Crónicas de la América profunda (3 page)

En los tiempos previos a la destrucción de la espina dorsal del movimiento obrero, cuando podías tener un arma y ser liberal sin que eso supusiera una contradicción, los miembros de la izquierda política dieron todo su apoyo a estos trabajadores y se mantuvieron al pie del cañón recibiendo palizas junto a ellos a las puertas de las fábricas. Ahora prácticamente no existe nada que merezca el nombre de movimiento obrero, y numerosos integrantes de la izquierda se hallan cómodamente instalados en el seno de la verdadera clase media, la cual sólo acoge a un 20 o 30% de los americanos, como ya veremos. Desde esa perspectiva privilegiada, los liberales ven a los trabajadores blancos como unos tipos cabreados, belicosos, intolerantes y felices títeres del imperio americano, lo cual supone ignorar la pregunta de cómo llegaron a convertirse en eso, si es que realmente son tal como esos liberales los ven.

Así que tenemos eso que mi gente considera la «élite liberal», personas que todavía viven el sueño americano y gozan de una relativa seguridad económica. Sin embargo, los miembros de la élite liberal —que de verdad conforman una élite— no se ven a sí mismos como elitistas. Son una minoría formada abrumadoramente por ciudadanos blancos y universitarios, y sólo se mueven entre clones de sí mismos. Hasta donde alcanzan a ver, la vida en América consiste en ganar dinero, acceder a la mejor educación, adquirir una vivienda en propiedad y hacer amigos que resulten de utilidad en la vida profesional. ¿Alguien puede culparlos? El condicionamiento lo es todo. ¿Cómo podrían no creer en su propia experiencia o en lo que ven cada día, lo cual les hace pensar que sus privilegios son legítimos y merecidos?

Siguiendo con las mediciones en función del dinero y la melanina, en el otro extremo se encuentran los negros. Y a su lado los campesinos blancos de pocos recursos e incultos, descendientes de generaciones de campesinos pobres e incultos, agrupados en poblaciones de gente idéntica a ellos.

La clase media, tanto liberales como conservadores, depende por completo de mi gente, de esa multitud de personas infraeducadas, infrapagadas y sobreexplotadas. No soy un quejica: esto es una simple exposición de los hechos. Somos la razón de que la inflación no suba y las jubilaciones privadas de la clase media permanezcan estables. Mientras tanto, la clase obrera depende por completo del sistema de pensiones de la Seguridad Social, que a la larga será recortado drásticamente y privatizado por métodos poco transparentes, para ser puesto en manos de la clase propietaria con el fin de impulsar (de manera prodigiosa y en un ciclo de beneficio propio) el mercado de acciones, el cual está al servicio en primer lugar de las clases alta y media alta. Para los conservadores es fácil estar en contra de estos programas, ya que son personas que nacieron en el segmento superior de la sociedad y nunca los necesitaron. Para los liberales nacidos en familias igualmente ricas, oponerse a ellos resulta un poquito más difícil, moralmente hablando. Lo que uno hace es dar su apoyo a la medida de protección durante el cóctel, y más tarde regañar a Shaneesa o a Marta por haber dejado marcas sobre la superficie del mostrador de mármol cuando limpiaban los restos de bebidas de la fiesta.

Ningún demócrata o izquierdista parece llegar a ver con claridad que el afán de los teócratas obreros de alinearse con los defensores de la gran corporación y unir fuerzas en contra de los yuppies liberales no es más que puro deseo revanchista. En cambio, la clase obrera sí percibe cierto esnobismo por parte de esos liberales de salón. Pero ese esnobismo sólo emerge cuando se producen roces entre los ásperos límites de cada uno de esos dos mundos.

La mayor parte de las veces las clases media y alta apenas son conscientes de la existencia real de la clase obrera. Un ejemplo: mi propia capacidad para hablar del sistema de clases en América, y ser pagado por ello, parece una demostración de la porosidad de ese sistema. Pues yo vivo de hablar de los casi cuarenta y cinco millones de trabajadores que nos rodean, de esos ciudadanos de esta nación que reparan nuestros coches, asfaltan nuestras calles y sirven en nuestras mesas. Como me dijo un jefe de redacción, el prototipo del buen liberal neoyorquino: «Es como si tu gente perteneciera a una cultura exótica, como si vinieras de Yemen o algún lugar parecido».

No quisiera contribuir a reforzar la falsa imagen del pijo progre creada por la ideología
neocon,
y que habla de un tipo que se alimenta de queso Brie, bebe cerveza importada y conduce una mariconada de Volvo. Yo he hecho todo eso y cosas aún peores —excepto lo del Volvo, que nunca me he podido permitir—. Por otra parte, si la América liberal ha sido algo pagada de sí misma, mis hermanos de clase obrera han sido definitivamente estúpidos al dejarse engañar por elementos como Karl Rove, Pat Robertson y la falsa piedad de George W. Bush.

El hecho es que liberales y trabajadores se necesitan mutuamente para sobrevivir a la creciente calamidad económica que hemos heredado de un régimen que prometía «dirigir este país como una empresa». Tarde o temprano, pese a la victoria de los demócratas en las elecciones celebradas a mitad del mandato en 2006, la izquierda tiene que enfrentarse de cara y de forma sincera con los americanos que no necesariamente comparten sus prioridades, y en especial con los que no han acudido a las urnas, para volver a ser una fuerza relevante para la América trabajadora. Porque si la izquierda no aspira a cierta equidad entre las clases, que alguien me explique de qué va.

Con todo esto en mente, me gustaría acercar al lector a esas vidas de la América profunda, aproximarme a ellas hasta verlas más de cerca de lo que nuestros medios de comunicación jamás se han atrevido a aproximarse; llevarle a conocer a esa gente cuyos hijos han elegido Iraq como destino para su viaje de fin de curso, esas personas que, aunque están a dos días de quedarse sin techo, todavía siguen aferrándose con orgullo a la idea de que son americanos de clase media. En lo que podría leerse como una serie de crónicas estrechamente interrelacionadas, arrancaremos con una noche en el Royal Lunch, una de las tabernas locales, donde el lector conocerá a Dottie y a Dink, y al resto de la buena gente trabajadora que llena estas páginas. Luego seguiremos con algunos empleados de la sede local de Rubbermaid, y de esta forma lanzaremos una atenta mirada sobre el papel que desempeña la globalización en la vida de estos ciudadanos. En el capítulo 3 compraremos una caravana y en el siguiente nos instalaremos en el corazón de la cultura de las armas, un territorio que muy pocos defensores del control de las armas de fuego se han tomado la molestia de visitar. Después de nuestro encuentro con los aficionados a los rifles quedará claro por qué los grupos antiarmas de este país nunca consiguen imponerse. Estos americanos aman esos artefactos por razones culturales —aunque no siempre reconfortantes— perfectamente legítimas que se remontan sin duda a aquellas hordas de calvinistas escoceses de la frontera, hombres endurecidos por la guerra que vinieron a América dispuestos a exterminar alegremente a «los paganos emplumados y pintarrajeados». En los últimos años hemos visto a sus descendientes combatiendo en Iraq y pidiendo al clero que bendijera sus armas y sus cuerpos con la sana intención de dedicarse a eliminar nuevos obstáculos que entorpecen el recto camino de la democracia. Para entender por qué están convencidos de que ésa es la voluntad de Dios, invito a leer el capítulo 5, en el que presentaré a algunos cristianos que desean un Estado teocrático. En el capítulo 7 visitaremos una pequeña ciudad vecina, una de tantas en América pobladas de
gulags
para ancianos pobres y de las que nadie habla en la actualidad. Es ahí adonde irá a parar Dottie, la cantante de karaoke de mi ciudad. Esto será como abrir la caja de Pandora y mostrar cómo las mujeres casadas obreras son estafadas por la Seguridad Social y cómo los falsos hospitales sin afán de lucro controlan la asistencia sanitaria en Estados Unidos, faltando a su deber de atender a los enfermos no asegurados y de bajos ingresos al mismo tiempo que invierten miles de millones para llevar a la quiebra a pequeños hospitales locales y se abren balnearios y gimnasios de cientos de millones de dólares. Y ya en el último capítulo intentaré responder a las siguientes preguntas: ¿cómo diablos es posible que una parte del país sepa tan poco sobre la otra? En el teatro de la vida de América, ¿qué ilusión colosal nos tiene tan hechizados que ni siquiera podemos ver a quienes nos rodean, y mucho menos convencerlos de que no voten en contra de sus más valiosos intereses, o de los nuestros? A esta ilusión la llamo «el holograma americano».

Este libro está escrito desde una ciudad en pleno proceso de cambio, situada en Virginia. Pero la clase a la que pertenezco, estas personas —los que huelen como un cenicero cuando te los encuentras en el supermercado, se zampan una caja de Little Debbies mientras estiran las piernas y ofrecen alabanzas al Señor por una camioneta sin neumáticos de recambio— y tantas otras que se les parecen, viven en todos los estados de nuestro país. Quizá así la próxima vez que nosotros, la gente de izquierdas, nos encontremos con esa gente aparentemente necia, autodestructiva y obsesionada con Dios seamos capaces de entender sus problemas y la complejidad de sus existencias, y hasta ser lo bastante solidarios como para pagar de nuestro bolsillo un neumático de recambio recauchutado, por la sencilla razón de que sería un bonito gesto y seguramente haría que los fantasmas de Joe Hill, Eleanor Roosevelt y Mahatma Gandhi esbozaran una sonrisa.

1
SIERVOS AMERICANOS
El gueto blanco de los trabajadores pobres

73 vírgenes en el cielo árabe y ni una sola en este bar.

Pintada en el servicio de caballeros del Royal Lunch

Sólo se me ocurre una manera de conocer de cerca la vida de la clase obrera en ciudades como Winchester: a base de cerveza. Así que aquí estoy, sentado en el Royal Lunch, observando al gordo Pootie, en cuya camiseta se lee:
UN MILLÓN DE MUJERES MALTRATADAS EN ESTE PAÍS Y A LA MÍA SÓLO ME LA HE MERENDADO
. Que una inscripción como ésta no parezca especialmente ofensiva basta para hacerse una idea de la sensibilidad cultural y de género que prevalece en esta clase de barrios. Y el hecho de que Pootie pueda votar, poseer armas y comprar bebidas alcohólicas debería, seguramente, atemorizarnos. Por suerte, esta noche la cerveza barata americana me sirve de paliativo contra la ansiedad.

Por otro lado, la cerveza también es educativa y estimula la contemplación. Es lo que denomino «mi programa de aprendizaje a través de la bebida». He aquí un par de cosas que me ha enseñado el Royal Lunch:

  1. Nunca te arrejuntes con una mujer divorciada que tenga dos hipotecas a sus espaldas, por mucho que te jure que le has echado el mejor polvo de su vida.
  2. Nunca te comas una salchicha pasada por el urinario, por altísima que sea la apuesta.

Como puede ver el lector, el aprendizaje a través de la bebida nunca es aburrido. Pero cuando el karaoke llegó a los bares americanos, mi técnica cervecera de análisis de los grupos sociales se volvió infinitamente más divertida, sobre todo en este rincón del mundo en el que algunos participantes invierten largas horas en emperifollarse para sus tres minutos de estrellato semanales.

Observemos a Dink Lamp allá en la esquina, disfrazado de Waylon Jennings sin afeitar. Dink tiene cincuenta y seis años. No se ha ganado el derecho a la fama eterna en esta ciudad precisamente por su imitación de Waylon, que es un verdadero coñazo (al igual que sus intentos por imitar a otros cantantes de música country como Keith Whitley y Travis Tritt), sino más bien por la paliza que le propinó al chimpancé boxeador de la feria en 1963. Una proeza de considerable envergadura, ya que la fuerza de los chimpancés es varias veces superior a la de los humanos, y los primates entrenados para el pugilato se vuelven tan furiosos que hay que ponerles un bozal de acero. Todos los vejetes de por aquí juran que Dink aporreó a aquel chimpancé con tanta saña que el animal salió trepando por los barrotes de la jaula y no quiso volver a bajar, y así fue como Dink se ganó sus cien dólares. No sé si creérmelo. No estuve allí para verlo, ya que mi familia de cristianos ejemplares no aprobaba la asistencia a espectáculos de esa clase. Pero hay algo que no puede negarse: Dink es un tipo lo bastante duro para haber hecho algo así. (Para los lectores que se pregunten si la gente realmente tiene nombres como Dink y Pootie: ¡Joder, claro que sí! En Winchester, la ciudad protagonista de este libro, no sólo tenemos un Dink y un Pootie: también hay gente llamada Gator, Fido, Snooky y Tumbug, a quien simplemente llamamos Bug).

En cualquier caso, esta turba de ancianos de karaoke salidos del lumpen americano más atrabiliario te garantiza al menos unas versiones de
Good-Heart Woman,
o de
Coal Miner's Daughter
entonadas con tan escaso talento como con entusiasmo generoso y un sentimiento borrachuzo. Y cuando se trata de entusiasmo y sentimiento, lo mejor de esta ciudad es una mujer llamada Dottie. Dot tiene cincuenta y nueve años, pesa cerca de ciento treinta kilos y puede cantar las canciones de Patsy Cline casi tan bien como la propia Patsy. Dot interpreta
Crazy
y todas las demás canciones grabadas en vida por Patsy e incluso algunas que no llegó a grabar. Si Dot se sabe las canciones que Patsy no llegó a grabar es porque conoció a Patsy personalmente, al igual que muchos otros vecinos de Winchester, la ciudad donde Patsy Cline se crió. Sabemos cómo la trató la gente bien de la ciudad, sabemos que la llamaron puta borracha y cosas peores, y la manera en que fue desairada y denigrada en todos y cada uno de los momentos de su vida, y por el mundo de los negocios y la política locales. Pero Patsy, que no se tragaba la mierda de nadie y sabía maldecir usando palabras que harían sonrojar incluso a un comanche, era una de los nuestros. Una tía dura y profana. (Las palabrotas son para nosotros una forma de puntuación, como deben de haber notado ya los lectores). Patsy se crió a este lado del camino y fue víctima de todas las ofensas que la vida sigue infligiendo todavía a la gente trabajadora de por aquí. La suya fue una vida difícil.

La vida de Dot ha sido tan difícil como la de Patsy. Más, de hecho, porque Dot ha vivido el doble de años de los que Patsy Cline llegó a cumplir, y los aparenta. Para cuando los miembros de mi tribu llegamos a los sesenta, parecemos una pandilla de batracios hipertensos de rostro sonrojado pillados por sorpresa en mitad de un concurso de toses y gargajos. La verdad es que nuestro estado de salud es incluso peor de lo que parece. Los médicos nos dicen que tenemos sangre en el colesterol, y los polis nos dicen que tenemos alcohol en esa sangre. Fiel a nuestra especie, Dottie está inhabilitada para trabajar por una acumulación de problemas cardíacos, diabetes y otras enfermedades varias. Tiene la presión arterial tan alta que el doctor una vez pensó que el aparato se le había estropeado. Y, por si fuera poco, está quedándose ciega.

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