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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (9 page)

Con las medidas propuestas, la mayoría para contentar a sus dos aliados, César había arriesgado su propia popularidad. Algunas rozaban el filo de la legalidad y, contra ellas, su débil colega Bíbulo sólo podía oponer continuas protestas, que culminaron en un acto teatral: para subrayar su impotencia, se retiró durante el resto del año a su mansión privada. Irónicamente, se extendió el chiste de que se estaba viviendo en el año del consulado de julio y César. Los enemigos de César llenaron las calles de Roma de panfletos con calumnias mordaces sobre su pasado. La opinión pública hacía oídos a esta propaganda y el malestar prendió incluso fuera de Roma, en los municipios italianos. Pero todavía era más peligrosa la amenaza de que, terminado el consulado, el Senado abrogara las medidas de César y lo llevara ante los tribunales, acusándolo de concusión, para eliminarlo políticamente. Para César, por tanto, la cuestión más acuciante era mantener vigente la triple alianza y conseguir de ella la realización de sus planes personales. Conociendo a Craso, el futuro de César estaba, sobre todo, ligado a la fortaleza de su alianza con Pompeyo, y obró en consecuencia, atrayendo todavía más a su aliado al ofrecerle como esposa a su hija Julia. No importaba que la joven estuviera prometida a un colaborador de César y a punto de desposarse. Al defraudado novio, Quinto Servilio Cepión, se le proporcionó una nueva compañera para consolarlo. Y en cuanto a Julia y Pompeyo, no fue un obstáculo la distancia de más de treinta años que separaba a los dos cónyuges. De hecho, el matrimonio, a pesar de su significado político, se fundamentó sólidamente en un sincero afecto. César podía ahora respirar tranquilo sobre su futuro político.

El abandono de la casa paterna de la hija Julia fue quizás el impulso que aconsejó a César volver a contraer matrimonio. Su tercera mujer, Cal purnia, incluso más joven que Julia, era hija de un aristócrata, Lucio Calpurnio Pisón, apreciado por su distinción y dotes intelectuales y decidido entusiasta de la filosofía epicúrea. También en este caso, el matrimonio, no obstante la diferencia de edad, iba a atar entre los dos cónyuges sólidos lazos sentimentales, que no serían lo suficientemente fuertes para impedir las numerosas aventuras amorosas del marido.

Sin duda, uno de los más peligrosos atributos de César era su legendario encanto, que prodigaba entre hombres y mujeres, combinado con una innata capacidad de seducción. Es cierto que a ello contribuía su persona. La mayoría de los autores que nos han legado una descripción de sus rasgos coinciden en su atractivo físico, que el propio César se encargaba de cuidar. Contamos con un buen número de retratos, que lo presentan con semblante descarnado, cráneo alargado, de perfil anguloso y pómulos prominentes, enjuto de carnes y de endeble constitución, aunque, si hemos de creer a esas mismas fuentes, de increíble resistencia. Según Suetonio:

[…] era de alta estatura, tenía la color blanca, los miembros bien proporcionados, la cara un algo de más rellena, los ojos negros y vivos y una salud robusta… Se esmeraba demasiado en el cuidado de su persona, no se limitaba a hacerse cortar el pelo y afeitarse muy apurado, sino que incluso llegaba a hacerse depilar, lo que algunos le reprocharon, y no encontraba consuelo en ser calvo, habiendo constatado más de una vez que esta desgracia provocaba las bromas de sus detractores.

Esa calvicie a la que se refiere Suetonio y que delatan buen número de sus retratos, entrelazada con su fama de seductor y su sensualidad, sería el tema de la cancioncilla cantada por sus tropas durante la celebración del triunfo por sus victorias en la guerra de las Galias:

Ciudadanos, vigilad a vuestras mujeres, que traemos con nosotros al adúltero calvo. En la Galia fornica con el oro robado a Roma.

Es también Suetonio quien proporciona la lista de sus amantes, entre las que se contaban nobles matronas como Tertulia, la esposa de Craso, o Mucia, la de Pompeyo. Pero, sin duda, era Servilla, la hermana de madre de Catón, su favorita. De Marco junio Bruto, Servilla tenía un hijo, educado por Catón, que vertió en el niño sus intransigentes convicciones políticas. Servilla volvió a casar con Décimo Silano y de él tuvo tres hijas. Sabemos que durante su consulado, César, un experto en perlas, regaló a Servilla un ejemplar valorado en la increíble suma de seis millones de sestercios
[8]
. Se rumoreaba incluso que César mantenía una relación sentimental con Tercia, una de las hijas de Servilla. La venenosa lengua de Cicerón así lo dio a entender cuando, con ocasión de la adjudicación por César de ricas propiedades a Servilla, a bajo precio, comentó: «Para que comprendáis bien la venta, se ha deducido la Tercia».

El retrato de César no quedaría completo sin aludir a su carácter: una fuerza de voluntad fuera de lo común, alimentada por una insaciable ambición y un desmesurado espíritu de emulación, que sólo podía contentarse sabiéndose el primero. Esa ambición le imponía una febril actividad, que limitaba sus horas de sueño y le empujaba a la frugalidad en la comida y la bebida. Es cierto que en la sobriedad en la bebida, que hasta su enemigo Catón reconocía —«De todos los que se levantaron contra la república, César fue el único que no se emborrachaba»—, pudo influir la epilepsia, el llamado en la Antigüedad «mal sagrado», cuyos ataques le sorprendieron en varias ocasiones a lo largo de su vida.

Tras las medidas en favor de sus aliados, César presentó en abril un gigantesco proyecto de ley agraria, destinado a aumentar su popularidad entre las masas ciudadanas: en él se contemplaba la distribución del
ager Campanus
, las tierras más fértiles de Italia, entre veinte mil ciudadanos con más de tres hijos. Al real e importante contenido social de la ley se añadía para César la inapreciable ganancia política de contar desde ahora con la clientela de los colonos, dispuestos a seguir sus consignas. Pero para César, más que en el Senado o en las asambleas
populares
, era evidente que la política de gran estilo y el auténtico poder se encontraban, como ya varias veces había experimentado su yerno Pompeyo, en los extensos comandos extraordinarios. Pero conseguir una posición de excepción semejante para nadie era tan difícil como para él, habida cuenta de la desconfianza que sus radicales medidas estaban generando. No obstante, el propio odio desmedido de sus enemigos sería para César de provecho, porque estrechó más los lazos que le unían a sus aliados, temerosos de que, si César no mantenía una real posición de poder tras su consulado, ellos mismos y, sobre todo, Pompeyo, se verían afectados, puesto que peligraría la validez de las medidas políticas tomadas por el ex cónsul.

La suerte iba a acompañar una vez más a César. Las tribus galas habían iniciado movimientos al norte de la provincia romana de la Galia y César exageró cuanto pudo el peligro que corrían territorio romano y la propia Italia. Por medio del tribuno Vatinio, logró de la asamblea que se le encargase el gobierno de la Galia Cisalpina y del Ilírico —las costas orientales del Adriático— durante cuatro años, con un ejército de tres legiones. La
lex Vatinia
significó para César un éxito de incalculables consecuencias. Desde ahora contaba con un fuerte poder militar en Italia y en los siguientes cuatro años quedaba blindado de cualquier hipotético ataque político de sus enemigos. Pero esta envidiable situación aún sería mejorada por Pompeyo, que presentó ante la cámara la propuesta de añadir al territorio confiado a César también la Galia Narbonense, con una legión más. Las protestas de Catón, acusando a César y Pompeyo de «intercambiar hijas y provincias», no prosperaron, pero era preciso asegurar la lealtad de los cónsules que sucederían a César y Bíbulo.

En las elecciones consulares del 18 de octubre los aliados consiguieron la victoria, al lograr imponer a sus candidatos, Gabinio y Calpurnio Pisón. Un valor añadido era la elección de Clodio como tribuno de la plebe, que, en su veleidoso bascular político, se ponía ahora al lado de los triunviros. Y fue Clodio quien, no bien hubo tomado posesión de su cargo, el 10 de diciembre, bombardeó la asamblea popular con una buena cantidad de propuestas de ley incendiarias. Una de ellas era la ya consabida y demagógica
lex frumentaria
, que proporcionaba a la plebe trigo a precios por debajo del mercado, que ahora Clodio iba a convertir en gratuitos, gravando con ello al Estado con la quinta parte de todos sus ingresos. Pero mucho más peligrosa sería la que proponía el levantamiento de la prohi bición que desde el año 64 impedía la proliferación de bandas (
collegia, sodalitates
). Bajo la máscara de asociaciones de carácter religioso o profesional, no se trataba sino de grupos de camorristas profesionales, dispuestos a ofrecer a cualquiera sus servicios para controlar las reuniones políticas o provocar disturbios en las asambleas o en la calle. Hay que tener en cuenta que la proletarizada mayoría de los habitantes de la Urbe, en una gran proporción descendientes de esclavos liberados, bajo míseras condiciones de vida, era un extraordinario caldo de cultivo para cualquier tipo de demagogia. Generalmente, esta masa, falta de líderes y de programas y mal organizada, a pesar de la ausencia en Roma de cuerpos regulares de policía, sólo en excepcionales ocasiones había sido protagonista de disturbios y tumultos. En la mayoría de las ocasiones, precisamente habían sido miembros individualistas de la
nobilitas
los que habían utilizado su informe fuerza para sus propios fines, pero estos movimientos, una vez superados, habían disgregado de inmediato su cohesión. La ley de Clodio iba a favorecer la organización de estas masas y a aumentar su intervención en la vida política como un factor más de desestabilización. Superada la cortapisa legal, Clodio mismo se convirtió en organizador de tales colegios, a los que distribuyó armas y encuadró en un sistema paramilitar, disponiendo así de una fuerza de choque, cuya función, en la abierta violencia de la época, era no sólo la protección del tribuno, sino servir también como arma para cualquier tipo de iniciativa y, especialmente, la manipulación de las asambleas.

El ímpetu legislativo con el que Clodio había iniciado su tribunado era buena muestra de que no se resignaba al papel de comparsa de los poderosos «triunviros», sino que pretendía una política independiente en la búsqueda de su propio poder. Un poder que también iba a utilizar para ajustar cuentas pendientes con sus enemigos y, entre ellos y sobre todo, con Cicerón, que se había ganado su odio durante el juicio incoado a Clodio por el escándalo de la
Bona Dea
en casa de César. Clodio disfrazó su ataque presentándolo como una cuestión de propaganda ideológica, con la promulgación de una
lex de provocatione
, que condenaba a todo aquel que fuera culpable directa o indirectamente de la muerte de un ciudadano romano sin juicio previo. Sin citar nombres, se sabía que el tribuno se refería a Cicerón, acusado de haber instigado a la condena de los cómplices de Catilina en diciembre del 63; y el propio Cicerón era el más convencido de ello: después de buscar en vano protección efectiva contra lo que calificaba de complot contra su persona, optó por el exilio voluntario, emprendiendo viaje hacia Macedonia. Poco después una segunda ley que explicitaba la primera condenaba al exilio a Cicerón. Su casa fue destruida y sus bienes confiscados.

Pero en este desgraciado asunto todavía ofrecía una más pesimista reflexión la postura de los cónsules, Gabinio y Pisón, que se dejaron instrumentalizar cuando el tribuno les pidió públicamente su opinión sobre el tema. Ambos se declararon a favor de los derechos ciudadanos y en contra de la utilización del
senatus consultum
ultimum,
, que había posibilitado la condena en el Senado sin atender a los derechos de apelación ante el pueblo, lo que podía parecer inaudito en labios de quienes ostentaban los poderes consulares. La más alta magistratura de la república, que desde Pompeyo y Craso había sido utilizada en contra del régimen senatorial, y a la que César había impreso un nuevo giro, se degradaba ahora como simple instrumento de un tribuno demagógico.

La conquista de la Galia

L
a invasión de los cimbrios, atajada por Mario, había mostrado a los romanos la inseguridad de las fronteras en el norte de Italia. Desde principios del siglo I se estaban produciendo amplios movimientos de tribus y pueblos en la Europa central y oriental. El gobierno romano contaba, para la defensa del nordeste, con las provincias de Macedonia y el Ilírico, esta última sólo parcialmente sometida. En cuanto al noroeste, desde el año 121 a.C. el estado romano se había asegurado, con la creación de la provincia Narbonense, un territorio continuo de comunicación terrestre con las provincias de Hispania. La nueva provincia se apoyaba en dos grandes pilares urbanos: la colonia de Narbo Martius (Narbona) y la ciudad griega de Massalia (Marsella). Pero las cambiantes condiciones políticas al norte de sus fronteras y el creciente interés de los comerciantes romanos en un ámbito muy rico en posibilidades hacían de la Galia independiente una fuente de atención constante. Su territorio, a ambos lados del Rin, estaba habitado por tribus muy populosas: en el sur, al oeste de la Narbonense, estaban asentados los aquitanos; al este, los helvecios; en la Galia central, las tribus de los arvernos, eduos, secuanos, senones y lingones; más al norte, los belgas; las costas atlánticas estaban ocupadas por los armóricos. Estas tribus no constituían una unidad política. Gobernadas por aristocracias poderosas, sólo en ocasiones establecían limitadas relaciones de amistad y clientela, y a menudo se encontraban enfrentadas entre sí. El factor más fuerte de cohesión era el sacerdocio de los druidas, que, bajo la dependencia de un jefe supremo, custodiaba antiguos dogmas de fe, atendía al culto, ejercía la jurisdicción y transmitía conocimientos de ciencia y cultura.

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