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ajom estaba muy satisfecho con su vida. Todo podría haber ido bien, pero los campesinos vecinos empezaron a hollar sus sembrados y sus prados. Les pidió por favor que no lo hicieran, pero no hubo manera: tan pronto los pastores dejaban pasar las vacas a los prados como los caballos que pastaban de noche entraban en sus sembrados. Al principio Pajom los echaba y perdonaba a los propietarios, pero luego perdió la paciencia y fue a quejarse al tribunal del distrito. Sabía que el comportamiento de los campesinos obedecía a su pobreza, que no lo hacían con mala intención, pero pensó: «No puedo dejar así las cosas; si no, acabarán con todo. Hay que darles una lección».
Así pues, con la ayuda del tribunal, les dio una lección y luego otra; uno o dos campesinos fueron condenados a pagar una multa. Sus vecinos empezaron a cogerle ojeriza; volvieron a causar estragos en sus campos, esta vez a propósito. Una vez uno de ellos entró en su bosquecillo y taló diez jóvenes tilos para aprovechar la corteza. Al pasar un día por el bosque, Pajom creyó ver algo blanco. Se acercó y vio los troncos por el suelo, al lado de los tocones. Si al menos hubiera cortado los de los bordes y hubiese dejado uno aquí y allá, pero el muy canalla había cortado uno detrás de otro. Pajom se enfureció. «Ah, si pudiera saber quién ha sido —pensó— ¡se lo haría pagar.» Tras darle muchas vueltas, llegó a la conclusión de que solo podía haber sido Siomka. Fue al patio de Siomka a echar un vistazo, pero no descubrió nada y acabó discutiendo con él. No obstante, plenamente convencido de su culpabilidad, puso una denuncia. Juzgaron a Siomka, pero el tribunal lo absolvió por falta de pruebas. Pajom se ofendió aún más y riñó con los jueces y con el jefe de la aldea.
—Estáis confabulados con los ladrones —dijo—. Si respetarais la justicia, no soltaríais a esos maleantes.
Pajom discutió con los jueces y con los vecinos, que le amenazaron con prender fuego a su casa. En definitiva, aunque Pajom tenía muchas más tierras, su posición era peor que antes.
Por esa época corrió el rumor de que la gente emigraba a lugares nuevos. «No tengo ninguna razón para marcharme de mis tierras —pensó Pajom—, pero si algunos de nuestros vecinos se fueran, viviríamos con más holgura. Me quedaría con sus tierras y ampliaría mis propiedades. Entonces viviríamos mejor. Ahora padecemos demasiadas estrecheces.»
Un día en que se hallaba en casa llamó a la puerta un mujik que pasaba por la aldea. Pajom le ofreció un lecho donde dormir, le dio de comer y charló con él. Entre otras cosas Pajom le preguntó de dónde venía. El mujik le dijo que venía de más allá del Volga, donde había estado trabajando. Poco a poco el mujik le contó que mucha gente se estaba estableciendo en aquellos lugares.
—Han venido campesinos de fuera, se han inscrito en el Registro y han recibido diez
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por cabeza —dijo—. Es una tierra tan buena que si siembras centeno crece paja, hasta alcanzar la altura de un caballo, y tan grueso que cinco puñados forman un haz. Un mujik pobre de solemnidad —añadió—, que llegó sin un céntimo en el bolsillo, ahora tiene seis caballos y dos vacas.
Muy excitado, Pajom, pensó: «¿Por qué pasar apuros y estrecheces aquí cuando se puede vivir mejor en otro lugar? Venderé mis tierras y mi casa y con ese dinero me estableceré y llevaré mi propia hacienda. Aquí, con tantas apreturas, no hay quien viva. Pero antes es preciso que vaya a enterarme de todo en persona».
Ese mismo verano preparó lo necesario y partió. Descendió por el Volga en un vapor hasta Samara y a partir de allí cubrió a pie unas cuatrocientas verstas. Llegó al lugar y comprobó que todo lo que había oído era cierto. Los campesinos vivían con holgura; cada hombre recibía diez
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y en el Registro inscribían de buena gana a los recién llegados. Si alguien llegaba con dinero, además de la parcela que se le asignaba, podía comprar, con derecho a perpetuidad, toda la tierra que quisiera. La tierra de mejor calidad se vendía a un precio de tres rublos la
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. ¡Podía uno comprar cuanto se le antojara!
Una vez enterado de todo, Pajom regresó a su casa en otoño y empezó a vender cuanto tenía. Vendió la tierra con beneficio, vendió la casa, vendió todo el ganado, se dio de baja en el Registro y, cuando llegó la primavera, partió con su familia a esos nuevos lugares.
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na vez allí, Pajom se inscribió en el Registro de una gran aldea. Ofreció de beber a los ancianos y puso en orden todos los papeles. Como su familia se componía de cinco personas, le entregaron cincuenta
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de tierra en campos diferentes, con los pastos aparte. Pajom se estableció y compró ganado. Ahora tenía tres veces más tierra que antes, contando solo la que le habían asignado. Y era una tierra estupenda para el cultivo del cereal. Su situación era diez veces mejor. Había gran abundancia de pastos y de tierras de labor y podía tener todo el ganado que quisiese.
Al principio, mientras se ocupaba de la construcción de la casa y de todos los preparativos, estaba muy contento; pero una vez que se acostumbró, también esa tierra le pareció poca. El primer año Pajom sembró trigo en la tierra asignada y obtuvo una buena cosecha. Le hubiera gustado sembrar más, pero había poca para distribuir y la que tenía ya no le servía, pues en esas regiones el trigo se siembra en tierras incultas o cubiertas de hierba; siembran un año o dos y luego dejan la tierra en barbecho hasta que vuelve a cubrirse de hierba. Eran muchos los que querían esa tierra y no había suficiente para todos. Así pues, surgían disputas. Los más ricos querían cultivarlas y los más pobres se las arrendaban a los comerciantes a cambio del pago de la contribución. Pajom quería sembrar más tierra. Al segundo año fue a ver a un mercader y arrendó tierras por un año. En suma, pudo sembrar más y obtuvo una buena cosecha, pero aquellas tierras estaban lejos de la aldea: había que cubrir quince verstas con los carros. Al cabo de algún tiempo Pajom advirtió que algunos campesinos-comerciantes de los alrededores vivían en granjas y se enriquecían. «No estaría mal si yo también pudiera comprar tierras a perpetuidad y construirme una granja —se dijo—. Así lo tendría todo a la puerta de casa.» A partir de ese momento Pajom no pensó en otra cosa.
Vivió de ese modo por espacio de tres años. Arrendaba tierras y sembraba trigo. Esos años las cosechas fueron buenas y Pajom empezó a ganar dinero. Vivía bien, pero le molestaba pagar cada año el arriendo de la tierra y tener que luchar por ella; porque, allí donde había una buena parcela, acudían enseguida otros campesinos y la acaparaban toda; así que, si no llegaba a tiempo se quedaba sin tierra para sembrar. El tercer año arrendó a medias con un mercader un prado de unos campesinos; habían empezado a ararlo cuando los campesinos les pusieron un pleito y el trabajo se perdió. «Si hubiera tenido mi propia tierra —pensaba—, no habría tenido que rendir cuentas a nadie y me habría ahorrado todos estos disgustos.»
Y empezó a informarse de dónde podía comprar tierra a perpetuidad. Al poco tiempo conoció a un mujik que había comprado quinientas
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, pero se había arruinado y las vendía a un buen precio. Pajom entabló negociaciones con él. Tras mucho regatear, se pusieron de acuerdo en una suma de mil quinientos rublos, mitad al contado y mitad a plazos. Habían cerrado ya el acuerdo, cuando un día un comerciante de paso se detuvo en casa de Pajom para dar de comer a los caballos. Bebieron un poco de té y charlaron. El comerciante le contó que venía de la lejana región de los bashkirios, donde había comprado cinco mil
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de tierra por mil rublos. Pajom le hizo algunas preguntas y el comerciante dijo lo siguiente:
—Solo hay que ganarse la voluntad de los ancianos. Les he regalado batas y alfombras por valor de cien rublos, además de una caja de té; y he dado vino a los que les gusta la bebida. De ese modo he comprado la tierra a veinte kopeks la
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—le enseñó el acta de compraventa y añadió—: La tierra está a la orilla de un río y toda la estepa está cubierta de hierba.
Pajom le hizo más preguntas y el comerciante dijo:
—Hay tanta tierra que no podrías recorrerla en un año. Y toda pertenece a los bashkirios, que son tan inocentes como corderos. Se puede conseguir la tierra casi de balde.
«¿Por qué voy a pagar mil rublos por quinientas
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—pensó Pajom— y a contraer una deuda, cuando con esa misma cantidad puedo conseguir allí toda la tierra que se me antoje?»