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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #drama

Cien años de soledad (15 page)

Los únicos parientes que se enteraron fueron José Arcadio y Rebeca, con quienes Arcadio mantenía entonces relaciones íntimas, fundadas no tanto en el parentesco como en la complicidad. José Arcadio había doblegado la cerviz al yugo matrimonial. El carácter firme de Rebeca, la voracidad de su vientre, su tenaz ambición, absorbieron la descomunal energía del marido, que de holgazán y mujeriego se convirtió en un enorme animal de trabajo. Tenían una casa limpia y ordenada. Rebeca la abría de par en par al amanecer, y el viento de las tumbas entraba por las ventanas y salía por las puertas del patio, y dejaba las paredes blanqueadas y los muebles curtidos por el salitre de los muertos. El hambre de tierra, el cloc cloc de los huesos de sus padres, la impaciencia de su sangre frente a la pasividad de Pietro Crespi estaban relegados al desván de la memoria. Todo el día bordaba junto a la ventana, ajena a la zozobra de la guerra, hasta que los potes de cerámica empezaban a vibrar en el aparador y ella se levantaba a calentar la comida, mucho antes de que aparecieran los escuálidos perros rastreadores y luego el coloso de polainas y espuelas y con escopeta de dos cañones, que a veces llevaba un venado al hombro y casi siempre un sartal de conejos o de patos silvestres. Una tarde, al principio de su gobierno, Arcadio fue a visitarlos de un modo intempestivo. No lo veían desde que abandonaron la casa, pero se mostró tan cariñoso y familiar que lo invitaron a compartir el guisado.

Sólo cuando tomaban el café reveló Arcadio el motivo de su visita: había recibido una denuncia contra José Arcadio. Se decía que empezó arando su patio y había seguido derecho por las tierras contiguas, derribando cercas y arrasando ranchos con sus bueyes, hasta apoderarse por la fuerza de los mejores predios del contorno. A los campesinos que no había despojado, porque no le interesaban sus tierras, les impuso una contribución que cobraba cada sábado con los perros de presa y la escopeta de dos cañones. No lo negó. Fundaba su derecho en que las tierras usurpadas habían sido distribuidas por José Arcadio Buendía en los tiempos de la fundación, y creía posible demostrar que su padre estaba loco desde entonces, puesto que dispuso de un patrimonio que en realidad pertenecía a la familia. Era un alegato innecesario, porque Arcadio no había ido a hacer justicia. Ofreció simplemente crear una oficina de registro de la propiedad para que José Arcadio legalizara los títulos de la tierra usurpada, con la condición de que delegara en el gobierno local el derecho de cobrar las contribuciones. Se pusieron de acuerdo. Años después, cuando el coronel Aureliano Buendía examinó los títulos de propiedad, encontró que estaban registradas a nombre de su hermano todas las tierras que se divisaban desde la colina de su patio hasta el horizonte, inclusive el cementerio, y que en los once meses de su mandato Arcadio había cargado no sólo con el dinero de las contribuciones, sino también con el que cobraba al pueblo por el derecho de enterrar a los muertos en predios de José Arcadio.

Úrsula tardó varios meses en saber lo que ya era del dominio público, porque la gente se lo ocultaba para no aumentarle el sufrimiento. Empezó por sospecharlo. «Arcadio está construyendo una casa», le confió con fingido orgullo a su marido, mientras trataba de meterle en la boca una cucharada de jarabe de totumo. Sin embargo, suspiró involuntariamente: «No sé por qué todo esto me huele mal». Más tarde, cuando se enteró de que Arcadio no sólo había terminado la casa sino que había encargado un mobiliario vienés, confirmó la sospecha de que estaba disponiendo de los fondos públicos. «Eres la vergüenza de nuestro apellido», le gritó un domingo después de misa, cuando lo vio en la casa nueva jugando barajas con sus oficiales. Arcadio no le prestó atención. Sólo entonces supo Úrsula que tenía una hija de seis meses, y que Santa Sofía de la Piedad, con quien vivía sin casarse, estaba otra vez encinta. Resolvió escribirle al coronel Aureliano Buendía, en cualquier lugar en que se encontrara, para ponerlo al corriente de la situación. Pero los acontecimientos que se precipitaron por aquellos días no sólo impidieron sus propósitos, sino que la hicieron arrepentirse de haberlos concebido. La guerra, que hasta entonces no había sido más que una palabra para designar una circunstancia vaga y remota, se concretó en una realidad dramática. A fines de febrero llegó a Macondo una anciana de aspecto ceniciento, montada en un burro cargado de escobas. Parecía tan inofensiva, que las patrullas de vigilancia la dejaron pasar sin preguntas, como uno más de los vendedores que a menudo llegaban de los pueblos de la ciénaga. Fue directamente al cuartel. Arcadio la recibió en el local donde antes estuvo el salón de clases, y que entonces estaba transformado en una especie de campamento de retaguardia, con hamacas enrolladas y colgadas en las argollas y petates amontonados en los rincones, y fusiles y carabinas y hasta escopetas de cacería dispersos por el suelo. La anciana se cuadró en un saludo militar antes de identificarse:

—Soy el coronel Gregorio Stevenson.

Llevaba malas noticias. Los últimos focos de resistencia liberal, según dijo, estaban siendo exterminados. El coronel Aureliano Buendía, a quien había dejado batiéndose en retirada por los lados de Riohacha, le encomendó la misión de hablar con Arcadio. Debía entregar la plaza sin resistencia, poniendo como condición que se respetaran bajo palabra de honor la vida y las propiedades de los liberales. Arcadio examinó con una mirada de conmiseración a aquel extraño mensajero que habría podido confundirse con una abuela fugitiva.

—Usted, por supuesto, trae algún papel escrito —dijo.

—Por supuesto —contestó el emisario—, no lo traigo. Es fácil comprender que en las actuales circunstancias no se lleve encima nada comprometedor.

Mientras hablaba, se sacó del corpiño y puso en la mesa un pescadito de oro. «Creo que con esto será suficiente», dijo. Arcadio comprobó que en efecto era uno de los pescaditos hechos por el coronel Aureliano Buendía. Pero alguien podía haberlo comprado antes de la guerra, o haberlo robado, y no tenía por tanto ningún mérito de salvoconducto. El mensajero llegó hasta el extremo de violar un secreto de guerra para acreditar su identidad. Reveló que iba en misión a Curazao, donde esperaba reclutar exiliados de todo el Caribe y adquirir armas y pertrechos suficientes para intentar un desembarco a fin de año. Confiando en ese plan, el coronel Aureliano Buendía no era partidario de que en aquel momento se hicieran sacrificios inútiles. Pero Arcadio fue inflexible. Hizo encarcelar al mensajero, mientras comprobaba su identidad, y resolvió defender la plaza hasta la muerte.

No tuvo que esperar mucho tiempo. Las noticias del fracaso liberal fueron cada vez más concretas. A fines de marzo, en una madrugada de lluvias prematuras, la calma tensa de las semanas anteriores se resolvió abruptamente con un desesperado toque de corneta, seguido de un cañonazo que desbarató la torre del templo. En realidad, la voluntad de resistencia de Arcadio era una locura. No disponía de más de cincuenta hombres mal armados, con una dotación máxima de veinte cartuchos cada uno. Pero entre ellos, sus antiguos alumnos, excitados con proclamas altisonantes, estaban decididos a sacrificar el pellejo por una causa perdida. En medio del tropel de botas, de órdenes contradictorias, de cañonazos que hacían temblar la tierra, de disparos atolondrados y de toques de corneta sin sentido, el supuesto coronel Stevenson consiguió hablar con Arcadio. «Evíteme la indignidad de morir en el cepo con estos trapos de mujer», le dijo. «Si he de morir, que sea peleando». Logró convencerlo. Arcadio ordenó que le entregaran un arma con veinte cartuchos y lo dejaron con cinco hombres defendiendo el cuartel mientras él iba con su estado mayor a ponerse al frente de la resistencia. No alcanzó a llegar al camino de la ciénaga. Las barricadas habían sido despedazadas y los defensores se batían al descubierto en las calles, primero hasta donde les alcanzaba la dotación de los fusiles, y luego con pistolas contra fusiles y por último cuerpo a cuerpo. Ante la inminencia de la derrota, algunas mujeres se echaron a la calle armadas de palos y cuchillos de cocina. En aquella confusión, Arcadio encontró a Amaranta que andaba buscándolo como una loca, en camisa de dormir, con dos viejas pistolas de José Arcadio Buendía. Le dio su fusil a un oficial que había sido desarmado en la refriega, y se evadió con Amaranta por una calle adyacente para llevarla a casa. Úrsula estaba en la puerta, esperando, indiferente a las descargas que habían abierto una tronera en la fachada de la casa vecina. La lluvia cedía, pero las calles estaban resbaladizas y blandas como jabón derretido, y había que adivinar las distancias en la oscuridad. Arcadio dejó a Amaranta con Úrsula y trató de enfrentarse a dos soldados que soltaron una andanada ciega desde la esquina. Las viejas pistolas guardadas muchos años en un ropero no funcionaron. Protegiendo a Arcadio con su cuerpo, Úrsula intentó arrastrarlo hasta la casa.

—Ven, por Dios —le gritaba—. ¡Ya basta de locuras!

Los soldados los apuntaron.

—¡Suelte a ese hombre, señora —gritó uno de ellos—, o no respondemos!

Arcadio empujó a Úrsula hacia la casa y se entregó. Poco después terminaron los disparos y empezaron a repicar las campanas. La resistencia había sido aniquilada en menos de media hora. Ni uno solo de los hombres de Arcadio sobrevivió al asalto, pero antes de morir se llevaron por delante a trescientos soldados. El último baluarte fue el cuartel. Antes de ser atacado, el supuesto coronel Gregorio Stevenson puso en libertad a los presos y ordenó a sus hombres que salieran a batirse en la calle. La extraordinaria movilidad y la puntería certera con que disparó sus veinte cartuchos por las diferentes ventanas dieron la impresión de que el cuartel estaba bien resguardado, y los atacantes lo despedazaron a cañonazos. El capitán que dirigió la operación se asombró de encontrar los escombros desiertos, y un solo hombre en calzoncillos, muerto, con el fusil sin carga, todavía agarrado por un brazo que había sido arrancado de cuajo. Tenía una frondosa cabellera de mujer enrollada en la nuca con una peineta, y en el cuello un escapulario con un pescadito de oro. Al voltearlo con la puntera de la bota para alumbrarle la cara, el capitán se quedó perplejo. «Mierda», exclamó. Otros oficiales se acercaron.

—Miren dónde vino a aparecer este hombre —les dijo el capitán—. Es Gregorio Stevenson.

Al amanecer, después de un consejo de guerra sumario, Arcadio fue fusilado contra el muro del cementerio. En las dos últimas horas de su vida no logró entender por qué había desaparecido el miedo que lo atormentó desde la infancia. Impasible, sin preocuparse siquiera por demostrar su reciente valor, escuchó los interminables cargos de la acusación. Pensaba en Úrsula, que a esa hora debía estar bajo el castaño tomando el café con José Arcadio Buendía. Pensaba en su hija de ocho meses, que aún no tenía nombre, y en el que iba a nacer en agosto. Pensaba en Santa Sofía de la Piedad, a quien la noche anterior dejó salando un venado para el almuerzo del sábado, y añoró su cabello chorreado sobre los hombros y sus pestañas que parecían artificiales. Pensaba en su gente sin sentimentalismos, en un severo ajuste de cuentas con la vida, empezando a comprender cuánto quería en realidad a las personas que más había odiado. El presidente del consejo de guerra inició su discurso final, antes de que Arcadio cayera en la cuenta de que habían transcurrido dos horas. «Aunque los cargos comprobados no tuvieran sobrados méritos —decía el presidente—, la temeridad irresponsable y criminal con que el acusado empujó a sus subordinados a una muerte inútil, bastaría para merecerle la pena capital». En la escuela desportillada donde experimentó por primera vez la seguridad del poder, a pocos metros del cuarto donde conoció la incertidumbre del amor, Arcadio encontró ridículo el formalismo de la muerte. En realidad no le importaba la muerte sino la vida, y por eso la sensación que experimentó cuando pronunciaron la sentencia no fue una sensación de miedo sino de nostalgia. No habló mientras no le preguntaron cuál era su última voluntad.

—Díganle a mi mujer —contestó con voz bien timbrada— que le ponga a la niña el nombre de Úrsula. —Hizo una pausa y confirmó—: Úrsula, como la abuela. Y díganle también que si el que va a nacer nace varón, que le ponga José Arcadio, pero no por el tío, sino por el abuelo.

Antes de que lo llevaran al paredón, el padre Nicanor trató de asistirlo. «No tengo nada de qué arrepentirme», dijo Arcadio, y se puso a las órdenes del pelotón después de tomarse una taza de café negro. El jefe del pelotón, especialista en ejecuciones sumarias, tenía un nombre que era mucho más que una casualidad: capitán Roque Carnicero. Camino del cementerio, bajo la llovizna persistente, Arcadio observó que en el horizonte despuntaba un miércoles radiante. La nostalgia se desvanecía con la niebla y dejaba en su lugar una inmensa curiosidad. Sólo cuando le ordenaron ponerse de espaldas al muro, Arcadio vio a Rebeca con el pelo mojado y un vestido de flores rosadas, abriendo la casa de par en par. Hizo un esfuerzo para que lo reconociera. En efecto, Rebeca miró casualmente hacia el muro y se quedó paralizada de estupor, y apenas pudo reaccionar para hacerle a Arcadio una señal de adiós con la mano. Arcadio le contestó en la misma forma. En ese instante lo apuntaron las bocas ahumadas de los fusiles, y oyó letra por letra las encíclicas cantadas de Melquíades, y sintió los pasos perdidos de Santa Sofía de la Piedad, virgen, en el salón de clases, y experimentó en la nariz la misma dureza de hielo que le había llamado la atención en las fosas nasales del cadáver de Remedios. «¡Ah, carajo! —alcanzó a pensar—, se me olvidó decir que si nacía mujer le pusieran Remedios». Entonces, acumulado en un zarpazo desgarrador, volvió a sentir todo el terror que le atormentó en la vida. El capitán dio la orden de fuego. Arcadio apenas tuvo tiempo de sacar el pecho y levantar la cabeza, sin comprender de dónde fluía el líquido ardiente que le quemaba los muslos.

—¡Cabrones! —gritó—. ¡Viva el partido liberal!

Capítulo 7

En mayo terminó la guerra. Dos semanas antes de que el gobierno hiciera el anuncio oficial, en una proclama altisonante que prometía un despiadado castigo para los promotores de la rebelión, el coronel Aureliano Buendía cayó prisionero cuando estaba a punto de alcanzar la frontera occidental disfrazado de hechicero indígena. De los veintiún hombres que lo siguieron a la guerra, catorce murieron en combate, seis estaban heridos, y sólo uno lo acompañaba en el momento de la derrota final: el coronel Gerineldo Márquez. La noticia de la captura fue dada en Macondo con un bando extraordinario. «Está vivo», le informó Úrsula a su marido. «Roguemos a Dios para que sus enemigos tengan clemencia». Después de tres días de llanto, una tarde en que batía un dulce de leche en la cocina, oyó claramente la voz de su hijo muy cerca del oído. «Era Aureliano», gritó, corriendo hacia el castaño para darle la noticia al esposo. «No sé cómo ha sido el milagro, pero está vivo y vamos a verlo muy pronto». Lo dio por hecho. Hizo lavar los pisos de la casa y cambiar la posición de los muebles. Unas semanas después, un rumor sin origen que no sería respaldado por el bando, confirmó dramáticamente el presagio. El coronel Aureliano Buendía había sido condenado a muerte, y la sentencia sería ejecutada en Macondo, para escarmiento de la población.

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