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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

Crimen en Holanda (10 page)

En el caso de Duclos, al contrario, la ebriedad se traducía en una palidez enfermiza.

—¡Una última copa, señores, y nos iremos a interrogar a ese pobre muchacho!

La botella estaba en la mesa. Cada vez que Maigret servía, la señora Van Hasselt se mojaba la punta del lápiz en los labios y anotaba las consumiciones.

Una vez franqueada la puerta, se zambulleron en una atmósfera cargada de sol y de calma. El barco de Oosting estaba en su amarre. Pijpekamp se esforzaba por caminar mucho más erguido que de costumbre.

Sólo tenían que recorrer trescientos metros. Las calles estaban desiertas. Pasaron ante las tiendas, cerradas, pero limpias y surtidas como para una exposición universal a punto de inaugurarse.

—Será casi imposible localizar e identificar al marinero —dijo Pijpekamp—. Pero está bien que sepamos que él fue el asesino, porque así ya no sospechamos de nadie. Ahora mismo escribiré un informe para que Monsieur Duclos, su compatriota, quede totalmente libre.

Con paso no demasiado seguro, entró en las dependencias de la policía local, tropezó con un mueble y se sentó con demasiada contundencia.

No estaba exactamente borracho. Pero el alcohol le quitaba parte de la dulzura y de la amabilidad que caracteriza a la mayoría de los holandeses.

Con un gesto desenvuelto, pulsó un timbre eléctrico mientras echaba su silla hacia atrás. Se dirigió en holandés a un agente uniformado que desapareció y regresó al instante en compañía de Cornelius.

Aunque el policía lo recibió con exagerada cordialidad, el joven pareció no hacer pie al entrar en el despacho: su mirada se había fijado inmediatamente en Maigret.

—El comisario quiere preguntarle unas cuantas cositas —dijo Pijpekamp en francés.

Maigret no tenía prisa. Empezó a recorrer el despacho a lo largo y a lo ancho sacando pequeñas bocanadas de su pipa.

—Contéstame, mi pequeño Barens, ¿qué te dijo «el Baes» anoche?

El otro movió su delgada cabeza en todos los sentidos, como un pájaro asustado.

—Yo, yo creo…

—¡Bien! Voy a ayudarte. Todavía tienes un padre, allá en las Indias. Sería muy triste que le ocurriera algo, que tuviera problemas, no sé. Pues bien, te diré que un falso testimonio, en un caso como éste, se paga con unos cuantos meses de cárcel.

Cornelius se ahogaba, no se atrevía a moverse ni a mirar a nadie.

—Confiesa que Oosting te esperaba ayer en la orilla del Amsterdiep y te dijo que contaras a la policía lo que acabas de contar. Confiesa que nunca has visto al hombre alto y flaco merodeando en los alrededores de la casa de los Popinga.

—Yo…

Ya no tenía fuerzas para resistir. Estalló en sollozos. Se desplomó.

Maigret miró a Jean Duclos, y después a Pijpekamp, con esa mirada pesada pero impenetrable que hacía que lo tomaran por un imbécil. La mirada era tan mansa y calma que parecía vacía.

—¿Usted cree que…? —empezó a decir el inspector.

—¡Véalo usted mismo!

El joven, cuyo uniforme de oficial lo hacía todavía más poquita cosa, se sonó, apretó las mandíbulas para sofocar los sollozos y, finalmente, balbuceó:

—Yo no he hecho nada.

Lo contemplaron durante unos instantes mientras intentaba calmarse.

—Eso es todo —decidió finalmente Maigret—. Barens, yo no he dicho que hayas hecho algo. Simplemente, Oosting te pidió que contaras que habías visto a un extranjero en las proximidades de la casa, y que de ese modo salvarías a determinadas personas. ¿A quiénes?

—Juro por la cabeza de mi madre que «el Baes» no precisó… No lo sé, quisiera morirme.

—¡Pues claro! A los dieciocho años, uno siempre quiere morirse. ¿No tiene usted nada que preguntarle, señor Pijpekamp?

Este se encogió de hombros como queriendo decir que no entendía nada.

—Vamos, pequeño, ya puedes irse.

—Usted sabe que no es Beetje.

—¡Probablemente, no! Ya es hora de que vuelvas con tus compañeros a la escuela. —Lo empujó hacia fuera y gruñó—: ¡El siguiente! ¿Ha llegado Oosting? Por desgracia, no entiende el francés.

Sonó el timbre eléctrico. Al poco, el agente hizo pasar al «Baes», que llevaba en la mano su gorra nueva y la pipa apagada.

Tuvo una mirada, sólo una, para Maigret. Y, cosa extraña, era una mirada de reproche. Se quedó de pie delante de la mesa del inspector y lo saludó.

—¿Le importaría preguntarle dónde se encontraba a la hora en que mataron a Popinga? —dijo Maigret.

El policía tradujo. Oosting comenzó un largo discurso que Maigret no entendió, pero que quiso cortar:

—No. ¡Interrúmpale! Que responda en tres palabras.

Pijpekamp lo tradujo. Nueva mirada de reproche. Una réplica, inmediatamente traducida.

—Estaba a bordo de su barco.

—¡Dígale que no es verdad!

Maigret seguía yendo y viniendo con las manos a la espalda.

—¿Qué contesta a eso?

—¡Que lo jura!

—Bien. En ese caso, que diga quién le robó la gorra.

Pijpekamp se mostraba muy dócil. Ciertamente, la presencia de Maigret imponía.

—¿Qué dice?

—Estaba en su camarote echando cuentas. Por el ojo de buey vio unas piernas sobre la cubierta. Reconoció un pantalón de marinero.

—¿Y siguió al hombre?

Oosting titubeó, entornó los párpados, chasqueó los dedos y habló locuazmente.

—¿Qué dice?

—¡Que prefiere contar la verdad! Que sabe perfectamente que acabarán por reconocer su inocencia. Cuando él subió a la cubierta, el marinero se alejaba. Lo siguió de lejos y llegó al Amsterdiep, cerca de la casa de los Popinga. Allí el marinero se ocultó. Intrigado, Oosting esperó, oculto a su vez.

—¿Escuchó el disparo, dos horas después?

—Sí. Pero no consiguió alcanzar al hombre que huía.

—¿Vio entrar a ese hombre en la casa?

—Sí, en el jardín. Supone que trepó por el canalón hasta el primer piso.

Maigret sonreía. Una sonrisa vaga, feliz, de un hombre sin problemas de digestión.

—¿Identificaría al hombre?

Traducción. Encogimiento de hombros del «Baes».

—No sabe.

—¿Vio cómo Barens espiaba a Beetje y al profesor?

—Sí.

—Y como tiene miedo de ser acusado, y además quiso poner a la policía tras una buena pista, le pidió a Cornelius que hablara en su lugar.

—Eso dice él. Pero no hay que creerle, ¿verdad? Es culpable, eso está claro.

Jean Duclos se impacientaba. Oosting permanecía tranquilo, como un hombre al que ya nada puede sorprender. Pronunció una frase que el policía tradujo.

—Ahora dice que no le importa lo que hagamos con él, pero quiere que sepamos que Popinga era tanto su amigo como su bienhechor.

—¿Y qué piensa usted hacer?

—Mantenerlo a disposición de la justicia. Ha confesado que estuvo allí.

A causa del coñac, la voz de Pijpekamp era más fuerte que de costumbre, sus gestos más violentos, y sus decisiones también se resentían. Quería parecer tajante. Se hallaba ante un colega extranjero y pretendía salvar a la vez su reputación y la de Holanda.

Adoptó una expresión grave y pulsó una vez más el timbre para que acudiera un agente.

Luego, dando unos golpecitos en la mesa con el abrecartas, ordenó al agente que llegaba corriendo:

—Detengan a este hombre. ¡Llévenselo! Ya lo veré más adelante. —Lo había dicho en holandés, pero, por el tono que había empleado, no fue difícil entenderle. Después se levantó y explicó—: Voy a acabar de aclarar este caso. No olvidaré destacar el papel que usted ha desempeñado. Evidentemente, su compatriota está libre.

No podía imaginar que Maigret, viéndole gesticular y con los ojos brillantes, pensaba para sus adentros: «Mi pobre amigo, no sabes cuánto lamentarás lo que acabas de hacer cuando, dentro de unas horas, te hayas calmado».

Pijpekamp abrió la puerta, pero él comisario no se decidía a irse.

—Querría pedirle un último favor —dijo con una cortesía poco habitual.

—Lo escucho, mi querido colega.

—Todavía no son las cuatro. Esta noche podríamos reconstruir el crimen con todas las personas más o menos implicadas en él. ¿Quiere usted anotar los nombres? La señora Popinga, Any, Monsieur Duclos, Barens, los Wienands, Beetje, Oosting y, finalmente, el señor Liewens, el padre de Beetje.

—¿Qué hará?

—Repetir los hechos sucedidos a partir del momento en que la conferencia, que se pronunció en el Hotel Van Hasselt, terminó.

Hubo un silencio. Pijpekamp reflexionaba.

—Voy a telefonear a Groninga —dijo finalmente— para pedir consejo a mis jefes. —Y atento a la reacción de sus interlocutores, algo inseguro de la broma que iba a soltar, añadió—: Bien, faltará alguien: Conrad Popinga, que no podrá…

—Yo interpretaré su papel —lo interrumpió Maigret. Y salió, seguido de Jean Duclos, después de exclamar—: ¡Y gracias por su excelente almuerzo!

Maigret y las jóvenes

Para ir de la comisaría al Hotel Van Hasselt, el comisario evitó pasar por la ciudad y dio un rodeo por los muelles. Lo seguía Jean Duclos, cuyo paso, actitud y expresión rezumaban mal humor.

—¿Sabe que ahora todos lo odiarán? —balbuceó finalmente, mientras contemplaba la grúa en acción y cuyo gancho acababa de rozarle la cabeza.

—¿Por qué?

Duclos se encogió de hombros y dio unos pasos antes de contestar.

—¡De todos modos, no lo entenderá! ¡O bien no querrá entenderlo! Usted es como todos los franceses.

—Creía que compartíamos la misma nacionalidad.

—Sí, pero yo he viajado mucho, poseo una cultura universal y sé adaptarme al país adonde voy. Desde que usted está aquí, se ha precipitado hacia delante sin preocuparse por las contingencias.

—Por ejemplo, sin preocuparme por averiguar si se desea descubrir al culpable, ¿verdad?

Duclos se animó.

—¿Y por qué no? No se trata del crimen de un libertino. El autor no es un asesino o un ladrón profesional, no es un individuo al que necesariamente haya que encerrar para proteger a la sociedad.

—Y si fuera así…

Maigret, jovial, fumaba su pipa y caminaba con las manos detrás de la espalda.

—Mire —murmuró Duclos señalando el decorado que los rodeaba: la ciudad aseada y en orden como el aparador de una buena ama de casa, el puerto demasiado pequeño para que su atmósfera fuera áspera, las personas de rostro sereno y plantadas en sus zuecos amarillos. Continuó—: Todo el mundo se gana la vida. Todos son más o menos felices y, sobre todo, todos refrenan sus instintos, porque así es la regla, algo necesario si se quiere vivir en sociedad. Pijpekamp le confirmará que los robos son muy escasos, que quien roba un pan de dos libras no se escapa de pasar varias semanas en la cárcel. ¿Ve usted algún desorden? No hay vagabundos, no hay mendigos. Es la limpieza organizada.

—¡Y yo llego y destrozo la porcelana!

—¡Espere! En las casas de la izquierda, cerca del Amsterdiep, viven los notables, los ricos, los que ostentan algún poder. Todo el mundo los conoce. Está el alcalde, los pastores de la Iglesia, los profesores, los funcionarios, todos los que se ocupan de que la vida de la ciudad no se vea alterada, de que cada cual se mantenga en su lugar sin molestar al vecino. Creo que ya le he dicho que esas personas ni siquiera se permiten entrar en un café, porque darían mal ejemplo. Ahora bien, se ha cometido un crimen. Usted olfatea un drama de familia…

Maigret lo escuchaba contemplando los barcos, cuyas cubiertas se alzaban más altas que el muelle, como muros abigarrados, porque había pleamar.

—Ignoro la opinión de Pijpekamp, que es un inspector muy bien considerado. Pero yo sé que hubiera sido preferible para todos anunciar esta noche que el asesino del profesor es un marinero extranjero y que las investigaciones continuarán. Preferible para todos, para la señora Popinga y para su familia, especialmente para su padre, un conocido intelectual. También para Beetje y para el señor Liewens. ¡Pero, sobre todo, para el buen ejemplo! Para los habitantes de las casitas de la ciudad, que observan lo que ocurre en las grandes casas del Amsterdiep y que están dispuestos a imitarlos. Usted, usted quiere la verdad por la verdad, por la vanagloria de solucionar un caso difícil…

—¿Eso le ha dicho Pijpekamp esta mañana? También le habrá preguntado cómo se podría calmar mi manía por complicar las cosas. Y usted le contestó que, en Francia, a las personas como yo se las compra con un almuerzo y, si no, con una propina.

—No hemos sido tan precisos.

—¿Sabe usted lo que pienso, Monsieur Duclos?

Maigret se había detenido para saborear mejor el panorama del puerto. Un barquito utilizado como tienda iba de nave en nave, se acercaba a gabarras y veleros y, entre las detonaciones y humos de su motor de gasolina, vendía pan, especias, tabaco, pipas y ginebra.

—Lo escucho.

—Pienso que usted tiene la suerte de haber salido del cuarto de baño con el revólver en la mano.

—¿Qué quiere decir?

—¡Nada! Sólo repítame que no vio a nadie en ese cuarto de baño.

—No vi a nadie.

—¿Y no oyó nada?

Desvió la cara.

—No oí nada preciso, aunque tal vez tuve la impresión de que algo se movía debajo de la tapa de la bañera.

—¿Me disculpa? Veo que alguien está esperándome.

Y se dirigió a grandes pasos hacia la puerta del Hotel Van Hasselt, pues Beetje Liewens paseaba por la acera en espera de su llegada.

Ella intentó sonreírle, como las otras veces, pero su sonrisa carecía de entusiasmo. Se la notaba nerviosa. Después de llegar Maigret, seguía observando la calle como si temiera ver aparecer a alguien.

—Hace cerca de media hora que lo espero.

—¿Quiere entrar?

—En el café no, ¿entiende?

En el pasillo, el comisario titubeó un momento. Tampoco podía recibirla en su habitación, así que empujó la puerta de la sala de baile, amplia y vacía; allí las voces resonaron como en un templo.

A la luz del día, la sala tenía un aspecto apagado y polvoriento. El piano estaba abierto. Había una caja enorme en un rincón y sillas amontonadas hasta el techo.

Detrás, unas guirnaldas de papel que debieron de servir para un baile de sociedad.

Beetje conservaba su aspecto saludable. Llevaba un traje chaqueta azul, y su pecho, debajo de una blusa de seda blanca, era más provocativo que nunca.

—¿Ha conseguido salir de su casa?

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