A ella, al intentar sonreír, le salió una forzada y tímida sonrisa. Miró a Maigret, después a su compatriota, y balbuceó en un francés casi ininteligible:
—Yo no…, yo… no comprender bien.
Y este esfuerzo bastó para sonrojarla hasta las orejas, mientras pedía auxilio con la mirada.
Eran una docena de hombres, todos con un pesado chaquetón de lana azul, gorra de marino y zuecos barnizados, pegados los unos a las puertas de la ciudad, apoyados los otros en unas bitas de amarre, y apuntalados los últimos sobre sus piernas, que unos anchos pantalones hacían monumentales.
Fumaban, mascaban tabaco, a menudo escupían y, de vez en cuando, una frase les hacía reír a carcajadas y darse palmadas en los muslos.
A pocos metros de ellos, los barcos. Detrás, la pequeña ciudad protegida por sus diques. Algo más lejos, una grúa descargaba carbón de un barco.
Al principio los hombres del grupo no descubrieron a Maigret, que paseaba a lo largo del warf, y el comisario tuvo todo el tiempo del mundo para observarlos.
Sabía que, en Delfzijl, a ese grupo lo llamaban irónicamente el Club de las Ratas del Muelle. Sin que nadie lo informara, habría adivinado que la mayoría de esos marinos pasaba el día en ese rincón, con lluvia o con sol, charlando perezosamente y estrellando el suelo de escupitajos.
Uno de ellos era propietario de tres clípers, unos hermosos barcos de vela y con motor de cuatrocientas toneladas, uno de los cuales estaba remontando el Ems y no tardaría en entrar en el puerto.
Había personas menos acomodadas, un calafate que no debía de calafatear gran cosa, y también el encargado de una esclusa abandonada, que llevaba una gorra del Gobierno.
Pero uno de ellos eclipsaba a todos los demás, no sólo porque era el más grueso, el más ancho, el de cara más encendida, sino porque se le notaba que tenía una personalidad más fuerte.
Zuecos. Chaquetón. En la cabeza, una flamante gorra que todavía no había tenido tiempo de adaptarse a la cabeza y que por eso le quedaba ridícula.
El tipo era Oosting, más conocido como «el Baes», y fumaba una corta pipa de barro mientras escuchaba lo que contaban sus compañeros.
Sonreía vagamente. De vez en cuando apartaba la pipa de la boca para que el humo escapara más suavemente de los labios.
Un pequeño paquidermo. Un bruto macizo, aunque de ojos muy dulces, y algo a la vez duro y delicado en toda su persona.
Sus ojos estaban fijos en un barco de unos quince metros amarrado al muelle. Un barco rápido, bien diseñado, probablemente un antiguo yate, pero sucio y en desorden.
Le pertenecía y, desde donde estaba, su dueño podía ver a continuación el Ems con sus veinte kilómetros de anchura, el centelleo lejano del Mar del Norte y, en algún lugar, una banda de arena rojiza: la isla de Workum, el dominio de Oosting.
Caía la tarde y los resplandores de la puesta de sol enrojecían aún más la ciudad de ladrillo e incendiaban el minio de un carguero en reparación, cuyos reflejos se deshilachaban sobre el agua de la dársena.
La mirada del «Baes», que erraba suavemente sobre las cosas, consiguió en cierto modo incluir a Maigret en el paisaje. Las pupilas, de color azul verdoso, eran diminutas. Permanecieron fijas en el comisario durante un buen rato; después el hombre vació la pipa sacudiéndola contra su zueco, escupió, buscó en su bolsillo una vejiga de cerdo que contenía tabaco y se apoyó más cómodamente en el muro.
Desde ese instante, Maigret no cesó de sentir sobre él aquella mirada en la que no había ostentación ni desafío: una mirada tranquila y sin embargo preocupada, una mirada que medía, evaluaba y calculaba.
El comisario había sido el primero en salir de la comisaría, después de acordar una cita con el inspector holandés, Pijpekamp.
Any se había quedado allí, aunque no tardó en pasar por el muelle apresurada, con la cartera bajo el brazo y el cuerpo un poco inclinado hacia delante, como una mujer indiferente al ajetreo de la calle.
Maigret no la miró a ella, sino al «Baes», que la siguió largo rato con los ojos y, con la frente algo más arrugada, se volvió después a Maigret.
Entonces, sin saber muy bien por qué, éste avanzó hacia el grupo. Los hombres enmudecieron y diez rostros se giraron asombrados hacia él.
Se dirigió a Oosting.
—Perdón. ¿Comprende usted el francés?
«El Baes» no contestó y pareció reflexionar. Un marino flaco, cerca de él, le explicó:
—
Frenchman. French-politie
.
Fue quizás uno de los minutos más extraños de la carrera de Maigret. Su interlocutor, vuelto un instante hacia su barco, pareció dudar.
Era evidente que tenía ganas de invitar al comisario a subir con él a bordo. En el barco se distinguía una pequeña cabina con tabiques de roble, con la linterna de cardán y la brújula.
Los demás esperaban. Abrió la boca.
Y de pronto se encogió de hombros como diciendo: «¡Es una idiotez!».
Pero no lo dijo. Con una voz ronca que salía de la laringe, pronunció:
—No entender.
Hollandsch. English
.
La silueta negra de Any, con su velo de luto, cruzó el puente del canal antes de tomar la orilla del Amsterdiep.
«El Baes» sorprendió la mirada que Maigret dirigía a su gorra nueva, pero no se inmutó. Una sombra de sonrisa se paseó por sus labios.
En ese momento el comisario habría dado lo que fuera por poder hablar con aquel hombre, en su idioma, sólo cinco minutos. Y su buena voluntad era tal que farfulló algunas sílabas en inglés, pero con un acento tan malo que nadie le entendió.
—¡No entender! ¡Nadie entender! —repitió el que había intervenido antes.
Los hombres reanudaron su conversación mientras Maigret se alejaba. Confusamente, sentía que acababa de rozar el corazón del enigma y que, debido a la imposibilidad de entenderse mutuamente, se apartaba de él.
Al cabo de unos minutos se dio la vuelta. El grupo de las Ratas del Muelle seguía charlando a la luz del crepúsculo y los últimos rayos de sol enrojecían la gruesa faz del «Baes», que no dejaba de mirar al policía.
Hasta ese momento Maigret, en cierto modo, había dado vueltas alrededor del crimen, dejando para el final la visita, siempre penosa, a una casa en duelo.
Llamó. Eran algo más de las seis. No había caído en la cuenta de que a esa hora los holandeses acostumbran a cenar y, cuando una sirvienta le abrió la puerta, en el comedor descubrió a las dos mujeres sentadas a la mesa.
Se levantaron a la vez y con la diligencia, un poco rígida, de colegialas internas bien educadas.
Vestían de negro de pies a cabeza. En la mesa había té, unas finísimas rebanadas de pan y embutidos. Pese al crepúsculo, la lámpara no estaba encendida, pero una estufa de gas, en la que se veía el fuego a través de las ventanillas de mica, las alumbraba.
Any dio en seguida el interruptor de la luz mientras la sirvienta iba a correr las cortinas.
—Discúlpenme, por favor —dijo Maigret—. Sobre todo, por llegar a la hora de la cena.
La señora Popinga, con un torpe gesto, le indicó un sillón y miró a su alrededor con cierto malestar mientras su hermana se retiraba al otro extremo de la habitación.
Era prácticamente el mismo ambiente que en la granja: muebles modernos, pero muy discretos; tonos apagados en una armonía distinguida y triste.
—Usted viene para…
El labio inferior de la señora Popinga se alzó ligeramente y ella tuvo que llevarse el pañuelo a la boca para reprimir un sollozo que estallaba de pronto. Any no se movió.
—Discúlpeme. Ya volveré —le dijo Maigret.
Ella, tratando de recuperar la compostura, le indicó que no. Debía de tener algunos años más que su hermana. Era de complexión grande, y más femenina que Any. De facciones regulares, tenía algunos granitos de acné en las mejillas y dos o tres cabellos grises.
Todos sus gestos revelaban cierta discreta distinción. Maigret recordó que era hija del director de un instituto, que hablaba correctamente varios idiomas y que era muy instruida. Pero eso no le impedía ser tímida, con la típica timidez de burguesa de ciudad pequeña, que se asusta por una nadería.
Recordó también que pertenecía a la más austera de las sectas protestantes y que presidía la mayoría de las asociaciones benéficas y los círculos intelectuales femeninos de Delfzijl.
Consiguió dominarse. Miraba a su hermana como para pedirle ayuda.
—¡Lo siento! Pero ¿no le parece increíble? Conrad, un hombre al que todo el mundo quería… —En un rincón, su mirada tropezó con un altavoz de la radio y estuvo a punto de echarse a llorar de nuevo—. Era su única distracción —balbuceó—. Y su bote, en verano, por las tardes, en el Amsterdiep. Trabajaba mucho. ¿Quién ha podido hacerlo?
Al ver que Maigret callaba, añadió en un tono más melifluo, como si la atacaran y tuviera que defenderse:
—No acuso a nadie. No sé. Yo no quiero creerlo, ¿me entiende? Fue la policía la que pensó en el profesor Duclos, porque salió con el revólver en la mano. Yo no sé nada. Es demasiado horrible. Alguien ha matado a Conrad, ¿y por qué? ¿Por qué a él? ¡Ni siquiera para robar! ¿Entonces…?
—Usted contó a la policía lo que vio por la ventana.
Ella se sonrojó una vez más. Seguía de pie, con la mano apoyada en la mesa del comedor.
—No sabía si debía hacerlo. Creo que Beetje no ha hecho nada, pero casualmente la vi. Me dijeron que cualquier detalle, por pequeño que fuera, podía servir para la investigación. Le pedí consejo al pastor y él me dijo que hablara. Beetje es una buena chica. Realmente, no se me ocurre quién… Sin duda fue alguien que debería estar en un manicomio. —No le costaba encontrar las palabras. Su francés era perfecto, matizado por un acento muy leve—. Any me ha dicho que ha venido usted desde París expresamente para investigar el asesinato de Conrad. ¿Es eso cierto?
Estaba más tranquila. Su hermana no se movía de su rincón y Maigret sólo la veía parcialmente gracias a un espejo.
—Quiere usted visitar la casa, ¿verdad? —Parecía ya resignada a ello. Sin embargo, suspiró—: ¿Le importaría ir con… Any?
Un traje negro pasó por delante del comisario. La siguió por una escalera adornada con una alfombra que parecía recién comprada. La casa, coqueta y que no tenía aún diez años, estaba construida con materiales ligeros, ladrillos huecos y abeto. Pero las pinturas que recubrían todos los revestimientos de madera daban frescura al conjunto.
Abrieron primero la puerta del cuarto de baño. La tapa de madera se hallaba sobre la bañera, convertida así en tabla de planchar. Maigret se asomó a la ventana, vio el cobertizo de las bicicletas, el huerto bien cuidado y, más allá de los campos, la ciudad de Delfzijl, donde pocas casas tenían planta baja y un piso, y ninguna tenía dos pisos.
Any esperaba en la puerta.
—Al parecer está usted realizando investigaciones por su cuenta —le dijo Maigret.
Ella, aunque se sobresaltó, no contestó, y se apresuró a abrir la puerta de la habitación del profesor Duclos.
Lecho de cobre. Ropero de madera de pino. Linóleo en el suelo.
—¿De quién era antes esta habitación?
Ella tuvo que hacer un esfuerzo para articular:
—Mía, cuando venía.
—¿Venía a menudo?
—Sí, yo…
Su turbación se debía a la timidez. Los sonidos morían en su garganta. Su mirada buscaba auxilio.
—Entonces, como el profesor estaba aquí, usted durmió en el despacho de su cuñado, ¿no es así?
Ella asintió y abrió la puerta. Había una mesa atestada de libros; entre otros, estudios recientes sobre compases giroscópicos y sobre pilotaje de barcos mediante ondas hertzianas. Unos sextantes. En la pared había fotos de Conrad Popinga en Asia, en Africa, con uniforme de primer teniente o de capitán.
Una panoplia de armas malayas. Esmaltes japoneses. Encima de unos caballetes, algunos instrumentos de precisión y una brújula desmontada que Popinga debía de estar reparando.
Un diván tapizado en reps azul.
—¿El dormitorio de su hermana?
—Al lado.
El despacho comunicaba a la vez con la habitación del profesor y con el dormitorio de los Popinga, aunque este último estaba decorado con mayor cuidado. Una lámpara de alabastro en la cabecera de la cama. Un tapiz persa bastante hermoso. Unos muebles de madera de las islas.
—Usted estaba en el despacho —dijo pensativamente Maigret.
Gesto afirmativo.
—Así pues, usted no podía salir sin pasar por el cuarto del profesor o por el de su hermana.
Nuevo gesto.
—El profesor estaba en su cuarto. Y su hermana también.
Ella abrió desmesuradamente los ojos y la boca, como si se sintiera estupefacta.
—¿Usted cree que…?
Maigret recorrió las tres habitaciones mascullando:
—¡Yo no creo nada! Busco. Descarto. Y, hasta el momento, usted es la única que puede ser lógicamente eliminada, a no ser que el profesor Duclos o la señora Popinga sea su cómplice.
—Usted, usted…
Pero él continuaba hablando para sus adentros:
—Es evidente que Duclos pudo disparar desde su habitación y también desde el cuarto de baño. La señora Popinga también habría podido entrar en el cuarto de baño. Pero el profesor, que entró en él inmediatamente después del disparo, no la vio allí. ¡Al contrario! La vio salir de su habitación unos segundos después.
¿No estaba perdiendo Any algo de su timidez? Gracias a esta exposición técnica, la estudiante prevalecía sobre la joven.
—Pudieron disparar desde abajo —apuntó ella, con la mirada más aguda y su cuerpo delgado completamente erguido—. El doctor dijo…
—Sin embargo, el revólver que mató a su cuñado es el mismo que Duclos llevaba en la mano. Tal vez el asesino lo arrojara al primer piso, por la ventana.
—¿Por qué no?
—¡Evidentemente! ¿Por qué no?
Y, sin esperarla, bajó la escalera, que parecía demasiado estrecha para él y cuyos peldaños crujían bajo su peso.
Encontró a la señora Popinga de pie, en el salón, casi en el mismo lugar en que la había dejado. Any lo seguía.
—¿Venía Cornelius a menudo?
—Casi cada día. Tenía clase tres días por semana, el martes, el jueves y el sábado. Pero los otros días también venía. Sus padres viven en las Indias. Hace un mes se enteró de que su madre había muerto, y ya estaba enterrada cuando recibió la carta. Entonces…