—No me casaré con nadie —le dijo—, pero menos contigo. Quieres tanto a Aureliano que te vas a casar conmigo porque no puedes casarte con él.
El coronel Gerineldo Márquez era un hombre paciente. «Volveré a insistir», dijo. «Tarde o temprano te convenceré». Siguió visitando la casa. Encerrada en el dormitorio, mordiendo un llanto secreto, Amaranta se metía los dedos en los oídos para no escuchar la voz del pretendiente que le contaba a Úrsula las últimas noticias de la guerra, y a pesar de que se moría por verlo, tuvo fuerzas para no salir a su encuentro.
El coronel Aureliano Buendía disponía entonces de tiempo para enviar cada dos semanas un informe pormenorizado a Macondo. Pero sólo una vez, casi ocho meses después de haberse ido, le escribió a Úrsula. Un emisario especial llevó a la casa un sobre lacrado, dentro del cual había un papel escrito con la caligrafía preciosista del coronel:
Cuiden mucho a papá porque se va a morir
. Úrsula se alarmó. «Si Aureliano lo dice, Aureliano lo sabe», dijo. Y pidió ayuda para llevar a José Arcadio Buendía a su dormitorio. No sólo era tan pesado como siempre, sino que en su prolongada estancia bajo el castaño había desarrollado la facultad de aumentar de peso voluntariamente, hasta el punto de que siete hombres no pudieron con él y tuvieron que llevarlo a rastras a la cama. Un tufo de hongos tiernos, de flor de palo, de antigua y reconcentrada intemperie impregnó el aire del dormitorio cuando empezó a respirarlo el viejo colosal macerado por el sol y la lluvia. Al día siguiente no amaneció en la cama. Después de buscarlo por todos los cuartos, Úrsula lo encontró otra vez bajo el castaño. Entonces lo amarraron a la cama. A pesar de su fuerza intacta, José Arcadio Buendía no estaba en condiciones de luchar. Todo le daba lo mismo. Si volvió al castaño no fue por su voluntad sino por una costumbre del cuerpo. Úrsula lo atendía, le daba de comer, le llevaba noticias de Aureliano. Pero en realidad, la única persona con quien él podía tener contacto desde hacía mucho tiempo, era Prudencio Aguilar. Ya casi pulverizado por la profunda decrepitud de la muerte, Prudencio Aguilar iba dos veces al día a conversar con él. Hablaban de gallos. Se prometían establecer un criadero de animales magníficos, no tanto por disfrutar de unas victorias que entonces no les harían falta, sino por tener algo con qué distraerse en los tediosos domingos de la muerte. Era Prudencio Aguilar quien lo limpiaba, le daba de comer y le llevaba noticias espléndidas de un desconocido que se llamaba Aureliano y que era coronel en la guerra. Cuando estaba solo, José Arcadio Buendía se consolaba con el sueño de los cuartos infinitos. Soñaba que se levantaba de la cama, abría la puerta y pasaba a otro cuarto igual, con la misma cama de cabecera de hierro forjado, el mismo sillón de mimbre y el mismo cuadrito de la Virgen de los Remedios en la pared del fondo. De ese cuarto pasaba a otro exactamente igual, cuya puerta abría para pasar a otro exactamente igual, y luego a otro exactamente igual, hasta el infinito. Le gustaba irse de cuarto en cuarto, como en una galería de espejos paralelos, hasta que Prudencio Aguilar le tocaba el hombro. Entonces regresaba de cuarto en cuarto, despertando hacia atrás, recorriendo el camino inverso, y encontraba a Prudencio Aguilar, en el cuarto de la realidad. Pero una noche, dos semanas después de que lo llevaron a la cama, Prudencio Aguilar le tocó el hombro en un cuarto intermedio, y él se quedó allí para siempre, creyendo que era el cuarto real. A la mañana siguiente Úrsula le llevaba el desayuno cuando vio acercarse a un hombre por el corredor. Era pequeño y macizo, con un traje de paño negro y un sombrero también negro, enorme, hundido hasta los ojos taciturnos. «Dios mío», pensó Úrsula. «Hubiera jurado que era Melquíades». Era Cataure, el hermano de Visitación, que había abandonado la casa huyendo de la peste del insomnio, y de quien nunca se volvió a tener noticia. Visitación le preguntó por qué había vuelto, y él le contestó en su lengua solemne:
—He venido al sepelio del rey.
Entonces entraron al cuarto de José Arcadio Buendía, lo sacudieron con todas sus fuerzas, le gritaron al oído, le pusieron un espejo frente a las fosas nasales, pero no pudieron despertarlo. Poco después, cuando el carpintero le tomaba las medidas para el ataúd, vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro.
Sentada en el mecedor de mimbre, con la labor interrumpida en el regazo, Amaranta contemplaba a Aureliano José con el mentón embadurnado de espuma, afilando la navaja barbera en la penca para afeitarse por primera vez. Se sangró las espinillas, se cortó el labio superior tratando de modelarse un bigote de pelusas rubias, y después de todo quedó igual que antes, pero el laborioso proceso le dejó a Amaranta la impresión de que en aquel instante había empezado a envejecer.
—Estás idéntico a Aureliano cuando tenía tu edad —dijo—. Ya eres un hombre.
Lo era desde hacía mucho tiempo, desde el día ya lejano en que Amaranta creyó que aún era un niño y siguió desnudándose en el baño delante de él, como lo había hecho siempre, como se acostumbró a hacerlo desde que Pilar Ternera se lo entregó para que acabara de criarlo. La primera vez que él la vio, lo único que le llamó la atención fue la profunda depresión entre los senos. Era entonces tan inocente que preguntó qué le había pasado, y Amaranta fingió excavarse el pecho con la punta de los dedos y contestó: «Me sacaron tajadas y tajadas y tajadas». Tiempo después, cuando ella se restableció del suicidio de Pietro Crespi y volvió a bañarse con Aureliano José, éste ya no se fijó en la depresión, sino que experimentó un estremecimiento desconocido ante la visión de los senos espléndidos de pezones morados. Siguió examinándola, descubriendo palmo a palmo el milagro de su intimidad, y sintió que su piel se erizaba en la contemplación, como se erizaba la piel de ella al contacto del agua. Desde muy niño tenía la costumbre de abandonar la hamaca para amanecer en la cama de Amaranta, cuyo contacto tenía la virtud de disipar el miedo a la oscuridad. Pero desde el día en que tuvo conciencia de su desnudez, no era el miedo a la oscuridad lo que lo impulsaba a meterse en su mosquitero, sino el anhelo de sentir la respiración tibia de Amaranta al amanecer. Una madrugada, por la época en que ella rechazó al coronel Gerineldo Márquez, Aureliano José despertó con la sensación de que le faltaba el aire. Sintió los dedos de Amaranta como unos gusanitos calientes y ansiosos que buscaban su vientre. Fingiendo dormir cambió de posición para eliminar toda dificultad, y entonces sintió la mano sin la venda negra buceando como un molusco ciego entre las algas de su ansiedad. Aunque aparentaron ignorar lo que ambos sabían, y lo que cada uno sabía que el otro sabía, desde aquella noche quedaron mancornados por una complicidad inviolable. Aureliano José no podía conciliar el sueño mientras no escuchaba el valse de las doce en el reloj de la sala, y la madura doncella cuya piel empezaba a entristecer no tenía un instante de sosiego mientras no sentía deslizarse en el mosquitero aquel sonámbulo que ella había criado, sin pensar que sería un paliativo para su soledad. Entonces no sólo durmieron juntos, desnudos, intercambiando caricias agotadoras, sino que se perseguían por los rincones de la casa y se encerraban en los dormitorios a cualquier hora, en un permanente estado de exaltación sin alivio. Estuvieron a punto de ser sorprendidos por Úrsula, una tarde en que entró al granero cuando ellos empezaban a besarse. «¿Quieres mucho a tu tía?», le preguntó ella de un modo inocente a Aureliano José. Él contestó que sí. «Haces bien», concluyó Úrsula, y acabó de medir la harina para el pan y regresó a la cocina. Aquel episodio sacó a Amaranta del delirio. Se dio cuenta de que había llegado demasiado lejos, de que ya no estaba jugando a los besitos con un niño, sino chapaleando en una pasión otoñal, peligrosa y sin porvenir, y la cortó de un tajo. Aureliano José, que entonces terminaba su adiestramiento militar, acabó por admitir la realidad y se fue a dormir al cuartel. Los sábados iba con los soldados a la tienda de Catarino. Se consolaba de su abrupta soledad, de su adolescencia prematura, con mujeres olorosas a flores muertas que él idealizaba en las tinieblas y las convertía en Amaranta mediante ansiosos esfuerzos de imaginación.
Poco después empezaron a recibirse noticias contradictorias de la guerra. Mientras el propio gobierno admitía los progresos de la rebelión, los oficiales de Macondo tenían informes confidenciales de la inminencia de una paz negociada. A principios de abril, un emisario especial se identificó ante el coronel Gerineldo Márquez. Le confirmó que, en efecto, los dirigentes del partido habían establecido contactos con jefes rebeldes del interior, y estaban en vísperas de concertar el armisticio a cambio de tres ministerios para los liberales, una representación minoritaria en el parlamento y la amnistía general para los rebeldes que depusieran las armas. El emisario llevaba una orden altamente confidencial del coronel Aureliano Buendía, que estaba en desacuerdo con los términos del armisticio. El coronel Gerineldo Márquez debía seleccionar a cinco de sus mejores hombres y prepararse para abandonar con ellos el país. La orden se cumplió dentro de la más estricta reserva. Una semana antes de que se anunciara el acuerdo, y en medio de una tormenta de rumores contradictorios, el coronel Aureliano Buendía y diez oficiales de confianza, entre ellos el coronel Roque Carnicero, llegaron sigilosamente a Macondo después de la medianoche, dispersaron la guarnición, enterraron las armas y destruyeron los archivos. Al amanecer habían abandonado el pueblo con el coronel Gerineldo Márquez y sus cinco oficiales. Fue una operación tan rápida y confidencial, que Úrsula no se enteró de ella sino a última hora, cuando alguien dio unos golpecitos en la ventana de su dormitorio y murmuró: «Si quiere ver al coronel Aureliano Buendía, asómese ahora mismo a la puerta». Úrsula saltó de la cama y salió a la puerta en ropa de dormir, y apenas alcanzó a percibir el galope de la caballada que abandonaba el pueblo en medio de una muda polvareda. Sólo al día siguiente se enteró de que Aureliano José se había ido con su padre.
Diez días después de que un comunicado conjunto del gobierno y la oposición anunció el término de la guerra, se tuvieron noticias del primer levantamiento armado del coronel Aureliano Buendía en la frontera occidental. Sus fuerzas escasas y mal armadas fueron dispersadas en menos de una semana. Pero en el curso de ese año, mientras liberales y conservadores trataban de que el país creyera en la reconciliación, intentó otros siete alzamientos. Una noche cañoneó a Riohacha desde una goleta, y la guarnición sacó de sus camas y fusiló en represalia a los catorce liberales más conocidos de la población. Ocupó por más de quince días una aduana fronteriza, y desde allí dirigió a la nación un llamado a la guerra general. Otra de sus expediciones se perdió tres meses en la selva, en una disparatada tentativa de atravesar más de mil quinientos kilómetros de territorios vírgenes para proclamar la guerra en los suburbios de la capital. En cierta ocasión estuvo a menos de veinte kilómetros de Macondo, y fue obligado por las patrullas del gobierno a internarse en las montañas muy cerca de la región encantada donde su padre encontró muchos años antes el fósil de un galeón español.
Por esa época murió Visitación. Se dio el gusto de morirse de muerte natural, después de haber renunciado a un trono por temor al insomnio, y su última voluntad fue que desenterraran de debajo de su cama el sueldo ahorrado en más de veinte años, y se lo mandaran al coronel Aureliano Buendía para que siguiera la guerra. Pero Úrsula no se tomó el trabajo de sacar ese dinero, porque en aquellos días se rumoreaba que el coronel Aureliano Buendía había sido muerto en un desembarco cerca de la capital provincial. El anuncio oficial —el cuarto en menos de dos años— fue tenido por cierto durante casi seis meses, pues nada volvió a saberse de él. De pronto, cuando ya Úrsula y Amaranta habían superpuesto un nuevo luto a los anteriores, llegó una noticia insólita. El coronel Aureliano Buendía estaba vivo, pero aparentemente había desistido de hostigar al gobierno de su país, y se había sumado al federalismo triunfante en otras repúblicas del Caribe. Aparecía con nombres distintos cada vez más lejos de su tierra. Después había de saberse que la idea que entonces lo animaba era la unificación de las fuerzas federalistas de la América Central, para barrer con los regímenes conservadores desde Alaska hasta la Patagonia. La primera noticia directa que Úrsula recibió de él, varios años después de haberse ido, fue una carta arrugada y borrosa que le llegó de mano en mano desde Santiago de Cuba.
—Lo hemos perdido para siempre —exclamó Úrsula al leerla—. Por ese camino pasará la Navidad en el fin del mundo.
La persona a quien se lo dijo, que fue la primera a quien mostró la carta, era el general conservador José Raquel Moncada, alcalde de Macondo desde que terminó la guerra. «Este Aureliano —comentó el general Moncada—, lástima que no sea conservador». Lo admiraba de veras. Como muchos civiles conservadores, José Raquel Moncada había hecho la guerra en defensa de su partido y había alcanzado el título de general en el campo de batalla, aunque carecía de vocación militar. Al contrario, también como muchos de sus copartidarios, era antimilitarista. Consideraba a la gente de armas como holgazanes sin principios, intrigantes y ambiciosos, expertos en enfrentar a los civiles para medrar en el desorden. Inteligente, simpático, sanguíneo, hombre de buen comer y fanático de las peleas de gallos, había sido en cierto momento el adversario más temible del coronel Aureliano Buendía. Logró imponer su autoridad sobre los militares de carrera en un amplio sector del litoral. Cierta vez en que se vio forzado por conveniencias estratégicas a abandonar una plaza a las fuerzas del coronel Aureliano Buendía, le dejó a éste dos cartas. En una de ellas, muy extensa, lo invitaba a una campaña conjunta para humanizar la guerra. La otra carta era para su esposa, que vivía en territorio liberal, y la dejó con la súplica de hacerla llegar a su destino. Desde entonces, aun en los períodos más encarnizados de la guerra, los dos comandantes concertaron treguas para intercambiar prisioneros. Eran pausas con un cierto ambiente festivo que el general Moncada aprovechaba para enseñar a jugar ajedrez al coronel Aureliano Buendía. Se hicieron grandes amigos. Llegaron inclusive a pensar en la posibilidad de coordinar a los elementos populares de ambos partidos para liquidar la influencia de los militares y los políticos profesionales, e instaurar un régimen humanitario que aprovechara lo mejor de cada doctrina. Cuando terminó la guerra, mientras el coronel Aureliano Buendía se escabullía por los desfiladeros de la subversión permanente, el general Moncada fue nombrado corregidor de Macondo. Vistió su traje civil, sustituyó a los militares por agentes de la policía desarmados, hizo respetar las leyes de amnistía y auxilió a algunas familias de liberales muertos en campaña. Consiguió que Macondo fuera erigido en municipio y fue por tanto su primer alcalde, y creó un ambiente de confianza que hizo pensar en la guerra como en una absurda pesadilla del pasado. El padre Nicanor, consumido por las fiebres hepáticas, fue reemplazado por el padre Coronel, a quien llamaban
El Cachorro
, veterano de la primera guerra federalista. Bruno Crespi, casado con Amparo Moscote, y cuya tienda de juguetes e instrumentos musicales no se cansaba de prosperar, construyó un teatro, que las compañías españolas incluyeron en sus itinerarios. Era un vasto salón al aire libre, con escaños de madera, un telón de terciopelo con máscaras griegas, y tres taquillas en forma de cabezas de león por cuyas bocas abiertas se vendían los boletos. Fue también por esa época que se restauró el edificio de la escuela. Se hizo cargo de ella don Melchor Escalona, un maestro viejo mandado de la ciénaga, que hacía caminar de rodillas en el patio de caliche a los alumnos desaplicados y les hacía comer ají picante a los lenguaraces, con la complacencia de los padres. Aureliano Segundo y José Arcadio Segundo, los voluntariosos gemelos de Santa Sofía de la Piedad, fueron los primeros que se sentaron en el salón de clases con sus pizarras y sus gises y sus jarritos de aluminio marcados con sus nombres. Remedios, heredera de la belleza pura de su madre, empezaba a ser conocida como Remedios, la bella. A pesar del tiempo, de los lutos superpuestos y las aflicciones acumuladas, Úrsula se resistía a envejecer. Ayudada por Santa Sofía de la Piedad había dado un nuevo impulso a su industria de repostería, y no sólo recuperó en pocos años la fortuna que su hijo se gastó en la guerra, sino que volvió a atiborrar de oro puro los calabazos enterrados en el dormitorio. «Mientras Dios me dé vida —solía decir— no faltará la plata en esta casa de locos». Así estaban las cosas cuando Aureliano José desertó de las tropas federalistas de Nicaragua, se enroló en la tripulación de un buque alemán, y apareció en la cocina de la casa, macizo como un caballo, prieto y peludo como un indio, y con la secreta determinación de casarse con Amaranta.