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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (13 page)

Las medidas políticas de César tuvieron un alcance mucho menor que las sociales. La mayoría se redujo a acomodar las instituciones públicas a su posición de poder sobre el Estado, sin pretender reformarlas en profundidad. César reorganizó el Senado, aumentando el número de sus miembros de seiscientos a novecientos, al tiempo que restringía drásticamente las competencias de la cámara, para convertirla en un órgano vacío de poder, en un simple instrumento de aclamación. También las asambleas apenas mantuvieron sus aspectos formales, utilizadas por el dictador a voluntad. Las magistraturas, por su parte, perdieron casi por completo su posibilidad de obrar con independencia, consideradas por el dictador más como un cuerpo de funcionarios que como portadores de la función ejecutiva del Estado.

En el conjunto de la obra pública de César, por último, no puede silenciarse su más perdurable reforma, sin duda: la del calendario romano. Su principio fundamental, en cuya conducción prestó su asistencia técnica el astrónomo Sosígenes de Alejandría, consistió en la sustitución del año lunar como base de los cómputos por el solar de 365 días y un cuarto. El nuevo calendario juliano, introducido oficialmente el 1 de enero del 45 por el dictador, en su calidad de
pontifex
maximus
, supuso el alargamiento del año anterior —el llamado
annus confusionis
— en ochenta días, y mantuvo su vigencia hasta 1582, fecha en que fue mejorado en sus detalles por el papa Gregorio XIII.

En contraste con la múltiple actividad de César en el campo administrativo, no parece existir una tendencia constante por lo que respecta a la regulación institucional, si es que ha existido, de su papel sobre el Estado. En el transcurso del año 49, una vez iniciada la guerra, César había sido nombrado dictador, pero depuso la magistratura cuando en el año 48 recibió legalmente, como había sido su deseo, el consulado, al que tras la victoria de Farsalia se añadió una segunda dictadura para el término de un año (48-47).Tras la vuelta de Oriente y antes de iniciarse la campaña de África, en el curso del año 47, César hizo elegir nuevos cónsules, a pesar de lo avanzado del año, y solicitó para sí la magistratura consular, la tercera de su carrera, para el año 46. El regreso de César de África, tras la victoria de Thapsos, desató en el Senado una ola de honores en favor del vencedor: la dictadura para el término de diez años, la cura morum, es decir, la capacidad de vigilancia de las costumbres, el derecho de asiento en el Senado entre ambos cónsules en una silla de marfil o el de ser pre guntado en cada sesión en primer lugar como
princeps
senatus, y, por supuesto, un cuádruple triunfo por sus victorias sobre Egipto, Galia, Farnaces y juba, sin importar que, en parte, habían sido conseguidas sobre romanos. En los últimos días de septiembre desfilaron tras César, revestido con la púrpura y en un carro tirado por un tronco de caballos blancos, sus ilustres cautivos: el galo Vercingétorix, el pequeño juba, hijo del rey de Mauretania, y la hermanastra de Cleopatra, Arsinoe. Pero ni el día más glorioso pudo librarse el triunfador de la sátira de sus propios soldados, a quienes, de acuerdo con las costumbres, se les permitía en la ocasión entonar canciones procaces sobre sus generales:

César sometió las Galias; Nicomedes, a César.

He aquí a César, que triunfa porque sometió las Galias,

mientras Nicomedes, que «sometió» a César, no triunfa.

El viejo incidente, ahora recordado, irritó profundamente a César, que juró solemnemente no haber mantenido jamás una culpable relación con el rey de Bitinia.

No perdió César la ocasión para fines propagandísticos, dando así una significación política a la celebración del triunfo. Al reparto del cuantioso botín de guerra entre sus veteranos, a los juegos y regalos ofrecidos a la plebe, añadió la consagración de un nuevo espacio público, el
Forum Iulium
, en el que se levantaba el templo de
Venus Genetrix
, es decir, la advocación de la diosa como madre del linaje de los julios, a cuya ascendencia pretendía remontarse, como componente carismático de la proyección de su personalidad.

Los honores otorgados a César lo elevaban por encima de la tradicional igualdad oligárquica en la que se fundamentaba la
res publica optimate
. Pero la limitación temporal de la dictadura aún podía dar la impresión de una situación provisional, que a la larga habría conducido de nuevo a la restauración de la república. Esta apariencia de tradición constitucional, empero, desapareció cuando César regresó a Roma en 45 a.C., después de la campaña de Munda. No fue sólo la fatigosa concesión de nuevos honores y poderes, algunos incluso comprometidos, al elevar la personalidad de César a categoría sobrehumana, cuando no divina. Así, su imagen recibió el derecho a utilizar un
pulvinar
o capilla, como las de las divinidades clásicas; su mansión sería adornada con un
lastigium
, la cornisa decorada, reservada sólo a los templos; su persona, en la advocación de
divus Iulius
, recibiría culto en un nuevo templo, en compañía de la
Clementia
, con un
flamen
o sacerdote propio; una vez muerto, su cadáver sería enterrado dentro del recinto sagrado de la ciudad, honor no autorizado jamás a otro ser humano.

Más digno de reflexión fue, no obstante, el otorgamiento por decreto senatorial de la dictadura vitalicia. La última esperanza que podía restar a los partidarios de la república de que el gobierno anómalo de César fuese provisional, desapareció cuando, haciendo uso de este nombramiento, en febrero del año 44, dejó de acompañar la designación de
dictator
del numeral correspondiente y eligió la fórmula de
dictator perpetuus
. La decisión no significaba otra cosa que el último paso de facto hacia la autocracia, con un título que a duras penas podía enmascarar su calidad de monarca o tirano.

Si César intentó transformar esta concentración de poder, oficialmente, en una monarquía y, como consecuencia, recibir los atributos correspondientes a la institución —el título de
rex
y la diadema—, nunca podrá asegurarse. Desde el plano de los hechos, es cierto que públicamente siempre rechazó la monarquía. De las varias anécdotas significativas que lo confirman, destaca el incidente durante la celebración de las
Lupercalia
, el 15 de febrero de 44 a.C. César asistía a esta antiquísima fiesta romana desde su trono dorado, revestido de los atributos de triunfador recientemente otorgados por el Senado. Marco Antonio, su colega en el consulado, que como
magister
de los
Luperci
participaba en la tradicional carrera de estos sacerdotes alrededor del Palatino, se adelantó hacia el dictador y le colocó en la cabeza una diadema, símbolo inequívoco de la realeza. La expectante actitud de la muchedumbre ante el inesperado hecho se transformó en aclamación tan pronto como César, despojándose de la diadema, la depositó en el templo de Júpiter Capitolino, con la aclaración de que sólo Júpiter era el rey de los romanos. Pero, a pesar del inequívoco rechazo de la diadema en la fiesta de las
Lupercalia
, la cuestión de la aspiración de César a la realeza permaneció vigente en las sombras y desempeñó un papel muy importante en la propaganda que la oposición al dictador, crecida a la categoría de conjura, desplegó para justificar su determinación de eliminarle.

La conjura

P
artidarios y oponentes habían supuesto que la política de conciliación proclamada por César era auténtica, y que su propósito final era, como en otro tiempo el de Sila, la restauración de la
res publica
. Esta esperanza fue deteriorándose de día en día cuando César, lejos de restaurar las instituciones tradicionales y otorgarles nueva vida, las utilizó, sin consideración alguna, para imponer su voluntad de poder. La oposición aceptó el perdón y externamente se adaptó a la nueva situación, pero rechazándola en lo íntimo. Más grave fue, no obstante, el alejamiento de César de sus propios partidarios y la perplejidad que sus actos causaron en la opinión pública, en especial entre la plebe romana, que siempre le había apoyado. La falta de interés por las instituciones y por la tradición, la obsesiva preocupación por atacar la solución de los problemas de estado sin atenerse a las formas legales, sólo apoyado en su propia autoridad y en su «corte» personal, no podían conseguir el fortalecimiento de un nuevo orden duradero. Es decir, faltó la posibilidad de acoplar los intereses propios de César —su aspiración al poder y a la eficacia— con los generales, que exigían de forma unánime nuevas instituciones o restauración de las antiguas. Y estas carencias empujaron a César a un mayor distanciamiento, respondido por la incomprensión de la sociedad romana, de la que resultaron malentendidos, caldo de cultivo para la conjura.

Sin duda, era la usurpación del poder la más insistente acusación contra César en esta atmósfera enrarecida de los meses posteriores a Munda. difícilmente se le podía escapar al dictador que la tensión crecía de día en día, mientras se acentuaba su aislamiento. Una serie de anécdotas muy significativas lo atestiguan. Así, cuando el Senado y magistrados romanos acudieron ante César para participarle los últimos honores decretados a su persona y éste los recibió sentado, la opinión pública tachó su actitud de falta de respeto e incluso de ofensa a las más altas instituciones de la república. El incidente creció en proporciones tan peligrosas que César creyó necesario disculparse, aduciendo un desvanecimiento que le habría impedido levantarse ante los senadores. Pero, sobre todo, era manifiesta la inconsecuencia con que el dictador compaginaba sus poderes totalitarios y los signos exteriores que lo subrayaban, con instituciones republicanas tan enraizadas en la esencia política romana como el tribunado de la plebe. En octubre del 45 César celebró un quinto triunfo, en esta ocasión sobre Hispana, sin importarle que los vencidos fueran, en gran medida, también romanos. Al paso del carro de César, el tribuno de la plebe Poncio Aquila permaneció sentado en la tribuna, sin otorgar al triunfador el saludo tradicional de aclamación, lo que provocó en el dictador un resentimiento que subrayó insistentemente en los días siguientes, cuando terminaba todas sus intervenciones en el Senado con la apostilla «si Aquila no tiene inconveniente». Meses más tarde, cuando César regresaba a Roma de un sacrificio público en procesión, surgieron entre los espectadores algunos gritos que lo aclamaban como
rex
. César salió al paso comentando que él se llamaba
Caesar
y no
rex
(juego de palabras fundado en la existencia de una rama del linaje Marcio distinguido por este sobrenombre). Pero el incidente, obviado tan ingeniosamente, se complicó cuando dos tribunos de la plebe apresaron, entre el aplauso de los espectadores, a uno de los que habían proferido los gritos y lo llevaron ante los tribunales. César lo consideró como una ofensa personal, acusando a los tribunos de difamación, que éstos se apresuraron a contestar con un edicto en el que proclamaban amenazada su libertad de competencia. Era un certero golpe contra quien había invadido Italia y derrocado un gobierno legalmente constituido, precisamente, bajo el pretexto de defender la amenazada libertad de los tribunos de la plebe. Para César el asunto se convirtió en una cuestión de prestigio, que le empujó incluso a solicitar del Senado la expulsión de los tribunos y su extrañamiento de la cámara, con la justificación de encontrarse en el desagradable aprieto de obrar contra su propia naturaleza o tener que aceptar la denigración de su dignidad. El obediente Senado se plegó a sus deseos, pero la satisfacción no podía significar asentimiento.

César procuró salir al paso de las acusaciones de tiranía con ciertos gestos elocuentes, como el de disolver su guardia personal ibérica, sin aceptar la ofrecida por el Senado, compuesta de miembros de la cámara y caballeros. Pero, sobre todo, fue creciendo la idea de que el callejón sin salida en que parecía encontrarse su posición en Roma se despejaría con una gran empresa exterior. Pretextos para la misma no faltaban. En la frontera oriental del imperio, los partos, pocos años antes, habían puesto en entredicho el honor romano al destruir en Carrhae el ejército de Craso, y sus recientes intervenciones en la esfera de intereses romanos añadían a los deseos de revancha un carácter de urgencia. César inició concienzudamente los preparativos, no sólo militares, sino políticos. Del gigantesco ejército que se pensaba invertir en la campaña, compuesto por dieciséis legiones y diez mil jinetes, fue destacada una avanzada de seis legiones al otro lado del Adriático, a Apolonia, donde debía aguardar la llegada de César, prevista para el 18 de marzo; por otra parte, la larga ausencia del dictador requería la regulación previa de las relaciones internas, por lo que le fue otorgado el derecho de elegir los magistrados de los próximos tres años. En estas circunstancias y bajo la impresión de estos preparativos, se extendió por Roma el rumor del descubrimiento de un oráculo sibilino según el cual los partos sólo serían vencidos por un rey. Un pariente de César, Lucio Aurelio Cotta, miembro del colegio de oráculos, anunció su intención de presentar a la sesión del Senado, prevista para el 15 de marzo, la propuesta de proclamar rey al dictador, aunque sólo para el ámbito provincial, no para Roma.También se decía que César pretendía trasladar su residencia a Alejandría o Ilión, la sede de la mítica Troya, junto con otros rumores carentes de fundamento.

Parecía no sólo buen momento, sino también, probablemente, la última ocasión para que la oposición intentara jugar la última carta contra el dictador: la de una conjura para asesinarle, antes de que su marcha a Oriente la retrasara
sine die
. Según Suetonio, se habrían juramentado alrededor de sesenta senadores y caballeros, de los que conocemos los nombres de dieciséis, entre los que, si es cierto que se encontraban decididos oponentes de César, como los pretores Marco junio Bruto y su cuñado Cayo Casio Longino
[10]
, tampoco faltaban partidarios y hombres de confianza del dictador, como Cayo Trebonio. A pesar de los rumores sobre su existencia, César decidió acudir a la sesión del Senado del 15 de marzo de 44 a.C. De nada sirvieron las advertencias de sus allegados y, en particular, de Calpurnia, su esposa, que expresó a César sus temores, tras tener un sueño la noche anterior en el que lo veía muerto en sus brazos. Al parecer, César, que sabía de la escasa inclinación de Calpurnia a las supersticiones, tomó en serio la advertencia y expresó su intención de permanecer en casa, so pretexto de encontrarse indispuesto. Se esfumaba para los conjurados la ocasión esperada, pero uno de ellos, Décimo Bruto
[11]
, consiguió convencer a César para que cambiara su decisión haciendo burla de las advertencias de los adivinos y —siempre según Plutarco— atrayéndole con la noticia de que en la sesión se le ofrecería el título de rey de todas las provincias fuera de Italia. Finalmente, César se dejó convencer y se dirigió al lugar de la reunión, el teatro de Pompeyo. Incluso se permitió en el trayecto una broma con un adivino que le había prevenido sobre un gran peligro en el día de los idus de marzo
[12]
. Según Plutarco:

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