiamos. Yo, Maria, sólo Dios sabe lo mucho que cambió Maria allí, incluso Werner y Fabel. Y perdimos a uno de los nuestros. Todavía estamos, todos nosotros, enfrentándonos a ello.

—De acuerdo. —Henk se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre la mesa—. Cuéntamelo.

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Miércoles, 14 de abril. 21:30 h

EPPENDORF, HAMBURGO

Fabel no tuvo que buscar el apartamento de Heinz Schnauber. Conocía muy bien Eppendorf; el Institut für Rechtsmedizin estaba ubicado en la Universitätklinikum Hamburg-Eppendorf, y el apartamento de Schnauber se encontraba en uno de los elegantes Wohnhäuser del siglo XIX sobre la Eppendorfer Landstrasse, una calle con mucha clase.

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