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Authors: Alexander Kent

Tags: #Histórico

Corsarios Americanos (52 page)

BOOK: Corsarios Americanos
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Bolitho tragó saliva. La agonía del miserable Gallimore había producido tanta inquietud en el barco enemigo como en su propia dotación de presa.

—¡Un pobre herido! —explicó Moffit a voz en grito. El hombre casi tropezó al vacilar siguiendo un vaivén del bergantín, que había embestido una ola mayor de lo habitual; pero Bolitho sabía que fingía. Moffit era tan ágil como un gato. Eso servía de nuevo para ganar tiempo—. ¡Tuvimos un encuentro con los británicos! —vociferó el marinero—. ¡Perdimos un buen puñado de hombres!

El gemido se detuvo con una brusquedad dramática, como si al herido le hubiesen arrancado la cabeza de golpe.

—¿Y el capitán Tracy? —preguntó la voz desde el otro lado del agua—. ¿Está a salvo? Llevo órdenes para él, ¿me entiende?

—¡Él también está herido! —Moffit se agarró con su mano libre sobre los obenques. Luego relajó la presión de sus dedos para murmurar por encima del hombro—: Los dos cañones, señor. Sus servidores se han retirado.

Bolitho deseaba humedecerse los labios, o secar el sudor que perlaba su frente y caía sobre sus ojos, o hacer cualquier otro gesto para romper la tensión que acarreaban el vigilar al otro velero y esperar su acción. Moffit había visto lo que ni tan sólo se atrevía a desear. A lo mejor, debido a los aullidos de Gallimore, añadidos a la evidente confianza que mostraba Moffit y al hecho de que el
White Hills
era el barco que debía hallarse allí en aquel momento, el capitán del
Revenge
se había convencido de la ausencia de peligro.

Pero quedaba la cuestión de las órdenes destinadas a Tracy. Contendrían, probablemente, detalles relativos a un próximo encuentro, o noticias de un convoy de suministros desprovisto de escolta al que era fácil atacar.

El capitán del
Revenge
no tardaría en darse cuenta de su superior rango respecto al capitán del
White Hills
. En ausencia de Tracy, a él le correspondía decidir lo que había que hacer.

—Nos dirá que facheemos las velas para ponernos al pairo —explicó Bolitho en un murmullo—, y así se trasladará hacia aquí en un bote para hablar con Tracy y comprobar cómo se encuentra.

Quinn le observó con un semblante pétreo:

—¿Aprovecharemos entonces para virar de bordo, señor?

Bolitho lanzó una rápida ojeada al gallardete del tope del palo.

—En el mismo instante en que decida aferrar sus velas y virar hasta fil de roda, será nuestra oportunidad. —Se apartó para advertir a los servidores del cañón más próximo—. ¡Preparados, muchachos! —Vio que uno de los marinos, más voluntarioso que otra cosa, se estiraba para alcanzar una mecha lenta—. ¡Deje eso! ¡Espere a la orden!

—¡Vamos a fachear las velas! —explicó el vozarrón del capitán del
Revenge
—. ¡Me acercaré para…!

No alcanzó a decir nada más. De la escotilla de proa había surgido gateando el capitán Jonas Tracy, parecido a una criatura terrorífica que emergiera de una tumba con sus ojos salientes e inyectados de sangre y la agonía y la cólera pintados en sus facciones.

Llevaba una pistola en la mano. Abrió fuego contra el marinero que se abalanzaba para doblegarle. La bala acertó al hombre en la frente y le tumbó sobre su espalda sobre un charco de sangre.

El hombre no dejaba de aullar, su voz más poderosa que la de los hombres que se agrupaban a su alrededor:

—¡Haga fuego sobre esos canallas! ¡Destrúyanlos! ¡Es una trampa, estúpido!

Una serie de gritos y órdenes confusas llegaron desde la cubierta del otro bergantín. Inmediatamente las portas del costado se alzaron y de ellas surgieron, como hocicos de perros salvajes, los cañones.

Otro marinero corrió para atenazar a la vacilante figura que gritaba junto a la escotilla pero cayó abatido por un golpe de culata. Ese último esfuerzo bastó, sin embargo, para acabar con Tracy. La sangre brotaba por entre el amasijo de vendas que cubrían su hombro. Su semblante mostró una palidez cadavérica en cuanto intentó arrastrarse hasta el cañón más cercano. La vida parecía escaparse de su cuerpo.

La escena le pareció una pesadilla a Bolitho, que veía los acontecimientos sucederse uno tras otro pero también solaparse en el tiempo. Los aullidos de Gallimore habían distraído al centinela que vigilaba en su puesto junto a Tracy. ¿Quién podía culparle? La tremenda herida de Tracy hubiera bastado para matar a un hombre de resistencia mediana.

Luego, la voz del capitán del
Revenge
que dialogaba con Moffit debió, por alguna razón, sacar a Tracy de su sopor y empujarle a su súbita y violenta acción.

Ahora los motivos del hecho no importaban. Bolitho supo al instante que su arriesgado plan no iba a funcionar.

—¡Cañones fuera! —gritó.

Observó el esfuerzo de sus hombres tirando con todo el peso de los aparejos de los cañones. Las cuatro piezas rechinaron y surgieron por las portas ya abiertas. Era una acción desesperada.

—¡Fuego!

En el instante en que rugían las cuatro bocas en una salva desordenada, Bolitho aulló:

—¡Stockdale! ¡Todo el timón a la banda!

Stockdale y el otro timonel cargaron con todas sus fuerzas sobre los radios de la rueda. Bolitho desenfundó su sable sabiendo ya que nada, nada en el mundo podía cambiar aquel instante.

Oyó los gritos asustados de sus propios hombres mezclados con los estampidos de los mosquetes que escupían fuego desde el
Revenge
. Al instante, el
White Hills
respondió al esfuerzo de su timón y pivotó cual animal salvaje hacia el lecho del viento haciendo flamear sus velas en convulsa agitación. El otro velero parecía venir directamente contra su bauprés.

Se repetían los disparos aislados, propios o del enemigo, eso Bolitho lo ignoraba. El corría a toda velocidad hacia la proa. Resbaló sobre un charco de sangre al pasar junto al moribundo Tracy, ya muy cerca del punto del impacto.

El botalón embistió los obenques y estayes del
Revenge
con la furia de un colmillo. El choque estremeció el casco y la cubierta con la violencia de una embarrancada.

Todavía el viento, unido a la inercia del
White Hills
, ayudó a reunir los dos barcos, que se desplazaron enlazados y cada vez más rápidos en un estruendo ensordecedor de maderas rotas, vergas partidas por la mitad y cables cortados. Finalmente, los dos cascos se juntaron en un abrazo mortal.

A Bolitho le dolían los oídos por el fragor de las piezas de jarcia y velas rifadas que caían desde el mastelero del
Revenge
. El mastelero entero se desplomó luego en una montaña de lonas inmanejables, por entre el humo de los cañonazos, y añadió caos y destrucción a la escena.

Pero eso no le importaba. Una furia salvaje ardía en su interior y le impedía controlarse. Agitó en el aire la hoja de su sable y gritó a sus hombres:

—¡Adelante, muchachos! ¡A por ellos!

En un instante las caras despavoridas se transformaron en expresiones de ánimo. Los hombres respondieron. Corrieron todos en torrente hacia el castillo de proa mientras, desde popa, Frowd y su compañía de heridos disparaban a través del brazo dé agua con todas las armas que tenían a su alcance.

Un instante después tuvo la cubierta del velero enemigo bajo sus pies. A su alrededor todo eran ojos aterrorizados y gritos salvajes. Los hombres se abrían paso y pateaban para liberarse de las jarcias y astillas que les aprisionaban.

Una bayoneta cargó contra la avalancha de hombres y desplomó a un marinero, que cayó entre gritos hacia el humo y la superficie del mar. Bolitho se dejó caer con cautela hasta notar sus pies firmes sobre la cubierta y recuperar el equilibrio. A derecha e izquierda oía cómo sus hombres se lanzaban al abordaje. El hombre armado del mosquete con bayoneta se revolvió con furia y cargó contra él, pero Stockdale se adelantó y, tras agarrarle, estrelló el puño de su alfanje sobre su boca. Aprovechando el retroceso del hombre, Stockdale atizó un tajo sobre su cuello y acabó con él.

Si ver que el
White Hills
viraba de forma deliberada hacia ellos y les atacaba debía de haber sorprendido inicialmente a los norteamericanos, pronto la sorpresa de la colisión iba a dejar paso a una furia luchadora destinada a rechazar a los atacantes. Bolitho lo sabía pero procuraba no pensar en ello, como si fuese algo demasiado incontrolable.

En un instante, mientras se agachaba bajo una verga caída para golpear con el sable una pistola que apuntaba hacia alguien de su bando, Bolitho percibió una imagen del barco que había mandado durante unos días. La verga del mayor, caída sobre cubierta, se había partido en dos y parecía el arco roto de un guerrero gigantesco. Las lonas desgarradas se amontonaban sobre el castillo de proa mezcladas con otros desechos. Parecía haber salido de un naufragio.

Más allá de los restos vio una lengua de color escarlata que ondeaba entre los jirones de humo. Era su bandera. Se dio cuenta de que, a pesar de lo precipitado del ataque, había dado la orden de izar el pabellón inglés, y no se acordaba siquiera de haberlo hecho.

—¡Por aquí, muchachos! —Ese era Buller, que blandía un hacha de abordaje y una pistola—. ¡Hagámonos fuertes en popa! —Tras decir eso cayó abatido, mientras en su semblante aparecía una expresión de completo asombro.

Bolitho hizo rechinar sus dientes. El tiempo, que con tanta precisión habían acumulado, se terminaba ya.

El estampido de un cañón giratorio, proveniente del alcázar del
Revenge
, hizo comprender a Bolitho que desde allí continuaban disparando contra el
White Hills
. Los disparos con que respondían sus hombres se oían por encima del choque de los metales y el grito de los hombres. No le costó imaginarse a Frowd, desafiante, dispuesto a morir.

Fuese como fuese, lograron alcanzar la cubierta central del velero. Allí, los restos de aparejo amontonados junto con cuerdas y piezas rotas hacían más difícil moverse; pero vacilar o dudar era exponerse a una muerte segura.

Vio que Dunwoody rodaba por las tablas abrazado en un combate cuerpo a cuerpo con uno de los marineros del
Revenge
. Una de sus manos sangraba, agarrada a la hoja del puñal de su adversario, mientras la otra tanteaba el suelo en busca de su machete caído. Otro hombre surgió de la nube de humo y, tras alzar una pica de abordaje, la clavó con fuerza en el cuello de Dunwoody y ensartó su cuerpo sobre la madera. El desgraciado pateó y se retorció hasta que un golpe de machete le dejó inerte.

Bolitho lo vio con todo detalle. Luego se desplazó por encima de un bote volcado y se encontró cara a cara con el capitán del
Revenge
. Tras él divisaba la rueda del timón, abandonada, y las astillas abiertas que sobresalían por la cubierta del alcázar como canillas de plumas. Varios cuerpos yacían quietos entre ellas. Otros, malheridos, se arrastraban. Todos habían caído bajo el mortífero fuego de las piezas de seis libras provistas de doble carga.

Bolitho, agachándose para esquivar la hoja que su adversario agitaba, se pilló el pie en una aduja de cabo y cayó pesadamente sobre el costado. Vio la hoja que se alzaba de nuevo, dispuesta a caer sobre él, y alzó su sable con la intención de detener la violencia del golpe. El impacto fue como un garrotazo en los músculos de su hombro. Enseguida el otro oficial se volvió y huyó hacia popa. Prefería abandonar a Bolitho a enfrentarse a un ataque de la banda de abordaje. Ahí estaba Rabbet, con su machete manchado de sangre hasta el mango; también el sueco Carlsson, armado de un mosquete con bayoneta que debía de haber arrebatado a uno de los hombres del bergantín, e incluso Borga, el cocinero italiano. Éste sostenía un puñal en cada mano, al estilo de sus antepasados gladiadores en la Arena de Roma.

En el otro extremo de la cubierta vio a Quinn, su cara pálida manchada por el reguero de sangre que chorreaba por su frente. Combatía junto a sus hombres contra un grupo de defensores que les doblaban en número.

Bolitho divisó a Couzens y le gritó con voz ronca:

—¡Vuelva a bordo inmediatamente! ¡Le ordené permanecer junto al señor Frowd!

Con un jadeo, se agachó para evitar una sombra que avanzaba ante él. Luego efectuó un giro cerrado con la muñeca para dar la vuelta a su sable y detener con él el machete de su atacante.

El hombre, una especie de suboficial del bergantín, era, a juzgar por el acento con que hablaba, tan inglés como él mismo.

—¡Han ido demasiado lejos esta vez, señor!

Bolitho notó que la energía del hombre le obligaba a retroceder; el filo de su hoja se hallaba a pocos centímetros de su pecho. No se trataba de que fuese mejor espadachín; era su voz la que le doblegaba, junto con su acento que, si no era exactamente de Cornualles, procedía, como Bolitho, del oeste de Inglaterra.

Moffit se alzó agitando su cabeza con la determinación de un luchador profesional. La sangre de una nueva víctima relucía en la hoja de su machete.

—¡Y tú también!

Bolitho se derrumbó bajo el empuje del cuerpo inerte del suboficial. El tajo de Moffit había seccionado la espina dorsal del infeliz con tanta fuerza que le faltó poco para alcanzar al propio Bolitho.

Couzens, rodeado de figuras que tropezaban y pateaban a su alrededor, no paraba de agacharse y desviarse en su camino. Acero contra acero, y desde la popa un coro de aullidos de dolor debido a un cañón giratorio que estalló y, con sus fragmentos, diezmó a su propio grupo de servidores.

—¡He venido a ayudarle! —logró hacerle entender el muchacho con su grito.

Bolitho agitó su brazo notando que el valor se escurría de su cuerpo por segundos.

—¡Tome dos hombres y descienda al sollado! ¡Dígales que he ordenado prender fuego al bergantín! —Sabía que el muchacho estaba aterrorizado tanto por su aspecto y su voz como por la furia salvaje con que se conducía, cercana a la desesperación—. ¡Vamos, póngase en marcha!

Varios disparos alcanzaban en aquel momento la cubierta de su alrededor. Los cadáveres que recibían los impactos temblaban en sus macabras posturas. El capitán del
Revenge
había, mandado trepar a los palos a varios tiradores de élite. Su misión era contrarrestar el fuego de Frowd y tratar de abatir a cualquiera de los atacantes que tuviese aspecto de oficial o jefe.

—¡Cuidado, señor! —aulló cerca de él Stockdale, quien un instante después se abalanzaba sobre un hombre que, intentando atacar a Bolitho con su machete, no había actuado con suficiente presteza.

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