El cansancio, la angustia, enredaban el sueño y el recuerdo. La noche anterior había pensado que el encuentro prodigioso que estaba sucediéndole era irreal y era también irrepetible: pero todo se repitió, casi punto por punto, desde los boleros en el tocadiscos anticuado hasta las carcajadas y los gritos de Carlota, y también el ruido de la tormenta y la furiosa lluvia contra los cristales, y los cigarrillos ávidamente fumados por ella, echada en el respaldo, contando las mismas historias sobre triunfos teatrales con la misma convicción y la misma amargura que si él no las hubiera escuchado ya, desnuda y grande, resplandeciendo de sudor, el pelo rubio sobre la cara y las cejas negras, tan oscuras como el vello púbico. Había vuelto a tener los mismos accesos de silencio y de miedo, cuando se llevaba el dedo índice a los labios hinchados como si hubiera oído que se acercaba alguien, y lo único que él escuchaba era el ruido del ascensor.
No le preguntó qué había hecho en su ausencia ni le dijo dónde había estado ella. Repitió las mismas miradas de desafío y de asombro, le explicó los matices del vocabulario erótico porteño que él ya había aprendido la noche anterior, volvió a usar caricias y sugerencias idénticas, le mordió con la misma dosis de deseo y de furia exactamente en los lugares donde él ya tenía la huella de sus dientes, de la succión de sus labios. Y él volvió a vivir lo que creyó que nunca se repetiría, el orgulloso poderío viril, la dulzura y la vanidad de la conquista, la extenuación y la delicia al filo del desvanecimiento, el peso abrumador del sueño en los párpados, en el cuerpo entero, arañado y dolido, ebrio, rebosado de cansancio y de gozo. Me dirigió una de sus miradas de exacta evaluación y me dijo, creo que con cierta sorna:
—Pero qué voy a contarte yo a ti de estas cosas, Claudio, si tú habrás vivido en directo la revolución sexual en todas esas universidades americanas, la contracultura, como dice Mariluz.
Sonreí tontamente, asentí con la cabeza, aunque mirando al suelo, acordándome de que en la época de la contracultura yo estaba interno en un horrible colegio salesiano, donde sólo tuve acceso a la muy modesta revolución sexual del onanismo contaminado de culpa, de miedo no sólo a ir al infierno, sino también a quedarme paralítico o raquítico, según nos advertían los buenos padres encargados de nuestra educación. ¿Por qué me intimidaba tanto ese compatriota rudo y provinciano que no sabía pronunciar correctamente ni la palabra más fácil en inglés y a quien dentro de muy poco tiempo, unas horas como máximo, dejaría de ver para siempre? Más aún: ¿por qué, en el fondo, le daba tanto crédito a lo que me contaba, a aquella suma de los lugares comunes más tristes del palurdo donjuanismo español?
De tanto hablar dijo que se le había quedado la boca seca, y que iría a comprar un paquete de chicles al newstand más próximo, que era, me di cuenta como de una coincidencia en un sueño, el mismo en el que nos habíamos encontrado, ya no sabía cuánto tiempo atrás, yo con mi edición de
El País Internacional
asomando del bolsillo de mi raincoat, él, ahora advertí retrospectivamente ese detalle, con una lujosa revista de automovilismo o de motociclismo... Lo vi desaparecer tras un expositor de best —sellers, y entonces se me ocurrió la idea, a la vez perentoria y absurda, de aprovechar ese momento para marcharme de allí, para salir a toda prisa, subiéndome quizás a uno de aquellos remolques eléctricos que cruzaban veloz y silenciosamente de unas terminales a otras, transportando equipajes y pasajeros ancianos o impedidos: estábamos en la de tránsitos, pero yo debía ir a la internacional, y Abengoa a la de domestic flights, así que no me costaría nada perderlo de vista para siempre, no se le ocurriría ir a buscarme. Apreté el handle del maletín de mi computer, dispuesto a levantarme, notando el entumecimiento de las horas de espera, incapaz de imaginar el ridículo de que Abengoa me sorprendiera en el arranque de la huida. Apareció por fin, masticando sonoramente el chicle, me ofreció uno sonriéndome con la misma cara de astucia y de burla que si me hubiera leído el pensamiento. Unos segundos después yo ya estaba de nuevo atrapado en su relato y no me era posible la huida:
—En resumen, Claudio, que me desperté de milagro cuando no faltaban ni dos horas para la llegada del vuelo de Madrid y no me quedaban ya fuerzas ni para levantarme de la cama y darle al grifo de la ducha. Me miré en el espejo y estaba muy pálido, con la barba crecida, con toda esta parte del cuello morada de mordiscos. Qué mujer, Carlota Fainberg, qué vampira, me sentía como si me hubiera chupado la vida, pero no te creas que se rendía, ni siquiera entonces, fue detrás de mí hacia el cuarto de baño y empezó a restregárseme, no quería que me metiera en la ducha. Me puse serio, la aparté de mí, le dije que aunque no llevaba alianza estaba casado, que mi mujer iba a llegar esa misma mañana, y que aunque fuera doloroso para los dos yo no pensaba poner en peligro mi matrimonio. Eso le dije, Claudio, con esas palabras, más que nada por ver si se llevaba un corte y no me hacía perder más tiempo. Entonces se puso arrogante, levantó la barbilla y me di más cuenta todavía de lo alta que era, allí desnuda, en aquel cuarto de baño, mirándome un poco desde arriba, eso que iba descalza. Me dijo que qué me había creído yo, un gallito español, eso me dijo, gallito, con esa elle que hacen los argentinos, que ella también estaba casada, y que tampoco iba a romper su matrimonio. Se echó a reír cuando dijo eso, lo repitió, romper su matrimonio, y de la carcajada le temblaban las tetas, qué me había pensado yo, por un asunto cualquiera, por un calentón de una o dos noches... Eso me dolió, Claudio, me hirió muy hondo, me sentí traicionado. Pero no tenía tiempo que perder, aún me faltaba ducharme y ponerme ropa limpia y tomar algo para que no me temblaran las piernas, y encontrar un taxi que no se cayera hecho pedazos camino del aeropuerto.
—Y ella, ¿qué hizo?
—¿Carlota? —en la rapidez del relato Abengoa se había olvidado de ella, como quien deja algo en la habitación del hotel al marcharse a toda prisa —. Se quedó en la cama, fumando, con las cortinas echadas, mirándome con cara de burla mientras me vestía, como si me dijera: «Anda, ve corriendo a reunirte con tu mujercita». Parecía que además de con los ojos me miraba con los pezones tan grandes que tenía, como fresas, Claudio, y casi del mismo color... Y salí echando hostias, menos mal que encontré taxi rápido y que el avión de Madrid aterrizó con una hora de retraso y me dio tiempo a recuperarme un poco. Mariluz llegó muy cansada y demacrada, lógico, no está acostumbrada a esos viajes, pero tan cariñosa como siempre, la pobre, tan romántica cuando me vio y se echó en mis brazos, con el gesto que ponen las mujeres en esas películas que le gustan a ella, de gente que se encuentra en Venecia o que vuelve a verse después de muchos años. Me da vergüenza confesártelo, porque Mariluz, para mí, es más que la compañera de mi vida, no es una amiga, es mi amigo, como le digo yo, mi cómplice en todo: bueno, pues cuando la vi aparecer entre los pasajeros la encontré más llenita y más baja de lo que yo recordaba, y aunque no quería compararla con Carlota Fainberg tampoco podía evitarlo, claro. Ya verás que las mujeres argentinas tienen otro garbo, como más mundo, será por la mezcla de razas, o porque se psicoanalizan todas, o por esos nombres y apellidos que les ponen. Me reconocerás que no es lo mismo llamarse Mariluz Padilla Soto que llamarse Carlota, Carlota Fainberg.
Cuando llegaron de vuelta al hotel temió encontrarse con Carlota out of the blue y no tener los reflejos suficientes para que su mujer no empezara a sospechar: también le aterraba la posibilidad de que Carlota, en el fondo una histérica, le armara un escándalo. Como todo culpable, sentía un deseo compulsivo de agradar y se imaginaba rodeado de potenciales delatores. La mirada que les dirigió el viejo recepcionista a Mariluz y a él cuando entraban en el lobby fue, dijo Abengoa, glacial: el individuo levantó los ojos húmedos por encima de las gafas caídas sobre la punta de la nariz aguileña y cruzó un gesto o una señal alarmante con el ascensorista, quien le hizo una reverencia exagerada a Mariluz, no sin al mismo tiempo mirar a Abengoa como ofreciéndole su complicidad, el valor de su silencio.
—Yo no sé si todo eran imaginaciones mías, el caso es que Mariluz no parecía encontrar nada sospechoso. El hotel le encantó, como te puedes imaginar, ya te he dicho que es una romántica, la pobre, de una sensibilidad tremenda, basta que una cosa sea un poco antigua para que a ella le entusiasme. Figúrate que está empeñada en que la lleve a Viena a ver en directo el concierto ese de año nuevo, menuda castaña, ella vestida de largo, y yo de frac, el sueño de su vida, los dos llevando el ritmo con las palmas mientras la orquesta toca valses. Pero yo no bajaba la guardia, y me asusté cuando nos montamos en el ascensor con todas sus maletas y aquel desaprensivo empezó a manejar los botones y las manivelas. Yo creo que hasta me guiñó un ojo, imagínate, lo mismo me estaba pidiendo que comprara su silencio. Y mientras tanto, Mariluz encantada, sin que le importaran las sacudidas ni los crujidos de la maquinaria, emocionada, decía que era como uno de esos ascensores de las películas antiguas, y efectivamente lo era, para qué vamos a engañarnos, de la época de las películas mudas, me parece a mí. Suspiraba, me miraba con cara de felicidad, como si con la emoción se le hubiera quitado el cansancio, estaba tan contenta que en el taxi, cuando llegamos a la avenida Nueve de Julio, había empezado a tararear
Mi Buenos Aires querido
. Lo mismo le pasó una vez que la llevé a ver uno de esos templos de la India, con tantas estatuas de monos y elefantes, que daba mareo nada más mirarlas, cincuenta grados a la sombra y ella tan fresca, saltando entre aquellas ruinas llenas de maleza que estarían infestadas de toda clase de bichos, de cobras, de serpientes de cascabel, ella encantada, con un sombrero de paja y encima un pañuelo blanco que se ataba debajo de la barbilla, como en esa serie que dieron en televisión sobre los ingleses en la India, no se perdió un capítulo, la tía, los tiene todos grabados en vídeo. Yo le sonreía y a cada piso que iba subiendo el ascensor me asustaba más, mira que si al abrirse la puerta aparecía Carlota, y me decía algo inconveniente, o yo me ponía colorado, menuda es Mariluz para captar esas cosas. Llegamos al piso quince y a mí se me paró el corazón al mismo tiempo que el ascensorista paraba aquella maquinaria, mirándome muy fijo, el tío, como queriendo decirme que conocía mi secreto, que podía chantajearme, cualquiera se fía de esos sudamericanos. Abrió el ascensor, nos dejó pasar delante de él, y en el pasillo no había nadie más que la mucama de las narices, arrastrando una aspiradora que era más vieja todavía que ella. Yo ya creía que íbamos a llegar a la habitación sin problemas, y entonces...
—Apareció Carlota.
—En efecto. Detrás de una columna. Con su traje de chaqueta y sus tacones, perfecta, con los labios pintados, con la melenaza rubia, muy pálida, mirando con cara de pánico, pero no nos miraba ni a mí ni a Mariluz, sino hacia la puerta del ascensor. En ese momento, tal como yo había temido, me puse rojo, como si tuviera quince años, fíjate, se me eriza el pelo nada más acordarme. Menos mal que el ascensorista, que también hacía de botones, estaba atareado con las maletas de Mariluz y no se dio cuenta de nada. Carlota, todavía detrás de la columna, me miraba ahora como queriendo decirme algo muy urgente, ya sin la arrogancia de antes, con una cara que daba un poco de lástima. Pero yo pasé a su lado sin mirarla siquiera. Me parecía que el pasillo era esta vez mucho más largo, que no llegábamos nunca a la habitación. Yo le iba avisando a Mariluz de que no esperara una suite de lujo, pero ella no hacía caso, se había colgado de mi brazo y me apoyaba la cabeza en el hombro, cantando muy bajito
El día que me quieras
, y yo le dije, mientras el ascensorista abría la puerta, que lo que le hacía falta ahora era darse una ducha muy caliente, tomarse un tranquilizante y dormir. Ya sabes con qué rapidez inventa uno planes en esas situaciones: yo la dejaba dormida, iba a la habitación de Carlota, le pedía por favor que no me persiguiera, le explicaba que lo nuestro había sido muy bonito, pero que no podía durar, y que en el fondo era mejor así, conservar el recuerdo como un tesoro, etcétera. Pero no contaba con un imprevisto. Como digo yo siempre, el hombre propone, Dios dispone y la mujer descompone...
Abengoa tenía la intrigante virtud de despertarme recuerdos impresentables: esta vez, con su horrible refrán, me acordé de esos stickers que se llevaban antes en las ventanillas traseras de los coches españoles, con slogans tan esclarecidos como «Zoi ezpañó, cazi ná», «Suegra a bordo», o «No me toque el pito, que me irrito», letreros que a veces se repetían en ciertos platillos de cerámica colgados sobre las chimeneas, o sobre las barras de los bares: «La mujer española, cocina y escayola», «Hoy no se fía, mañana sí». Pero yo, lo confieso en los términos formulados por Chapman, ya tenía mucho más interés en la story de Abengoa que en su discourse, lo cual, en un profesor universitario, no deja de ser un poco childish: atrapado en una fugaz suspension of disbelief, yo abdicaba de todos mis escrúpulos narratológicos y quería simplemente saber lo que pasaba a continuación.
—Con lo que yo no contaba, Claudio, para serte sincero, era con la libido de mi señora, que si ya en el taxi se me arrimaba tanto y parecía tan soñolienta no era por el cansancio del vuelo transoceánico, sino porque al verme, según me dijo después, se había puesto muy caliente, cosa que jamás me diría en nuestro domicilio conyugal. Pero en un hotel, y en un hotel de época, en Buenos Aires, y a tantos miles de kilómetros de Madrid, ese romanticismo suyo se le convirtió en unas ganas incontenibles de hacer el acto, que es como le gusta decirlo a ella. Cuando yo salí del cuarto de baño diciéndole todo servicial que ya le tenía preparada la ducha y el valium, descubrí, no te lo pierdas, que había entornado las cortinas, y que se había quitado los zapatos y las medias y estaba tendida encima de la colcha, con las manos detrás de la cabeza, como La maja vestida, claro que a punto de convertirse en La maja desnuda. Mira si soy canalla, que me fijé en lo cortas que tiene las piernas. Imagínate, Claudio, qué compromiso, después de la noche que acababa de pasar con Carlota, que me temblaban todavía las rodillas, ¿iba a ser yo capaz de cumplirle a mi mujer? ¿A ti qué te parece?
Dejó pasar unos segundos de silencio y yo no dije nada, sin duda puse cara de tonto, de bobo espectador en una pausa de la intriga.