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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (6 page)

—Tan bien como cabría esperar —dijo el dragón con la misma parsimonia—, dadas las batallas continuas entre nuestros pueblos. Confío en que hayan curado por completo las heridas que recibiste en nuestra última reunión.

Pese a querer evitarlo, el elfo acarició la cicatriz desigual que surcaba la piel de su rostro, desde la sien hasta la barbilla, única señal que afeaba su piel tersa. Era un recuerdo de su último encontronazo con Thauglor, un recordatorio de que incluso los señores elfos debían pensarlo con detenimiento antes de entablar combate con la Oscura Muerte.

El elfo se acarició la cicatriz con la yema del dedo, y titubeó al ver la sonrisa meditada y dentuda del dragón. Después de todo, el señor elfo había perdido la serenidad.

—Nuestros hechizos de curación hicieron un buen trabajo —apuntó Iliphar con firmeza—. Seguro que los hechizos curativos de los dragones habrán curado de forma similar el daño que le infligí.

—¿Daño? —La sonrisa del dragón, tachonada de colmillos, se hizo más amplia—. Oh, perdí algunas escamas y un poco de sangre, pero poco más. Gracias por tu interés, aunque dudo que sea ésta la razón de tu llamada.

—Deseo comentar las dificultades que existen para el buen entendimiento de nuestras gentes. Diríase insalvable el abismo que separa a dragones y elfos —explicó el Señor de los Cetros—. Nuestras batallas deben concluir.

—¿Batallas? —preguntó Thauglor, con una indignada sorna que alteraba el color de sus escamas—. ¿Te refieres a los jueguecitos sin importancia que enfrentan al cazador, contra su presa? ¿O a los intentos valerosos de esos ladrones de orejas puntiagudas por robar en nuestros hogares? ¿O al fuego rojo y la bilis negra de los nuestros al quemar los nidos donde se cobija la calaña élfica invasora? ¿Te refieres a estas batallas?

—Me refiero a las batallas en las que elfos y dragones perecen de forma innecesaria —respondió el señor elfo.

—¿Estás dispuesto, entonces, a rendirte ante mi autoridad? —preguntó el dragón en tono triunfal.

—Estoy preparado para demostrarle que carece de tal autoridad —replicó Iliphar con la misma tranquilidad de siempre.

—Eso quiere decir que esta discusión ha terminado, antes de empezar —dijo Thauglor con suavidad, al tiempo que extendía las alas y flexionaba las ancas inferiores, dispuesto a dar un salto en el aire—. Éste no era motivo —añadió, a modo de advertencia— para interrumpir mi sueño. —Los otros dragones, los jóvenes, extendieron asimismo las alas y bajaron el cuello, paso previo a emprender el vuelo.

—Un momento —respondió Iliphar, alzando una mano—. Ésta es nuestra última oportunidad de parlamentar.

—Habla pues, pequeño intruso —dijo el dragón plegando de nuevo sus alas, con el ceño fruncido, mientras ladeaba la cabeza para fijar en Iliphar un único y frío ojo.

—Hay más de los míos en camino. Elfos y dragones han estado luchando en estos maravillosos bosques, los de mi raza para defenderse, la vuestra para destruir cuanto habíamos construido. Ninguna de nuestras razas es tan numerosa como la de los humanos o los trasgos; cualquier pérdida, por pequeña que sea, constituye una tragedia.

—Los tuyos son intrusos —corrigió Thauglor, fríamente—. Mis familias, y las pertenecientes a otros dragones, sólo defienden nuestros territorios de caza. Debemos vivir y cazar, igual que siempre lo hemos hecho, en libertad y sin estorbos.

—Aún tenemos una oportunidad para vivir juntos en este lugar —dijo el Señor de los Cetros al anciano wyrn—. Tan sólo tienen que respetar aquellas zonas que los elfos han proclamado suyas.

—¿Y qué? —inquirió el dragón—. ¿Evitarlas? ¿Restringir nuestro paso cuando emprendamos la caza? Pequeño humanoide, tienes que saber que esta tierra ha pertenecido a los dragones desde tiempos inmemoriales, y que yo mismo he cazado aquí durante mucho más tiempo del que haya podido vivir el más orgulloso de los elfos. Por espacio de muchos años he defendido estos bosques espléndidos contra la depredación de otros wyrns, y mediante el combate salí vencedor y he llegado a dominar a los de escamas rojas, a los poderosos azules y a los de alas verdes, de tal forma que ahora, y por miles de años antes, mi palabra es, y ha sido, ley, desde los picos orientales hasta los occidentales, y desde la frontera norte hasta el mar angosto. Y si, como tan sutilmente me amenazas, han de venir más de los tuyos, ¿acaso no nos obligaréis, más tarde o más temprano, a abandonar nuestro coto de caza?

Cuando la torre devolvió el eco de su rugido, el dragón se alzó majestuoso hasta alcanzar toda su altura, momento en que añadió como de pasada:

—Debemos deteneros ahora, elfo, antes de que nos quitéis lo que es nuestro y reclaméis la pertenencia de este territorio.

—Muy bien, que así sea —replicó Iliphar—. Tendrá que detenernos ahora.

Thauglor el negro observó sorprendido al delgado elfo, que permanecía a sus pies, preguntándose qué habría planeado para la ocasión el del cetro alzado y dispuesto. No tuvo que esperar mucho.

—Habla en nombre de todos los dragones de esta cuenca boscosa —dijo Iliphar, más bien en un tono de afirmación que de interrogación.

—Por mi sangre y mi honor que soy el amo y señor de estas tierras —lo desafió el dragón—. Hablo en nombre de todos los negros que moran en la ciénaga, de todos los rojos que cazan en la montaña, de todos los verdes que anidan en el bosque. Tal es mi autoridad, y te exijo que la reconozcas.

—La reconozco como la autoridad que tiene sobre todos los dragones, pero no sobre los elfos —replicó Iliphar—. Y yo también represento a mi gente. —Sacó un pequeño pergamino dorado del interior de su túnica, y añadió—: Este documento incluye a toda mi gente, desde Myth Drannor la poderosa, hasta el norte. Me concede hegemonía sobre los elfos de estas tierras.

—Sobre los elfos, quizá, mas no sobre la tierra en sí —resopló Thauglor—. Sois invasores y, al igual que los vagabundos humanos y los bárbaros orcos, acataréis mi soberanía o seréis destruidos.

—No reconocemos su soberanía —replicó el elfo—, pero si diera la orden, los elfos abandonarían esta región. Podemos despoblar este lugar y establecernos en la frontera norte.

—Eso espero, por el bien de tu pueblo —amenazó Thauglor, cuya mandíbula de reptil dibujó una sonrisa burlona—. Aunque lo cierto es que los tuyos sois plato de buen gusto.

—Dije que podía, anciano wyrn —repuso Iliphar, solemne, ante el tono agresivo del dragón—. No que lo haría. No, a menos que me convenza de que debo hacerlo.

—¿Convencer? —replicó el dragón, con expresión sombría—. ¿Cómo convencerte de algo, si no eres lo bastante sabio para ver que los tuyos juegan con la muerte al desafiarnos? Aquí no sois bienvenidos. No sois bienvenidos para cazar, ni para trabajar la tierra, ni para quedaros bajo ningún otro concepto. Emplea la autoridad que tienes sobre tu pueblo para dejarnos en paz en nuestras tierras.

—Dice que representa a toda su gente —dijo Iliphar, que de pronto pareció crecerse—. ¿Le obedecerían si les ordenara marcharse en paz?

—¿Qué propones? —preguntó el dragón, mirando al elfo de tal forma que parecía haber cerrado los ojos por completo.

—Propongo un duelo singular —respondió Iliphar.

—¿Un duelo singular? ¿Con un mamífero? —repuso el dragón profiriendo un grito, a medio camino entre un ladrido y un ronquido, que muy bien podía tratarse de una carcajada—. Qué divertido. Los duelos singulares se celebran entre dragones, para resolver disputas sin necesidad de que mueran unos u otros.

—Un combate hasta que uno sea vencido y se rinda ante el otro —prosiguió el elfo, después de asentir—. Usted representa a los suyos, y yo, a mi gente. El vencedor se queda con el País de los Bosques. —Así habló Iliphar, que se mordió la lengua mientras esperaba a ver si el dragón recogía el guante.

El silencio se espesó en el bosque, roto tan sólo por el rumor de las hojas que arrastraba la brisa otoñal. El wyrn rojo seguía nervioso y no dejaba de girar su cuello de un lado a otro, en busca de posibles atacantes. Su primo, el azul, parecía perdido en sus pensamientos.

—Cuando haya vencido —dijo Thauglor—, llevarás a tu gente más allá de la frontera norte.

—Si vence —respondió el señor elfo—. Y en caso de que yo sea el vencedor, ¿se compromete a abandonar los bosques que alfombran estas tierras, en beneficio de los míos?

—¿Por qué razón tendría que acceder? —respondió el dragón abriendo ligeramente los ojos, para a continuación abrirlos por completo y mostrar unas órbitas de un violeta lechoso, bajo una cortina de escamas negras.

Iliphar hizo un gesto con el báculo dorado, y sus hombres salieron de las sombras que ocultaban su presencia. Había unos veinte elfos, que portaban cinco cráneos de reptil de gran tamaño, cuya frente estaba decorada con amatistas. Uno tenía tres piedras preciosas y otro, unas veinte. Los cráneos mostraban los colmillos enormes de la mandíbula superior, pero no tenían cuernos. Por tanto, habían pertenecido a dragones verdes.

Impávidos, impasibles, los portadores dispusieron los trofeos en los escalones por los que Iliphar acababa de descender, y acto seguido se retiraron en silencio al interior de la torre. Uno de ellos se quedó en el umbral, era el elfo que serviría de testigo en caso de celebrarse el duelo.

Iliphar no perdió de vista a los dragones durante el tiempo que sus hombres emplearon para colocar aquellos cráneos. Thauglor permaneció imperturbable, pese a apretar con fuerza los músculos de su mandíbula. Dos bolsas se inflaron a lo largo de su cuello, justo detrás de la cabeza, donde se almacenaba, cosa que el señor elfo sabía muy bien, el ácido negro o bilis del dragón. El dragón azul quiso imitar la determinación de su amo, aunque tenía los ojos abiertos como platos. El rojo parecía dispuesto a saltar de un momento a otro, pero el miedo y el respeto lo mantenían en su sitio. El mensaje era bien claro para los dos dragones jóvenes: el día menos pensado, sus cráneos podían formar parte de aquella colección.

Iliphar habló sin tapujos, con intención de conducir al dragón a su terreno, pero sin desafiarlo para que no iniciara un ataque sin previo aviso.

—Matamos a estos verdes el pasado mes. Las gemas que lucen en la frente representan a los elfos que perdieron la vida luchando contra las criaturas, una por cada elfo.

—Se diría que los tuyos no se fueron de rositas —respondió Thauglor de forma directa y comedida, esbozando una breve y burlona sonrisa.

—Así es —replicó el elfo—, pero somos más. Y si nos cuesta un centenar de almas abatir a una criatura de su poder, tras ellos vendrá otro centenar de elfos dispuestos a recordar y honrar su hazaña. ¿Acaso podría decir lo mismo de su gente? ¿Cuántos dragones moran en esta tierra de bosques?

Thauglor guardó silencio, mientras consideraba la cuestión.

—¿Duelo singular? —preguntó, finalmente.

—El ganador se quedará con el bosque, y el perdedor prometerá no acosar a la raza vencedora. —Iliphar se permitió el lujo de sonreír con cierta discreción—. Yo lo desafío, oh Thauglorimorgorus, según el antiguo rito de su pueblo.

—De acuerdo —respondió el dragón negro, observando los cráneos enjoyados de sus súbditos—. Ninguno de nosotros recurrirá a hechizos ni varillas, al igual que... al aliento de dragón. ¿Estás preparado?

El señor elfo respiró profundamente, como si hubiera resuelto la parte más difícil de su cometido.

—Estoy tan preparado como jamás pueda estarlo. —Empezó a quitarse la capota y la molesta túnica, que reveló una fina cota de malla plateada.

El dragón saltó sobre él de inmediato, como el zorro que salta sobre el ratón de campo. Pese a todo, Iliphar estaba preparado para su repentino ataque y, en pleno salto, Thauglor fue consciente de su error. El elfo agitó la capa hacia arriba, sobre las garras extendidas de aquella bestia negra.

Thauglor rugió y contrajo las garras. La gema de la capota del elfo tenía engarzada una serie de cristales muy afilados que penetraron la gruesa y carnosa pata de la que surgían las garras del dragón. Los cristales tenían una imprimación de alguna otra cosa, ya que el dragón acusó la herida. Sintió como si acabara de agarrar un puerco espín gigante.

Iliphar sacó provecho de la momentánea distracción del dragón para librarse de la ropa y arrojar a un lado el fajín con las varillas, quedando sobre los escalones, frente al dragón. Todo su cuerpo, desde el cuello hasta los tobillos, estaba enfundado en una delgada cota de malla de factura élfica. Iliphar desnudó el acero, arma de hoja sutil, perfecta para hurgar bajo las escamas del dragón, en busca de la carne tierna que protegían. Aún sostenía el báculo dorado en la otra mano.

—No me advertiste que la capa era un arma —dijo el dragón, que se había agazapado. La pareja de dragones jóvenes se había retirado al borde del claro, para que su amo tuviera el espacio necesario.

—Y usted no me advirtió que no me daría tiempo para que me la quitara —replicó el elfo, dedicando a Thauglor una sonrisa tan calculada como generosa. Aquella sonrisa era provocadora, pero el dragón pudo apreciar que su mirada era dura y fría.

El elfo dio dos pasos al frente y atacó a fondo con el báculo. Thauglor lo apartó sin dificultad de un golpe con la zarpa posterior, momento en que volvió a demostrarse que Iliphar se había anticipado a la reacción del dragón. Cuando el enemigo desvió el báculo, Iliphar lanzó una estocada de su delgado acero, que se hundió en la profunda herida que le había causado antes.

Thauglor sintió como si acabara de clavarse en la carne un hierro candente; después rugió y agitó la extremidad herida. Iliphar profirió una maldición al perder la espada, que golpeó contra la piedra, para después caer rodando escalera abajo hasta detenerse a los pies del dragón.

Casi de inmediato, Thauglor reaccionó propinando un golpe terrible con la otra zarpa. El golpe fue torpe y débil, pero no por ello el elfo pudo evitar perder pie. De su malla surgió un susurro como de serpiente al resbalar por la losa, y también perdió el báculo.

El dragón estiró el cuello con la intención de atrapar entre sus mandíbulas una pierna de Iliphar. El elfo sintió que los afilados colmillos, como dagas, rasgaban la malla hasta morder la carne, y tuvo que apretar con fuerza la mandíbula para contener un grito.

Entonces el dragón levantó el cuello y soltó al elfo, que después de dibujar un arco en el aire fue a chocar contra los escalones. Iliphar rebotó contra la losa y sintió un dolor agudo en los músculos de las costillas. Sentía un zumbido en la cabeza a causa del golpe, zumbido que podría despejar si dispusiera de un momento de descanso...

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