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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (3 page)

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Partida de caza

Año de Guantelete

(1369 del Calendario de los Valles)

El rey de Cormyr se llevó el cuerno de caza plateado a los labios. Tres toques fugaces y agudos se extendieron por todo el bosque, a cuyo eco siguió un breve silencio. Un crujido débil, el del cuero de una silla de montar, fue el único sonido que delató a los tres cazadores cuando escucharon el eco distante del cuerno. A continuación, apagada, lejana, llegó la respuesta: tres breves toques, notas agudas, seguidas por un trompetazo largo y entusiasta que despuntó burlón al finalizar.

—Sección de vientos de Thundersword, seguro —dijo el rey, esbozando una sonrisa, y sus dientes perfectos asomaron brevemente bajo el mostacho gris—. A juzgar por el sonido, se encuentran a unos dos kilómetros al este... con presa y sin ninguna intención de volver. Por ahora no veo motivo alguno para preocuparnos de ellos.

Dos de los tres acompañantes del séquito del rey Azoun, hombres tan bregados como el que ceñía la corona, asintieron ante el humor que destilaban las palabras del soberano. El tercero, un guerrero joven que lucía un atuendo de cuero recién estrenado, asintió con solemnidad, como si el rey acabara de compartir un pensamiento profundo, dotado de algún significado trascendental.

—Quizá se hayan cruzado con el Ciervo Mítico —sugirió la voz del más robusto de los veteranos cazadores, acompañada por una tímida sonrisa. El barón Thomdor hubiera sido considerado un grandullón de carecer de una prominente barriga. Sus hombros eran amplios y musculosos como la cruz de un buen corcel. Era primo del rey, al igual que el veterano que se encontraba más alejado de Azoun. Thomdor se llevó la mano enguantada al cabello oscuro y liso, surcado de alguna que otra cana, al tiempo que se inclinaba en la silla para ver mejor a su hermano, supremo mariscal de Cormyr.

El duque Bhereu, el otro primo del rey, hizo un gesto de negación.

—Sabed, pues, que apuesto a que permanecerán de caza la mayor parte del día, milord —contestó con cierta mofa en el tono de voz, para simular a continuación un saludo profundo, tanto como puede permitirse cualquier jinete subido a una silla de montar ajada y vieja. Acto seguido rió con desenfado y añadió—: para regresar al pabellón de caza con las manos vacías, historias tremebundas y una sed de mil demonios... esta misma noche.

—Acepto la apuesta —dijo Su Majestad—. Y usted, joven Aunadar Bleth, ¿qué deduce de este posible portento?

—Si... si persiguen al legendario Ciervo Mítico del Bosque del Rey, no apostaría yo en contra del venado —respondió el joven, cogiendo aire de forma entrecortada y con un nerviosismo obvio, pese a que al hablar resultaba difícil captar el tartamudeo de su voz—. Va entre ellos Warden Truesilver, cierto, y Bald Jawn de guía, pero el Ciervo Mítico nos ha eludido durante generaciones. Además, ¿emprendería tan noble partida la caza de una pieza que corresponde cazar al soberano de Cormyr? —Y como si lo hubiera olvidado, añadió—: Sire.

—Quizá sea eso lo que ha mantenido vivo al venado durante todos estos años, saber que me espera. ¿No cree? —respondió el rey, esbozando una sonrisa desenfadada. Inclinó levemente la cabeza ante el joven, y añadió—: Bajemos hasta orillas del río... las ruinas que usted quería ver se encuentran allí. Y mientras permanezcamos aquí, en estos bosques, le ruego prescinda del «Sire». Azoun bastará; es un nombre que me parece haber oído en alguna parte antes.

—Como desee, Si... esto, Azoun —respondió el joven, que a continuación se apresuró a añadir el «milord», con una sonrisa en los labios.

El rey lo miró fijamente al tirar de las bridas del robusto caballo que montaba, y dirigirlo cuesta abajo, hacia un sendero que conducía al río. El joven lo siguió, y su montura echó a un lado la cabeza ante la dificultad del camino. Ambos primos del rey cerraron la marcha, observando cómo su rey y el joven caballero se agachaban al pasar bajo los árboles.

—¿Qué te parece el joven Bleth? —preguntó Thomdor, señalando la espalda de Aunadar Bleth con la barbilla.

—Tiene potencial —respondió el duque Bhereu, encogiendo sus anchos hombros—. Es cortés sin resultar empalagoso. Respetuoso sin pasarse de la raya. Ha aprendido lo suficiente de los libros como para ser interesante, y tiene el suficiente ingenio como para no demostrarlo continuamente. Sabrás que Filfaeril ya ha dado el visto bueno. Es mejor de lo que tú acostumbras a seleccionar.

—No sólo la reina es de su parecer —rumió el barón—. También es del gusto de la princesa real. —Y cuando condujeron las respectivas monturas colina abajo, por donde el caballo de guerra del monarca acababa de pasar hacía unos instantes, dejando que fueran ellas quienes escogieran el camino, añadió—: ¿Sabías que se conocieron en la biblioteca de palacio?

—He oído esa historia —respondió Bhereu, irónicamente—, aunque se transforma a medida que corre de boca en boca, dado el afán de cotilleo de la corte. Dentro de poco, como telón de fondo, sonará música de arpa y cuerno, dulce y acaramelada como podría tocarla cualquier juglar del Caballero del Corazón Roto. La última vez que oí la historia, se aseguraba que sus miradas se habían cruzado y que, ni corto ni perezoso, nuestro joven y valiente Bleth se había abalanzado sobre la princesa para subirla a una mesa, esparciendo libros y legajos en todas direcciones. Se decía que prácticamente llegó a besarla en los labios, por no mencionar algo relacionado con el traje que lucía la dama, antes que las doncellas lo separaran de su real persona. Acto seguido fue ella quien de un salto lo arrinconó contra otra mesa, lo tumbó y estampó un beso impresionante en sus labios, para devolverle el favor.

Hicieron un gesto de incredulidad, acompañado de una cómplice sonrisa.

—Lo peor del caso —murmuró Thomdor— es que habrá quienes lo creerán a pies juntillas en cuanto la historia llegue a sus oídos, por mucho que nos separe medio mundo, y diez o veinte días de camino.

—Pese a todo, si algo hay de cierto en ello, brindo por la felicidad de Tanalasta —respondió el duque Bhereu agachando la cabeza para evitar la rama de un árbol—. Es preferible a que el rey le imponga a su futuro yerno... y la obligue a aceptar un matrimonio desgraciado.

—No imagino a Azoun jugando a ese juego —replicó Thomdor, frunciendo el entrecejo al oír las palabras de su hermano, y observar la rama del árbol que se acercaba peligrosamente—. Quizás otro rey sí, pero sabes de sobra que nuestro Dragón Púrpura idolatra a sus dos hijas. Nada más cierto, no lo haría bajo ningún concepto.

—De acuerdo, pero últimamente nuestro querido mago no cesa de insistir en linajes, en herencias, en la antigüedad de la estirpe y en la solemnidad de la sucesión. Ha hecho hincapié en que la edad acecha a todos por igual, y que sería mejor que Azoun pusiera orden en palacio antes de que el orden deje de ser tal. Imaginarás el éxito que habrá cosechado semejante argumento.

—Probablemente Azoun sonrió, asintió e hizo caso omiso con solemnidad del mago de la corte —respondió el barón Thomdor, guardián de las marcas orientales, soltando un silbido agudo a través de unos labios que habían vuelto a curvarse, irónicos, mientras sopesaba la lanza para cazar jabalíes que llevaba en la mano. Se encogió de hombros y añadió—: Como bien sabes, Vangerdahast es de los que se preocupan por todo. Juraría que la sangre de los Obarskyr mantiene joven a Azoun, al igual que la magia mantiene vivo al viejo Vangey. —Se llevó la mano al estómago, y añadió en un tono de voz tan ominoso como correcto—: La edad no perdona. —Una rama suelta se dirigió contra su pecho, pero de un manotazo logró apartarla al tiempo que fruncía el entrecejo con cierto desprecio, para añadir sombrío—: Por supuesto, acecha a unos más que a otros.

—A unos más que a otros —repitió el duque Bhereu, como un eco, frotándose la calva—. Como primos del monarca nos ha tocado permanecer a la sombra de Azoun; hemos envejecido mientras él ganaba en juventud y vigor. Llegará el día en que ambos no seremos sino un par de torpes ancianos de barba gris, que cuentan los dientes que caen sobre el regazo, sentados junto a un buen fuego, mientras Azoun sigue aprovechando las cacerías para probar la valía de posibles pretendientes para sus mozas.

—Para sus reales mozas, querrás decir —corrigió Thomdor, dibujando una sonrisa triste—. Y muerde tu lengua respecto a lo de contar los dientes que se nos caigan. ¡Tengan a bien los dioses vigilantes librarnos de semejante destino!

—¿Reales mozas? En fin, quizá si alguna de ellas se casara algún día... —replicó el duque, cuyo tono de voz dejaba traslucir sus dudas al respecto—. Tanalasta es casi un mago, al menos en lo que respecta a sus sumas y libros, pero no tiene vocación para la regencia. Ya has visto cómo se comporta en la corte: fría y callada. Demasiado callada. Titubea antes de abrir la boca, y cuando lo hace las palabras se atragantan en su garganta... Un real patito feo, querrás decir. —El caballo de guerra resopló ante él, como si rechazara sus palabras, y el duque lo condujo entre dos pandarias, antes de añadir—: ¿Te la imaginas al frente de un ejército, mirando sin pestañear al enemigo mientras desenvaina el ábaco y el libro de contabilidad para enfrentarse a él? No creo que sea la típica Obarskyr.

—De acuerdo, todos los atributos familiares le han caído en gracia a Alusair —admitió Thomdor, observando los árboles cercanos con la mirada siempre alerta del guerrero veterano—. Monta como una amazona, es toda amor propio y furia y tiene talento para el combate. Siempre que vuelve al hogar, corren apuestas de un lado a otro entre los sirvientes de cocina, en las que se baraja cuánto tardarán su padre y ella en enzarzarse en una discusión sobre política que acabe con la mitad de vasos y platos rotos. —Se inclinó sobre el cuello de la montura para evitar otra rama de pandaria, y añadió—: Hoy por hoy, es amiga del acero y la armadura; preferiría estar en el campo de batalla a ocupar el trono.

—Muy cierto, todo en ella se reduce a eso —admitió Bhereu—. Ninguna quiere ceñir la corona, o posee aptitudes para ello. De modo que si Alusair tuviera un hijo, o más probablemente Tanalasta, que fuera el próximo rey... Precisamente eso es lo que convierte estas partidas de caza en algo tan vital. ¿Crees que Azoun te apartaría a ti de Arabel, y a mí de Cuerno Alto para tomar parte en una reunión social? Habrás reparado en el hecho de que es a nosotros a quienes pregunta constantemente, y no a Vangerdahast.

—No soporto el peso de tanta responsabilidad. ¡Doblegará nuestros hombros como la torre caída del castillo! —respondió el barón, golpeándose suavemente la frente en un gesto de burlona aflicción, y rió entre dientes antes de añadir en tono más serio—: Sin duda, el buen mago habrá entregado un informe de cinco volúmenes, que versarán sobre Aunadar y todo el clan de los Bleth... incluirá hasta el último bastardo y noble altivo de la familia y se remontará hasta el día de la fundación del reino.

La silla de cuero emitió un crujido cuando tiró de las riendas para conducir el paso del caballo.

—Digo yo que lo mejor será que Tanny escoja a su príncipe consorte, y que terminemos con esto de una vez por todas —prosiguió el barón, bajando la voz—. Fue lo bastante lista como para ver lo que ocultaba esa orgullosa flor de los Illance... ¿Cómo se llamaba? ¿Martin?

—Martin Frayault Illance, el joven noble menos de fiar de todo el reino —respondió el duque, esbozando una sonrisa—. Sabrás que, después de que Tanalasta rechazase su petición, montó en su caballo para ir en busca de Alusair y hablar con ella. Por supuesto, nuestra princesa, la primogénita, ya había comunicado a su hermana hasta la última línea del discurso de Martin, haciendo hincapié en sus favoritas.

—Apuesto lo que quieras a que le rompió los brazos. —Al barón le había llegado el turno de sonreír.

—De hecho, se dislocó un hombro —confirmó el duque— al dar contra una mesa que tuvo la desdicha de encontrar, al igual que los inocentes sentados a su alrededor, bajo la ventana por la que fue arrojado. —Se burló—. Transcurrido un mes aún seguía insistiendo en que se lo había hecho en una pelea de taberna. —Su voz adquirió la alegría propia de cualquier cortesano joven y formal que entendiera la gracia de un chiste explicado días antes por el rey—. ¡Lo cual, en cierto modo, no se aleja mucho de la verdad!

—Nunca me gustó ese retoño de los Illance —dijo el barón, soltando un bufido—. Tiene los dientes de un hombre lobo: incisivos prominentes del tamaño de mi pulgar. Siempre sonríe como si quisiera mostrarlos bien. —Se inclinó sobre el duque e inclinó la cabeza a un lado, señalando sus dientes, antes de gruñir en un tono de voz burlón y lascivo—: ¿Te gustaría ver qué he cenado esta noche?

—Cuánto me alegro de que ninguna de las mozas le prestara la menor atención —exclamó Thomdor, irguiéndose en la silla mientras el duque se desternillaba de risa—. Sería un fastidio ir de caza con semejante elemento.

—Probablemente no pasará mucho tiempo antes de que se produzca un «accidente de caza» —apuntó Bhereu—, de esos que infestaron el reino en los malos tiempos, cuando Salember era regente. Yo daría fe de la veracidad de la versión del rey, fuera la que fuese.

—Igual que yo —gruñó el barón.

El sendero que conducía al río se estrechó ante su mirada, y el barón Thomdor pasó a la retaguardia, tras la montura de su hermano. Ninguno de ellos había dejado de observar atentamente el bosque profundo, húmedo y expectante, mientras charlaban. Daban por sentado que el rey y el joven pretendiente de Tanalasta ya habían alcanzado la orilla cercana a las ruinas de una antigua almenara.

El rey aún aparentaba unos cuarenta años, si no se tenían en cuenta las vetas grises del pelo y la barba. Sin embargo, seguía siendo tan musculoso y ágil como siempre, y aún podía con ambos primos en la pelea, la esgrima, la equitación o cualquier otro deporte que pudiera ocurrírseles.

Su ropa de montar era de lo más informal: cuero blanco con bordado púrpura, al igual que sus resistentes botas y sus guantes. La vestimenta de cortesano había quedado en el pabellón de caza, señal de que debía prescindirse de cualquier ceremonia propia de la corte. Azoun llevaba la espada envainada en una funda andrajosa, que colgaba de un cinto bregado que cualquier guardia de palacio hubiera condenado a las llamas sin pensárselo dos veces. Una corona sin adornos ceñía su cabeza, y un pañuelo marrón, viejo y harapiento (amuleto de la suerte, obsequio de la reina), ocultaba el cuerno de caza que llevaba en el cinto. Sin embargo, cabalgaba como el rey que era, espléndido, rectos los hombros, confiado señor de todo cuanto lo rodeaba, sin necesidad de recurrir a la arrogancia ni a la pompa. Al alcanzar el pie de la colina, tanto Thomdor como Bhereu se sorprendieron al encontrar la noble expresión de aquel hombre que era tanto su rey como su primo.

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