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Authors: León Tolstói

Tags: #Cuento

¿Cuánta tierra necesita un hombre? (4 page)

VIII

L
os bashkirios se reunieron y partieron, unos montados a caballo y otros en carros.

Pajom cogió un azadón y se instaló en su propio carro, acompañado de su trabajador. Cuando llegaron a la estepa, empezaba a amanecer. Subieron a una colina, que en bashkirio se llama
shijan
. Se apearon de los carros, descabalgaron y se reunieron. El jefe se acercó a Pajom y, señalando la estepa con la mano, dijo:

—Toda la tierra que abarcas con la vista es nuestra. Elige la que quieras.

Los ojos de Pajom resplandecieron: toda la tierra estaba cubierta de hierba, era lisa como la palma de la mano y negra como la semilla de la amapola; en las hondonadas se veían hierbas de distintas clases, que llegaban hasta el pecho.

El jefe se quitó el gorro de piel de zorro y lo dejó en el suelo.

—Esta será la marca —dijo—. Partirás de aquí y aquí volverás. Y toda la tierra que recorras será tuya.

Pajom sacó el dinero, lo puso sobre el gorro, se quitó el caftán y se quedó solo con la chaqueta sin mangas; luego se ciñó bien el cinturón bajo la panza, se estiró, se metió en el seno una bolsa de pan, ató al cinto una garrafa de agua, se ajustó las botas, cogió el azadón de manos de su trabajador y se dispuso a partir. Estuvo un momento pensando por dónde empezar, pues toda la tierra le parecía buena. «Da lo mismo —decidió—: iré hacia levante.» Se colocó de cara al sol y, desperezándose, esperó a que despuntase en el horizonte. «No debo perder ni un segundo se dijo. Con la fresca se camina mejor.» En cuanto surgió el sol, Pajom se echó el azadón al hombro y se internó en la estepa.

Caminaba con paso intermedio, ni deprisa ni despacio. Después de recorrer una versta, se detuvo, cavó un agujero, puso un montón de hierba sobre otro para que se viese bien, y siguió adelante. Había entrado en calor y se movía con mayor ligereza. Al cabo de un rato, cavó otro agujero.

Pajom miró a su alrededor. A la luz del sol se veía bien la colina y la gente que estaba allí, así como el destello de las ruedas de los carros.

Pajom intuyó que había recorrido ya unas cinco verstas. Sintió calor, se quitó la chaqueta, se la echó al hombro y siguió adelante. Recorrió otras cinco verstas. El calor apretaba. Echó un vistazo al sol: era hora de desayunar.

«Ha transcurrido ya el primer cuarto de la jornada —se dijo Pajom—. Aún es pronto para dar la vuelta. Voy a descalzarme.» Se sentó, se quitó las botas, se las ató al cinto y reemprendió la marcha. Ahora iba más ligero. «Recorreré otras cinco verstas y luego giraré a la izquierda —pensó—. Este lugar es muy bueno y da pena dejarlo. Cuanto más avanzas, mejor es.» Y siguió en línea recta. Cuando se volvió, apenas pudo divisar la colina; los hombres parecían hormigas y se distinguía un leve resplandor.

«Bueno —pensó Pajom—, por esta parte he cogido bastante; hay que torcer. Además, estoy empapado en sudor y tengo sed.» Se detuvo, cavó un agujero un poco más grande, puso unos trozos de hierba, desató la garrafa, bebió y giró a la izquierda. Después de mucho caminar, llegó a un lugar cubierto de hierba más alta; el calor se volvió sofocante.

Empezaba a sentirse cansado; miró el sol y vio que era la hora de comer. «Tengo que descansar un rato», pensó. Pajom se detuvo y se sentó. Comió un poco de pan y bebió agua pero no se tumbó. «Si me tumbo, me quedaré dormido», se dijo. Estuvo sentado un rato y luego reanudó la marcha. Al principio caminaba a buen paso. La comida le había dado fuerzas. Pero hacía muchísimo calor y tenía sueño. Sin embargo, siguió caminando, mientras pensaba: «Aguanta unas horas y vivirás como un rey el resto de tu vida».

Caminó también mucho en esa dirección y estaba ya a punto de girar a la izquierda cuando vio que un poco más lejos había una hondonada húmeda; le dio pena dejarla. «Ahí se dará bien el lino», se dijo. Y siguió en línea recta. Atravesó la hondonada, cavó un agujero y torció, creando de ese modo una segunda esquina. Se volvió a mirar la colina: el calor lo había vuelto todo borroso; algo parecía estremecerse en el aire y a través de la neblina, apenas se vislumbraba a los hombres: debían de estar a quince verstas. «He cogido dos partes muy largas —pensó Pajom—. Esta tiene que ser más corta.» Caminó un poco en esa dirección, apretando el paso. Echó un vistazo al sol: estaba empezando a declinar, y de la tercera parte solo había recorrido dos verstas. Hasta el lugar de partida quedaban unas quince. «No —pensó—, aunque quede una parcela irregular, debo seguir en línea recta, sin coger demasiado. De todas formas, tengo tierra de sobra.» Cavó a toda prisa un agujero y se dirigió en línea recta hacia la colina.

IX

E
mpezaba a sentirse cansado. Estaba empapado en sudor y tenía los pies descalzos, llenos de heridas y magulladuras; las piernas apenas le sostenían. Le hubiera gustado descansar, pero no podía, pues no llegaría a tiempo antes del ocaso. El sol no esperaba; no hacía más que bajar y bajar. «Ah —pensó—, ¿no me habré equivocado y habré abarcado demasiado? ¿Y si no llego a tiempo?» Contempló la colina y echó un vistazo al sol: quedaba mucho para llegar al punto de partida y el sol estaba ya cerca del horizonte.

Siguió caminando, a pesar del cansancio, apretando cada vez más el paso. Pero por más que andaba, seguía estando lejos. Finalmente echó a correr. Arrojó la chaqueta, las botas, la garrafa y el gorro, quedándose solo con el azadón, en el que se apoyaba. «Ah —pensó— he sido demasiado codicioso y lo he echado todo a perder; no lograré llegar antes de la puesta del sol.» Y ese miedo hacía que respirara aún peor. Pajom corría, con la camisa y los pantalones pegados al cuerpo por el sudor; tenía la boca completamente seca. El pecho se le dilataba como el fuelle de una fragua, el corazón le latía como un martillo y no sentía ni sus propias piernas. Aterrorizado, Pajom pensó: «Mientras no muera de agotamiento».

Tenía miedo de morir, pero no podía detenerse. «He corrido tanto —se dijo— que, si me detengo ahora, dirán que soy tonto.» Siguió corriendo; cuando llegó más cerca oyó que los bashkirios chillaban y gritaban. Al oírlos, el corazón le latió aún más deprisa. Pajom hizo acopio de sus últimas fuerzas y siguió corriendo, mientras el sol se acercaba al horizonte, cubierto de niebla, grande, rojo, ensangrentado. Estaba a punto de desaparecer, pero ya no le quedaba mucho para llegar al punto de partida. Podía ver a los hombres en la colina, que agitaban los brazos y le animaban. Distinguía el gorro de piel de zorro en el suelo, con el dinero encima; el jefe estaba sentado en el suelo y se sujetaba la panza con las manos. Pajom se acordó de su sueño: «Tengo mucha tierra, pero quién sabe si Dios me dejará vivir en ella —pensó—. Ah, estoy perdido. No llegaré a tiempo».

Echó un vistazo: el sol había alcanzado la tierra; una de sus partes había desaparecido ya y la otra se recortaba como un arco contra el horizonte. Con las últimas fuerzas que le quedaban, Pajom aceleró el paso, inclinando tanto el cuerpo hacia delante que las piernas apenas conseguían seguirlo y a cada paso estaba a punto de caer. Justo cuando llegaba a la colina, se hizo de noche. Miró a su alrededor y vio que el sol ya se había puesto. Pajom gimió. «Todos mis esfuerzos han sido en vano». Estuvo a punto de detenerse, pero oyó que los bashkirios continuaban chillando; entonces se dio cuenta de que, aunque allí abajo reinaba la oscuridad, desde lo alto de la colina aún podía verse el sol. Pajom tomó aliento y subió corriendo por la ladera. En lo alto aún había luz. Lo primero que vio fue el gorro. Delante de él estaba sentado el jefe, riéndose a carcajadas y sujetándose la panza con las manos. Pajom se acordó de su sueño y gimió; las piernas le fallaron, cayó de bruces y alcanzo el gorro con las manos.

—¡Bravo! —gritó el jefe—. ¡Has ganado mucha tierra!

El trabajador de Pajom se acercó corriendo y quiso levantarlo, pero un reguero de sangre le corría por la boca: estaba muerto.

Los bashkirios chasquearon la lengua para expresar su tristeza.

El trabajador cogió el azadón, cavó una tumba lo suficientemente grande para alojar a su amo y lo enterró. Tres
arshines
de la cabeza a los pies le bastaron.

LEÓN TOLSTÓI
, (1928-1910). Novelista ruso, produndo pensador social y moral y uno de los más eminentes autores de narrativa realista de todos los tiempos.

Después de un breve y poco afortunado intento por mejorar las condiciones de vida de los siervos de sus tierras, se entregó a la disipada vida de la alta sociedad aristocrática moscovita. En 1851 decidió incorporarse al ejército. En el Cáucaso entró en contacto con los cosacos, que influyeron mucho en sus novelas cortas. Tolstói regresó a San Petersburgo en 1856, y se sintió atraído por la educación de los campesinos. Abrió en Yasnaia Poliana una escuela para niños campesinos en la que aplicó sus métodos educativos, que anticipaban la educación progresista moderna.

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