—No si el conductor era joven.
—Ya, y, ¿qué habríais hecho en ese caso?
—Entonces lo habríamos hecho detenerse levantándonos la falda y haciéndole alguna proposición.
Wallander notó que había empezado a transpirar copiosamente, atormentado por el desparpajo imperturbable de la muchacha.
—¿Qué clase de proposición?
—¿¡Y tú qué crees!?
—Vamos, ¿qué habríais intentado seducirlo ofreciéndole una relación sexual?
—¡Qué puta manera de decir las cosas!
En ese momento, Lotberg se inclinó raudo para advertirle a la joven:
—No tienes por qué abusar de ese vocabulario soez.
Sonja Hókberg sostuvo la mirada de su abogado antes de responder:
—Yo soy tan soez como me da la real gana.
Lotberg se retrajo de nuevo a su posición inicial y Wallander retomó decidido su interrogatorio, que quería proseguir sin dilación.
—Bien, el caso es que el conductor resultó ser un hombre mayor. Hicisteis que detuviese el taxi y, ¿entonces?
—Pues yo le di con el martillo y Eva le clavó el cuchillo.
—¿Cuántas veces lo golpeaste con el martillo?
—No sé, unas cuantas. No las conté.
—¿No temías que muriese?
—Es que necesitábamos el dinero.
—Ya, pero no es eso lo que te he preguntado. Yo quiero saber si tú eras consciente de que podía morir.
Sonja Hókberg se encogió de hombros mientras Wallander aguardaba pero la joven no añadió nada más. El inspector no se sentía con fuerzas para repetir la pregunta en aquel momento.
—Bien, dices que necesitabais dinero, pero ¿para qué?
Entonces lo detectó de nuevo, un débil rayo de inseguridad empañó la mirada de la joven poco antes de que ésta respondiese:
—Ya te he dicho que no era para nada en especial.
—¿Qué ocurrió después?
—Le quitamos la cartera y el móvil, y nos fuimos a casa.
—¿Qué fue de la cartera?
—Nos repartimos el dinero y, después, Eva la tiró por ahí.
Wallander hojeó los informes de Martinson, según los cuales Johan Lundberg tenía seiscientas coronas en la cartera; la habían encontrado en una papelera a la que los habían remitido las indicaciones de Eva Persson. Por su parte, Sonja Hókberg se había reservado el teléfono móvil, que fue hallado en su domicilio.
Wallander detuvo la grabadora mientras Sonja Hókberg seguía sus movimientos con la mirada.
—Bueno, ¿puedo irme a casa ya?
—No —repuso Wallander—. Tienes diecinueve años, lo que significa que has incurrido en responsabilidad penal. Has cometido un delito grave por el que acabarás sometida a prisión preventiva.
—¿Qué significa eso?
—Que tendrás que permanecer aquí.
—Pero ¿por qué?
Wallander lanzó a Lotberg una mirada elocuente antes de ponerse en pie.
—Creo que tu abogado podrá explicártelo.
A continuación, el inspector abandonó la sala presa de un profundo malestar. Sonja Hókberg no había estado fingiendo. La joven estaba verdaderamente impasible ante sus propias acciones. Wallander entro en el despacho de Martinson, que le hizo seña de que se sentase mientras hablaba por teléfono. Wallander obedeció dispuesto a esperar. De repente, sintió una necesidad irrefrenable de fumar. Aquello no le sucedía con frecuencia, pero la entrevista con Sonja Hókberg había resultado un auténtico suplicio.
Martinson concluyó su conversación telefónica antes de preguntar:
—Bien, ¿qué tal ha ido la cosa?
—Es un elemento. Lo confiesa todo y permanece como un témpano.
—Pues lo mismo sucede con Eva Persson que, para colmo, no tiene más que catorce años.
Wallander dedicó a Martinson una mirada poco menos que suplicante.
—Pero ¿qué es lo que está sucediendo?
—¡Ojalá lo supiera!
El inspector notó que empezaba a indignarse.
—¡Qué cojones! ¡Si no son más que dos mocosas!
—Ya, y además ni siquiera parecen estar arrepentidas.
Ambos permanecían en silencio. Durante un segundo, Wallander sintió el más absoluto vacío. Al final, fue Martinson quien vino a quebrar la tensión del ambiente.
—¿No comprendes por qué me planteo tan a menudo el dejar esta profesión?
Wallander regresó de su abstracción.
—¿No comprendes por qué es tan importante que no lo hagas?
El inspector se levantó y se encaminó hacia la ventana.
—¿Cómo está Lundberg?
—Sigue estacionario, en estado crítico.
—Tenemos que llegar hasta el fondo de este asunto. Con independencia de que el taxista muera o no. Las chicas lo atacaron porque necesitaban dinero para algo en concreto, si es que no fue por algo totalmente distinto.
—¿En qué estás pensando?
—¡Qué sé yo! No es más que una intuición que me ha asaltado, la sospecha de que puede haber algo más grave sin que, por el momento, podamos entrever de qué se trata.
—De acuerdo, pero lo más probable es que el alcohol se les hubiera subido a la cabeza, ¿no crees? Y que luego hubiesen decidido hacerse con algo de dinero, sin detenerse a considerar las consecuencias.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Bueno, yo no creo que estuviesen realmente necesitadas de dinero.
—Puede que tengas razón —admitió Wallander—. Yo también he estado sopesando esa posibilidad, pero quiero saber si es la correcta.
Mañana hablaré con Eva Persson. Y con los padres. ¿Ninguna de las dos tiene novio?
—Eva Persson dijo que salía con un chico.
—¿Pero no Hókberg?
—No.
—Pues yo creo que miente. Sí que sale con algún muchacho. Y tenemos que localizarlo.
Martinson tomaba nota.
—¿Quién se hará cargo de esto, tú o yo?
Wallander no se lo pensó dos veces.
—Yo lo haré. Quiero saber qué es lo que está ocurriendo en este país.
—Por mí, encantado, con tal de poder zafarme de este caso.
—Bueno, no vas a librarte del todo. Ni tú, ni Hanson ni Ann-Brift. Tenemos que averiguar lo que se oculta tras esa agresión. En realidad, fue intento de homicidio. Y, si Lundberg llega a morir, será homicidio sin paliativos.
Martinson señaló los montones de documentos que inundaban su escritorio.
—Pues no sé cómo voy a tener tiempo para despachar todo lo que se me está acumulando aquí. Tengo pendientes algunas investigaciones de hace dos años. Ganas me dan, a veces, de hacérselo llegar todo al director general de la policía y preguntarle cómo quiere que lo resuelva.
—Rechazará tu protesta aduciendo que no son más que lamentaciones y mala organización. Y, en ese último punto, estoy parcialmente de acuerdo con él.
Martinson hizo un gesto de asentimiento.
—Sí, bueno, pero a veces se siente uno mejor sólo con quejarse.
—Sí, ya lo sé —convino Wallander—. A mí me ocurre algo parecido. Hace ya mucho tiempo que no realizamos todo el trabajo que debiéramos, así que tenemos que dedicarnos a seleccionar lo más importante. En fin, hablaré con Lisa.
Wallander estaba ya casi en el pasillo cuando Martinson lo hizo detenerse.
—Se trata de algo en lo que estuve pensando ayer noche: ¿cuándo fue la última vez que acudiste a unas prácticas de tiro?
Wallander hizo memoria.
—Pues hace casi dos años.
—Igual que yo. Hanson se dedica a entrenar por su cuenta, porque es miembro de un club de tiro. Ignoro qué hará Ann-Britt que, además, tiene fobia a los disparos desde los sucesos de hace unos años
[2]
. Sin embargo, según la normativa, hemos de recibir entrenamiento con regularidad y en horario laboral.
Wallander comprendía adonde quería ir a parar Martinson: la ausencia total de entrenamiento durante años no podía considerarse como «entrenamiento regular». Por otro lado, podía resultar peligroso en un enfrentamiento.
—¡Vaya! Pues no había pensado en ello —confesó Wallander—. Pero, ni que decir tiene que no es la situación ideal.
—Yo no creo que fuese capaz de alcanzar ni una pared —exageró Martinson.
—Ya. Tenemos demasiado trabajo y no podemos atender más que lo urgente, en el mejor de ios casos.
—Bueno, tú díselo a Lisa —insistió Martinson.
—Estoy seguro de que ella es consciente del problema —aventuró Wallander vacilante—. La cuestión es qué puede hacer para darle solución.
—¿Sabes? Yo aún no he cumplido los cuarenta y ya me sorprendo a mí mismo recordando los buenos tiempos de antaño, Al menos, eran mejores que el infierno laboral que vivimos en la actualidad.
Wallander fue incapaz de hallar una respuesta adecuada. Las lamentaciones de Martinson podían llegar a ser agotadoras, de modo que regresó a su despacho. Habían dado las cinco y media de la tarde. Se colocó junto a la ventana a contemplar la negrura del exterior pensando en Sonja Hókberg y en por qué aquellas dos chicas se habrían visto en una necesidad de dinero tan perentoria y en si, en realidad, no se escondería algo más tras aquel asunto. Después, el rostro de Anette Fredman emergió de pronto en su memoria.
Wallander se sintió sin fuerzas para seguir allí por más tiempo, pese a que no era poco el trabajo atrasado. Tomó su chaquetón y se marchó. Ya en la calle, quedó expuesto a las sacudidas del viento otoñal. Cuando arrancó el coche, el motor volvió a emitir aquel sonido extraño. Giró para salir del aparcamiento mientras pensaba que debería detenerse a hacer alguna compra, pues apenas tenía nada en el frigorífico, salvo una botella de champán que le había ganado a Hanson en una apuesta, cuyo motivo, por cierto, había olvidado por completo. Sin apenas reflexionar sobre ello, se detuvo ante el cajero automático junto al que un hombre había caído muerto la noche anterior. Aprovecharía además, para comprar en alguno de los grandes almacenes que había en la zona.
Una vez que hubo aparcado, se acercó al cajero. Había allí una mujer que, con su bebé en un cochecito, estaba sacando dinero. El asfalto era duro y rasposo. Wallander miró a su alrededor para comprobar que no había viviendas cerca, de lo que dedujo que, a medianoche aquel lugar aparecería desierto. Aunque las calles estuviesen bien iluminadas, ningún viandante podría ver ni oír a un hombre que cayese al suelo con un grito de dolor.
Wallander entró en el comercio más cercano y buscó la sección de alimentación. Como era habitual en él, lo invadió una abrumadora sensación de hastío a la hora de elegir qué comprar, de modo que llenó una cesta con lo más elemental, pagó su compra y se marchó a casa. El soniquete del motor parecía empeorar. Una vez en su apartamento, se quitó el traje oscuro. Después se dio una ducha y comprobó que apenas si le quedaba jabón. Entonces se preparó una sopa de verduras que, para su sorpresa, quedó bastante sabrosa. Hizo café y se llevó una taza a la sala de estar. Notó que estaba cansado. Durante unos minutos, cambió entre los distintos canales de televisión sin hallar ninguno interesante, por lo que se acercó el teléfono para llamar a Estocolmo y hablar con Linda. La joven compartía un apartamento de alquiler en el barrio de Kungsholmen con dos amigas a las que Wallander sólo conocía de nombre. Para ganar algo de dinero, su hija trabajaba de vez en cuando como camarera en un restaurante de la zona en el que Wallander había comido la última vez que estuvo en Estocolmo. La comida era excelente, pero le sorprendió que su hija aguantase trabajar con la música tan alta.
Luida tenía veintiséis años. Él consideraba que su relación seguía siendo buena, pero lamentaba que viviese tan lejos y añoraba la convivencia diaria.
Tras varias señales, saltó el contestador. Ni su hija ni ninguna de sus compañeras estaban en casa. Después de haber oído el mismo mensaje en inglés, Wallander dijo su nombre y añadió que sólo quería charlar un rato.
De manera que se quedó allí sentado, con el café ya frío.
«No puedo seguir llevando esta vida», se dijo irritado. «Tengo cincuenta años, pero me siento como un anciano sin fuerzas».
Entonces cayó en la cuenta de que debería dar su prescriptivo paseo nocturno. Se esforzó por hallar algún pretexto consistente para no hacerlo, más, por fin, se puso en pie, se calzó las zapatillas de deporte y salió a la calle.
A las ocho y media ya estaba de regreso. La caminata había surtido un efecto beneficioso, disipando el abatimiento que sentía antes de salir.
Ya en el interior del apartamento, sonó el teléfono. Wallander supuso que sería Linda, pero se trataba de Martinson.
—Acaban de llamar del hospital. Lundberg ha muerto —anunció.
Wallander quedó mudo.
—Eso implica que Hókberg y Persson son culpables de agresión con resultado de muerte —prosiguió Martinson.
—Exacto —confirmó Wallander—. Y eso significa, por añadidura, que se nos viene encima una de esas historias bien jodidas.
Acordaron que se verían al día siguiente, a las ocho de la mañana.
Después no les quedó mucho más que decirse.
Wallander pasó un rato sentado en el sofá mirando distraído las noticias. Oyó que el precio del dólar acusaba un alza progresiva… La única noticia que logró atraer su atención fue la historia de la compañía Trustor, por lo sencillo que parecía limpiar una sociedad de acciones de todas sus propiedades, sin que nadie hubiese tomado cartas en el asunto hasta que ya era demasiado tarde.
Linda no llamó aquella noche. Cuando dieron las once, Wallander se fue a dormir.
Sin embargo, tardó bastante en conciliar el sueño.
Cuando Wallander despertó, poco después de las seis de la mañana del martes 7 de octubre, sintió que le costaba tragar. Estaba empapado en sudor y no le cabía la menor duda de que estaba incubando un buen resfriado. Permaneció en la cama pensando que debería quedarse en casa; pero la sola idea de la muerte del taxista Lundberg, que se produjo la noche anterior como consecuencia de la brutal agresión sufrida, lo hizo salir de la cama. De modo que se dio una ducha y se tomó un café y un par de comprimidos antipiréticos antes de guardarse el frasco en el bolsillo. Además, no se marchó de casa sin antes obligarse a ingerir un tazón de yogur. La farola que divisaba desde la ventana de la cocina se balanceaba al fuerte viento otoñal. Estaba nublado y la temperatura no debía de ser muy alta. De ahí que Wallander fuese a su armario en busca de un jersey grueso. Después, permaneció unos instantes con la mano sobre el auricular del teléfono, indeciso sobre si llamar de nuevo a Linda; finalmente decidió que era demasiado temprano. Ya en la calle y sentado al volante, recordó que había dejado una nota sobre la mesa de la cocina. Había anotado en ella algo que debía comprar, pero no se acordaba de qué podía ser. Tampoco tenía ganas de pensar siquiera en volver a subir al apartamento para recoger la nota, por lo que decidió que, en lo sucesivo, dejaría un mensaje en su contestador de la comisaría cuando tuviese que comprar algo. De este modo, tan pronto como llegase al trabajo, podría escuchar qué necesitaba comprar.