Ahora notaba también el olor que lo envolvía casi con la misma densidad que las sábanas, un olor mezclado de perfume de madreselva y de cuerpos que habían sudado y segregado mucho. Hombre activo, le inquietó no saber la hora y comprobar que también había dormido sin su inseparable Rolex. Empezó a incorporarse, a ver si lo encontraba sobre la mesa de noche, pero el esfuerzo de pronto le pareció enorme, le faltaron las ganas, le volvía el sueño, se dijo ya medio adormilado que se quedaría en la cama unos pocos minutos más, que tenía derecho a un poco de descanso después de tantos viajes, después de una noche tan sexualmente heroica como la que acababa de pasar. Antes de dormirse, al recostarse de lado en la almohada, donde había manchas de carmín y era más fuerte el olor a madreselva, vio un instante la cara del novio en la foto de la mesa de noche, y pensó con lástima, con un poco de remordimiento, que debería de estar enfermo, porque la foto no podía ser de muchos años atrás, y sin embargo, al verlo en la recepción, el hombre le había parecido un viejo, tenía ya todo el pelo blanco.
—Qué vergüenza —apenas había cerrado los ojos, una voz áspera lo sobresaltó, y con ella una sombra que se movía muy cerca, una mano que volvía enérgicamente la foto nupcial de cara a la pared —. Por lo menos podrían tenerle un respeto a ese pedazo de pan.
La voz no era porteña: era tan española como los modales de la mujer que había entrado en la habitación trayendo una bandeja, la criada o mucama que rondaba siempre por los corredores del piso decimoquinto. Con una mano terminante y artrítica volvió hacia la pared la foto de la mesa de noche: con la otra, un poco temblorosa, le ofreció a Abengoa un zumo de naranja en una copa de cristal de bohemia ligeramente mellada en el filo, sin servilismo, incluso sin la menor educación, con evidente desprecio, en el que sin embargo él alcanzó a distinguir una parte de lástima.
—Tome, que falta le hace. Venga, bébaselo todo.
Mientras Abengoa bebía, incorporado a medias en la cama, la mujer lo miraba como ansiosamente, como una enfermera que no se fía de que un paciente vaya a tomarse su medicina. «Mira que si me está envenenando», pensó él, ya habituado a la inverosimilitud.
—Levántese y váyase —la mujer le recogió el vaso y con la misma urgente brusquedad fue echando su ropa encima de la cama —. Antes de que sea tarde y la cosa ya no tenga remedio.
—¿Se ha enterado el marido? —Abengoa consideró necesario apelar a la solidaridad entre españoles, se vio huyendo ridículamente desnudo por el pasillo, protegido tan sólo por el ovillo de su ropa sobre la entrepierna.
—Pobre hombre —la criada miraba ahora otra foto del matrimonio, colgada en la pared, enmarcada, mucho más grande que la de la mesa de noche —. Sabiéndolo todo y sin enterarse de nada. Ni muerta y enterrada y podrida lo dejará nunca en paz.
Salió sin mirar a Abengoa y sin decir nada más. Él apartó desganadamente las sábanas, queriendo reunir fuerzas para levantarse, y al verse desnudo descubrió que tenía señales de mordiscos y manchas rosadas y violetas alrededor de todo el vientre, en los lados interiores de los muslos. Se puso los calzoncillos y los calcetines y se sintió mucho más seguro, con más empuje para afrontar el número alarmante de tareas que le iba presentando su mala conciencia: enterarse de la hora y calcular la que sería en España, lo primero de todo, apartar las cortinas para que entrara el sol, irse a su habitación, darse una ducha.
Pero el reloj estaba parado, y según la luz gris que vio al asomarse a la ventana igual podían ser las nueve de la mañana que las siete o las ocho de la tarde. Estaba de pie junto a los cortinajes de color salmón que olían a polvo y le flojeaban las piernas, tenía mareo y algo de fiebre, aunque tal vez era sólo el bochorno del día nublado. Sentía una mezcla muy rara de felicidad y abatimiento, de desasosiego y lasitud. La ciudad, desde aquella altura, le parecía idéntica a cualquier metrópolis de cualquier sitio del mundo, rascacielos y puentes de hormigón y extensiones industriales y portuarias que iban a perderse en una sucia lejanía marítima, de un gris semejante al del cielo nublado.
—Te lo confieso, Claudio, yo no tengo tanta sensibilidad —me dijo, interrumpiendo su relato, apartando los ojos del ventanal en el que le había parecido estar viendo no las pistas del aeropuerto de Pittsburgh, sino aquel panorama de Buenos Aires —. Pero es que todo esto que te cuento que se me pasaba por la cabeza es como si se le hubiera ocurrido a otro. Fíjate, casi me pega más que se te ocurriera a ti.
No sé si esto lo dijo con algo de admiración o sólo con ese paternalismo un poco desdeñoso que yo había ido notando en él según pasaban las horas, a medida que su perspicacia empresarial iba reuniendo datos para evaluar mi posición en el mundo y el volumen aproximado de mis ganancias, así como mis perspectivas de progreso. Como narrador era de una versatilidad desconcertante: en unos segundos, en unas pocas frases, pasaba de un conato de romanticismo a una observación salaz o directamente grosera, de una confidencia sexual a una elipsis violenta, un poco al modo de las tan celebradas de Goddard en
Á bout de souffle
, película esta que yo en realidad no he visto, pero que me veo obligado a citar mucho en los últimos tiempos. Incapaz de mantener la distancia necesaria hacia sus materiales y sus tricks narrativos, yo le seguía embobado por donde él quería llevarme, como las ratas y los niños seguían el sonido de la flauta del proverbial Pied Piper, o el flautista de Hamelín, como le llamaban en los cuentos españoles de hace tantos años.
Ahora, por ejemplo, me daba cuenta de que se estaba aproximando a un momento de tensión, quizás insatisfecho consigo mismo por las digresiones acerca del tiempo atmosférico o del color del cielo en Buenos Aires. Saltándose o resumiendo detalles intermedios, a los que por lo demás era muy aficionado (la recogida de su ropa, la inspección del pasillo antes de salir de la suite, el regreso a su habitación, donde la cama intacta fue un nuevo recordatorio del desorden en que había quedado la otra), Abengoa pasó a describirse en un estado físico y de ánimo plenamente restablecido, sobre todo después de una ducha y de un desayuno abundante, aunque servido con la desganada negligencia tan propia de un hotel al borde de la ruina, y por lo tanto vulnerable a una ofensiva financiera de Worldwide Resorts. Se sentía sólidamente satisfecho de su aventura nocturna, pero consciente de la doble imprudencia, profesional y conyugal, que había cometido. Aquella mujer, Carlota Fainberg, si lo pensaba más fríamente, daba indicios de estar algo perturbada, y Mariluz, en su venturosa inocencia de ama de casa española («Te lo juro, Claudio, con cuarenta y ocho años y tiene cosas de niña»), no era nada tonta, y cualquier descuido podía ponerla en la pista de un descubrimiento embarazoso. De hecho, muy pronto estaría en camino, quizás ya tenia preparadas las maletas, impaciente como era, y se disponía a tomar un taxi hacia Barajas, en la adelantada tarde española de aquel día en el que Abengoa no acababa aún de situarse temporalmente.
De nuevo activo, incontenible de energía empresarial, para ganar tiempo se hizo el nudo de la corbata delante del espejo a la vez que intentaba una conferencia internacional, sin conseguir ni lo uno ni lo otro, pues tenía los dedos inusualmente torpes, hasta un poco temblorosos, y el desastre de las comunicaciones bonaerenses convertía el teléfono, con inusitada frecuencia, en un aparato tan obsoleto como el viejo ascensor, y mucho más inútil. Consiguió al menos contactar con recepción —el verbo contactar le gustaba mucho a Abengoa —, aunque no le pareció que su enérgica protesta lograra despabilar del todo a la soñolienta voz porteña que se escuchaba al otro lado. Pensó de pronto que quien le hablaba podía ser el marido de Carlota Fainberg: tras un instante de embarrassment se animó a dirigirse a él con un sarcasmo despectivo, propio de quien se había pasado la noche entera poniéndole los cuernos con una mujer cuyas exigencias sexuales jamás podrían ser saciadas por aquel rancio carcamal argentino.
Profesional hasta la médula, para decirlo con sus orgullosas palabras, decidió que por el bien de los intereses de Worldwide Resorts y de su propia estabilidad conyugal no le convenía prolongar su tórrido romance con Carlota Fainberg. Era una mujer demasiado fantástica, pensaba ahora, peligrosísima en su apasionamiento, tan potencialmente escandalosa como los gritos que daba en el momento del orgasmo, que era muy largo y tenía una cosa entre halagadora y alarmante de éxtasis felino. Hablaba muy alto y se reía a grandes carcajadas, sin recatarse nunca, sin pensar que podían escucharla y reconocer su voz al otro lado de la puerta o de los muros tan delgados de las habitaciones. En los intermedios de reposo que le había concedido esa noche a Abengoa, aprovechaba para fumar sin sosiego, para poner de nuevo un disco de boleros, para hablarle de una carrera teatral que al parecer había sido gloriosa, pero que había terminado prematuramente, quizás por culpa de su matrimonio, aunque de estos detalles Abengoa no se enteró muy bien, en parte porque, como todas las personas prácticas, no solía poner oído a lo que no le interesaba, y en parte también porque a pesar de sus esfuerzos de vez en cuando lo rendía el sueño, con gran irritación de su amante infatigable, que le reñía afectando mohines repentinos de mujer desatendida, o lo sacudía hincándole entre el pelo sus uñas largas y rojas, o empleaba para despertarlo de nuevo las artes más sutiles y vampíricas de la estimulación, poniéndolo enseguida «a punto», como decía él, no sin vanagloria, llevándole a alcanzar estertores supremos de dulzura y debilitamiento, «como si ya no pudiera más, Claudio, como si fuera a morirme», decía, moviendo la cabeza, y salía del ensimismamiento del recuerdo y me miraba como preguntándose si yo, en mi limitada experiencia, podría comprender lo que me estaba contando.
Pero no podía dejarse llevar, decidió delante del espejo algo escarchado de su deplorable habitación, ya con el nudo de la corbata hecho, «en perfecto estado de revista, como nos decían en la mili», con su traje impecable de ejecutivo internacional, dispuesto a llevar a cabo una de aquellas inspecciones exhaustivas de las dependencias hoteleras que le habían hecho a la vez célebre y temido en el oficio. Lo ocurrido con Carlota Fainberg había sido «muy bonito, una noche inolvidable», pero sólo eso, una noche, «el sueño de una noche», dijo Abengoa, con inesperada intertsexualidad shakespeareana. Haría su trabajo, y cuando llegara Mariluz la pasearía por Buenos Aires, le compraría un abrigo de pieles, la llevaría a cenar a La Cabaña y a escuchar tangos a El Viejo Almacén, aprovechando que la ruina del país multiplicaba fantásticamente, casi a cada hora, el valor de los dólares. ¿Y no aconsejaba precisamente esa coyuntura económica una acción rápida y decidida sobre aquel dinosaurio hotelero del Town Hall, «un take over con dos cojones», para decirlo, no sin sonrojo, con las palabras literales del propio Abengoa?
De esas cavilaciones tan severas lo distrajo un ruido quejumbroso y complicado, pero ya familiar, y hasta excitante, porque lo asociaba a la presencia de Carlota: el ascensor que subía despacio y se detenía frente a su habitación. Oyó el gruñido metálico de la puerta plegable, y a continuación unos pasos lentos y firmes resonaron sobre la madera bruñida del suelo del pasillo. Se quedó quieto, todavía delante del espejo, seguro de que los pasos se le acercaban, de que un segundo después Carlota Fainberg llamaría a su puerta. Tuvo un atisbo de fastidio masculino: ahora prefería estar solo, nada importunaba más a un hombre que las enfadosas solicitudes de esas mujeres muy sentimentales que atribuyen toda clase de significados a una simple y saludable aventura sexual, y que enseguida están preguntándole a uno qué piensa, y contándole con una especie de urgencia confesional la vida entera, sus historias prolijas de maridos y amantes, y uno mientras tanto ha de esforzarse en mantener abiertos los ojos, y en poner cara de interés, aunque en el fondo de su alma lo que está deseando de verdad es quedarse solo y tranquilo en la cama, durmiendo a pierna suelta... Tendría que decirle que estaba muy ocupado: incluso, con toda la crudeza de la verdad, debería informarle de la próxima llegada de su mujer.
Pero los pasos no se acercaban. Estaban alejándose, y los borró del todo el golpe de una puerta al cerrarse. Lo que ahora se oía era la aspiradora de la alcahueta vieja, la chismosa mucama española. Abengoa, después de acumular fastidio por la anticipación de la llegada de Carlota Fainberg, se sentía dolido y defraudado, casi afrentado por el hecho de que ella ni siquiera se hubiese parado un segundo delante de su puerta. Pero la estrategia más rentable con las mujeres, me explicó, es la de hacerse el duro: él iría a ocuparse tranquilamente de sus obligaciones, bajaría al restaurante del hotel para almorzar (o cenar, todavía no estaba seguro), haría sus averiguaciones, se daría un paseo por la avenida de Mayo, que se parece tanto a la Gran Vía de Madrid.
Era preferible que ella, Carlota, supiera que no lo tenía seguro, que no era la clase de hombre que va como un perro dócil detrás de una mujer. Salió enérgicamente de la habitación, no sin llevar consigo su cuaderno de notas con el lápiz de oro, regalo de Mariluz, y su pequeña cámara fotográfica, que le era muy útil a la hora de ilustrar sus informes, y que también se apresuró a mostrarme, por ese afán documental al que ya me he referido. Salió de la habitación, pero no llegó ni a pulsar el timbre de llamada del ascensor.
—Fue la música, Claudio, el bolero, el mismo de la otra vez. Y qué quieres que te diga, no somos de piedra...
Cuando empujó la puerta de la suite nupcial, Carlota estaba esperándolo como en una repetición exacta de la noche anterior. Las cortinas echadas no dejaban entrar la luz del día, y ella llevaba el mismo traje de chaqueta y el mismo peinado, y al dar un paso hacia él le dijo las mismas palabras: «Tardabas tanto».
Se despertó de golpe al final de aquella noche idéntica con la sensación de que la había soñado y con la angustia súbita de que no iba a llegar al aeropuerto a tiempo de recoger a Mariluz. Dormido a medias soñaba que salía a la calle y no encontraba taxi, que viajaba en uno camino de Ezeiza y se veía atrapado en un atasco o extraviado a la media luz del amanecer por suburbios sin límite. Ya estaba en el aeropuerto, ya oía con alivio el anuncio de la llegada del vuelo de Iberia desde España: entonces su bienestar quedaba trastornado cuando, sin despertarse del todo, emergía del sueño lo suficiente para darse cuenta de que ni siquiera se había levantado de la cama, y de que el cuerpo sudorosamente abrazado al suyo era el de una mujer grande y desconocida, en la que tardaba un instante en reconocer a Carlota Fainberg.