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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Cazadores de Dune (2 page)

Ahora que sus recuerdos habían despertado, sabía exactamente lo que había hecho hasta el momento mismo de morir. No necesitaba aquellos archivos para saber cómo el viejo bashar Teg había acabado en una situación tan delicada en Rakis, cómo él mismo la había provocado. Él y los hombres que le eran fieles —veteranos de sus muchas y famosas campañas militares— habían robado una no-nave en Gammu, planeta que en otro tiempo la historia conoció como Giedi Prime, cuna de la perversa pero extinguida casa Harkonnen.

Años antes, Teg había sido convocado para proteger al joven ghola de Duncan Idaho, después de que los once gholas anteriores fueran asesinados. El viejo Bashar logró mantener al duodécimo ghola con vida hasta la edad adulta y finalmente le devolvió sus recuerdos, que le ayudaron a escapar de Gammu. Murbella, una de las Honoradas Matres, trató de esclavizar sexualmente a Duncan, pero fue él quien la esclavizó a ella gracias a ciertas capacidades ocultas con que sus creadores tleilaxu le habían dotado. Sí, por lo visto Duncan era un arma viviente diseñada específicamente para desestabilizar a las Honoradas Matres. No es de extrañar que aquellas rameras furiosas estuvieran tan desesperadas por encontrarle y matarle.

Después de asesinar a cientos de Honoradas Matres y sus sirvientes, el viejo Bashar se escondió entre hombres que habían jurado dar su vida para protegerle. Ningún gran general había suscitado un sentimiento de lealtad tan grande desde Paul Muad’Dib, o incluso desde el fanatismo de la Yihad Butleriana. Mientras comían y bebían, con una profunda nostalgia, el Bashar les explicó la necesidad de que robaran una no-nave para él. Aunque parecía una empresa imposible, los veteranos no la cuestionaron en ningún momento.

Cómodamente instalado en la cámara de archivos, el joven Miles revisó los registros de vigilancia de las fuerzas de seguridad del puerto espacial de Gammu, imágenes tomadas desde los elevados edificios del Banco de la Cofradía de la ciudad. Aunque habían pasado muchos años, cada paso de aquel ataque le parecía perfectamente lógico.
Era la única forma de lograrlo, y lo logramos…

Tras volar hasta Rakis, Teg y sus hombres encontraron a la reverenda madre Odrade y a Sheeana, que salieron al encuentro de la nave en el vasto desierto a lomos de un viejo gusano gigante.

Quedaba poco tiempo. Las vengativas Honoradas Matres ya estaban en camino, y estaban furiosas porque el Bashar las había puesto en ridículo en Gammu. En Rakis, él y los hombres que le quedaban abandonaron la no-nave en vehículos blindados, y provistos de armas. Había llegado la hora para un último pero vital enfrentamiento.

Antes de que el Bashar partiera con sus soldados leales a enfrentarse a las rameras, Odrade arañó la piel correosa de su cuello con muy poca discreción para recoger algunas muestras de células. Teg y la Reverenda Madre sabían que aquella era la última oportunidad que la Hermandad tenía de preservar una de las mentes militares más prodigiosas desde la Dispersión. Sabían que estaba a punto de morir. Aquella sería la última batalla de Miles Teg.

Mientras el Bashar y sus hombres entraban en combate con las Honoradas Matres en tierra, otros grupos de rameras estaban tomando con rapidez otros centros de población de Rakis. Masacraron a las hermanas Bene Gesserit que habían quedado atrás, en Keen. Mataron a los maestros tleilaxu y a los sacerdotes del Dios Dividido.

La batalla estaba perdida, pero Teg y los suyos se arrojaron contra las defensas enemigas con una furia sin precedente. Y, puesto que la soberbia de las Honoradas Matres no les permitía aceptar una humillación como aquella, se vengaron atacando todo el planeta y destruyeron todo y a todos los que había allí. Incluido él.

Entretanto, los viejos guerreros del Bashar habían ideado una maniobra de distracción para que la no-nave pudiera escapar, llevando a bordo a Odrade, el ghola de Duncan y a Sheeana, que consiguió hacer que el viejo gusano de arena entrara en el compartimiento de carga. Poco después de que la nave se hubiera puesto a salvo, Rakis fue destruido… y el gusano se convirtió en el último de los de su especie.

Aquella fue la primera vida de Teg. Sus recuerdos reales se acababan ahí.

Mientras contemplaba las imágenes del bombardeo final, Miles Teg se preguntó en qué momento habría sido destruido su cuerpo. ¿Importaba eso realmente? Ahora que volvía a estar vivo, tenía una segunda oportunidad.

Utilizando las células que Odrade había tomado de su cuello, la Hermandad creó una copia del Bashar y activó sus recuerdos genéticos. Las Bene Gesserit sabían que necesitarían de su genio táctico en la guerra contra las Honoradas Matres. Y, ciertamente, el Teg-niño había guiado a la Hermandad a la victoria en Gammu y Conexión. Había hecho todo lo que le pidieron.

Más adelante, él y Duncan, junto con Sheeana y sus disidentes, volvieron a robar la no-nave y huyeron de Casa Capitular: no soportaban lo que Murbella estaba permitiendo que pasara con las Bene Gesserit. Ellos más que nadie entendían que el misterioso Enemigo seguía persiguiéndolos, por muy perdida que estuviera la no-nave…

Cansado de hechos y de recuerdos impuestos, Teg detuvo la proyección, estiró sus brazos delgados y abandonó el sector de archivos. Pasaría varias horas realizando vigorosos ejercicios físicos, luego trabajaría su capacidad con las armas.

Aunque vivía en el cuerpo de un niño de trece años, tenía que estar preparado para cualquier cosa y no bajar nunca la guardia.

2

¿Por qué pedirle a un hombre que está perdido que te guíe? ¿Por qué te sorprendes si te conduce a la nada?

D
UNCAN
I
DAHO
,
Un millar de vidas

Iban a la deriva. Estaban a salvo. Estaban perdidos.

Una nave inidentificable en un universo sin identificar.

Como solía pasar, Duncan Idaho estaba solo en el puente de navegación, y sabía que había poderosos enemigos persiguiéndolos. Amenazas dentro de amenazas dentro de amenazas. La no-nave vagaba por el vacío, muy lejos de cualquier lugar explorado por los humanos. En un universo totalmente distinto. Y no acababa de decidir si se estaban escondiendo o solo estaban atrapados. No habría sabido cómo volver a un sistema estelar conocido ni aun queriendo.

De acuerdo con los cronómetros independientes del puente, ya llevaban años en aquel universo alternativo… aunque ¿quién puede saber cómo discurre el tiempo en otro universo? Quizá allí las leyes de la física y el paisaje galáctico eran totalmente distintos.

De pronto, como si en sus preocupaciones hubiera tenido un elemento de presciencia, Duncan se dio cuenta de que las luces del panel principal de instrumentos parpadeaban de forma aleatoria y los motores estabilizadores subían y bajaban por la sobrecarga. Aunque no veía nada extraño aparte del ahora familiar remolineo de gases y ondas de energía distorsionada, la no-nave acababa de topar con lo que él consideraba un «tramo accidentado». ¿Cómo se pueden encontrar turbulencias en un espacio donde no hay nada?

La nave se sacudió en medio de una extraña gravedad, agitándose por efecto de un chorro de partículas de alta energía. Duncan desconectó los sistemas de navegación automática y cambió el rumbo, pero la cosa fue a peor. Destellos naranjas apenas perceptibles aparecían ante la nave, como un fuego tenue y parpadeante. La cubierta se estremeció, como si hubieran chocado contra un obstáculo, pero Duncan no veía nada. ¡Absolutamente nada! Aquello tenía que ser el vacío, no dar sensación de movimiento ni turbulencia. Qué extraño universo.

Duncan corrigió el rumbo, hasta que los instrumentos y los motores se estabilizaron y las lucecitas dejaron de parpadear. Si la cosa iba a peor, quizá tendría que probar con otro arriesgado salto a través del tejido espacial. Cuando abandonaron Casa Capitular, él pilotó la no-nave sin ninguna guía, tras purgar los sistemas de navegación y los archivos de coordenadas, sin otra cosa que su intuición y una presciencia rudimentaria. Cada vez que activaba los motores Holtzman, Duncan jugaba con la seguridad de la nave y las vidas de los ciento cincuenta refugiados que viajaban a bordo. No lo haría si no era totalmente necesario.

Tres años atrás, cuando huyeron, no había tenido elección. Duncan había hecho despegar la gran nave de su campo de aterrizaje… y no escaparon per se, sino que se llevó consigo la prisión donde la Hermandad le había confinado. Pero huir no era bastante. Con su mente afinada, Duncan había visto que la trampa se cerraba a su alrededor. Los observadores del Enemigo Exterior, con sus inocuos disfraces de anciano y anciana, tenían una red, y podían arrojarla a través de distancias inmensas para capturar la no-nave. Duncan había visto la malla multicolor cuando empezaba a contraerse, había visto a la extraña pareja de ancianos sonriendo con expresión victoriosa. Pensaban que le tenían, que tenían la nave en su poder.

Moviendo los dedos con rapidez, con una concentración tan afilada como cristal tallado, Duncan logró que los motores Holtzman hicieran cosas que ni siquiera un navegador de la Cofradía Espacial les habría exigido. Y, cuando la red invisible del Enemigo se estaba cerrando, él salvó la nave, se adentró hasta tal punto entre los pliegues del espacio que desgarró el tejido mismo del universo y salió más allá. Su adiestramiento como maestro de armas le había sido muy útil.
Como una hoja que lentamente penetra en lo que de otro modo es un escudo personal impenetrable.

Y entonces la no-nave se encontró en un lugar totalmente distinto. Pero Duncan permanecía alerta, y no se permitió dar ni un suspiro de alivio. En aquel universo incomprensible, quién sabe lo que podían encontrar.

Duncan estudió las imágenes externas transmitidas por los sensores repartidos más allá del campo negativo. El paisaje no había cambiado: velos tortuosos de gas de nebulosa y polvo que nunca se condensarían para formar estrellas. ¿Era aquello un universo joven que aún no había acabado de formarse, o un universo tan indeciblemente antiguo que todos sus soles se habían apagado y habían quedado reducidos a ceniza molecular?

El grupo de refugiados marginados necesitaba desesperadamente volver a la normalidad… o al menos ir a algún sitio. Había pasado demasiado tiempo; el miedo y la angustia del principio degeneraron en un primer momento en confusión, luego en inquietud y malestar. Aquella gente quería algo más que limitarse a estar perdidos y a salvo. O miraban a Duncan Idaho con esperanza o le culpaban por su situación.

En aquella nave se mezclaban diferentes facciones de la humanidad (¿o los verían Sheeana y sus hermanas Bene Gesserit como simples «especímenes»?). El surtido incluía un abanico de Bene Gesserit ortodoxas —acólitas, supervisoras, Reverendas Madres, e incluso operarios masculinos—, además de Duncan y el joven ghola de Miles Teg. A bordo también viajaba un rabino y un grupo de judíos que fueron rescatados de un intento de pogromo de las Honoradas Matres en Gammu; un maestro tleilaxu superviviente; cuatro futar… monstruosos híbridos hombre-felino creados durante la Dispersión y esclavizados por las rameras. Además, la gran cámara de carga daba cobijo a siete pequeños gusanos de arena.

Ciertamente, constituimos una extraña mezcla. Una nave de locos.

Un año después de huir de Casa Capitular y haber quedado atascados en aquel universo distorsionado e incomprensible, Sheeana y sus seguidoras Bene Gesserit se habían unido a Duncan en una ceremonia de bautismo. A la vista del interminable vagar de la no-nave, el nombre de
Ítaca
les pareció el más apropiado.

Ítaca, una pequeña isla de la antigua Grecia, hogar de Odiseo, que pasó diez años errando después de la guerra de Troya, tratando de encontrar el camino de vuelta a casa. Igual que Duncan y sus compañeros, que necesitaban un lugar donde poder establecerse, un puerto seguro. Aquella gente estaba viviendo su propia odisea y, sin un mapa ni un simple mapa de estrellas, Duncan estaba tan perdido como Odiseo.

Nadie era consciente de lo mucho que Duncan deseaba regresar a Casa Capitular. Su corazón estaba unido a Murbella, su amada, su esclava, su dueña. Separarse de ella había sido la tarea más dura y dolorosa que recordaba en sus múltiples vidas. No creía que jamás pudiera recuperarse por su pérdida.
Murbella…

Pero Duncan Idaho siempre había puesto el deber antes que los sentimientos. A pesar de su tristeza, asumió la responsabilidad de velar por la seguridad de la no-nave y sus pasajeros, incluso en un universo desvirtuado.

Había momentos en que alguna combinación aleatoria de olores le recordaba el peculiar aroma de Murbella. Los esteres orgánicos que flotaban por el aire procesado de la no-nave entraban en contacto con sus receptores olfativos y despertaban algún recuerdo de los once años que habían compartido. El sudor de Murbella, su pelo ámbar oscuro, el peculiar sabor de sus labios, y el aroma a agua de mar de sus «colisiones sexuales». Durante años, sus apasionados encuentros habían sido a la vez íntimos y violentos, y ninguno de los dos había sido lo bastante fuerte para romper la dependencia.

No debo confundir la adicción con el amor.
El dolor era tan agudo e insoportable como la agonía debilitadora del síndrome de abstinencia de una droga. Hora a hora, mientras la no-nave seguía surcando el vacío, Duncan se alejaba más de ella.

Duncan se recostó en el asiento y abrió sus sentidos únicos, buscando, temiendo siempre que alguien descubriera la no-nave. Lo malo de ocuparse personalmente de aquella tarea tan pasiva de vigilancia era que de vez en cuando se perdía en el recuerdo de Murbella. Para superar el problema, Duncan compartimentalizó su mente de mentat. Si una parte se desviaba, otra permanecía siempre alerta, atenta a posibles peligros.

En los años que habían pasado juntos, Murbella y él habían tenido cuatro hijas. Las dos últimas —gemelas— ya casi serían adultas. Pero desde el momento en que la Agonía había transformado a su Murbella en una auténtica Bene Gesserit, la perdió. Y, puesto que anteriormente ninguna Honorada Matre había terminado su adoctrinamiento —readoctrinamiento en realidad— y había logrado convertirse en una Reverenda Madre Bene Gesserit, la Hermandad se mostró especialmente complacida. El corazón destrozado de Duncan fue, y seguía siendo, un daño colateral.

En el ojo de su mente, el adorable semblante de Murbella lo acosaba. Sus capacidades de mentat —una capacidad, sí, pero también una maldición— le permitían recordar hasta el último detalle de sus facciones, su rostro ovalado, la frente ancha, los ojos verdes y duros que le recordaban el jade; el cuerpo esbelto, capaz de luchar y hacer el amor con igual destreza. Y entonces recordó que sus ojos verdes se habían vuelto azules tras la Agonía de Especia. No, no era la misma persona…

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