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Authors: Paul Watzlawick

Cambio. (10 page)

Pero el aumento de la incompetencia no es el único problema con que nos enfrentamos. Ya en 1947, en su ensayo
Utopía y violencia
, el filósofo Karl Popper advirtió que los esquemas utópicos debían conducir forzosamente a nuevas crisis. Desgraciadamente es mucho más fácil, señala, proponer objetivos ideales y abstractos y encontrar entusiastas seguidores, que resolver problemas concretos. Pero advierte Popper:
«Nuestros prójimos tienen el derecho de reclamar ayuda. Ninguna generación debe ser sacrificada en favor de generaciones futuras, en favor de un ideal de felicidad que jamás podrá realizarse. En resumen, mi tesis es que la miseria humana es el problema más urgente en una política pública racional y que la felicidad no constituye tal problema. La obtención de la felicidad debe ser cuestión de nuestros esfuerzos privados»
(78). Y mucho antes que Popper, el poeta Hólderlin afirmaba:
«Aquello que ha convertido al Estado en un infierno es que el hombre ha deseado hacer de él su cielo.»

Sería difícil definir más sucintamente el síndrome de utopía. Pero avancemos un paso más y consideremos lo que sucedería si se lograse alguna vez el cambio utópico, por ejemplo al nivel socio político. En primer término ello supondría que la sociedad ideal estaría compuesta por individuos que en cuanto a su grado ideal e idéntico de maduración pensarían, sentirían y actuarían todos igual, falacia que evoca la imagen de pesadilla de masas estancadas, totalmente estériles o de robots, privados de aquella tensión vital que procede tan sólo de la diversidad natural que existe entre los hombres. Y el aspecto aún más terrible de la cuestión es el siguiente: que el cambio, y con él toda manifestación de individualidad y creatividad, deberían de ser colocados fuera de la ley, ya que tan sólo representarían un retorno de la perfección a la imperfección. Se trataría por tanto de una sociedad orwelliana en la que aquellos que en nuestros días claman más intensamente por un cambio utópico serían los primeros en desaparecer tras unas alambradas o tras los muros de un manicomio. El círculo vicioso se cerraría definitivamente y la solución ideal se habría convertido en la «solución final».

El síndrome de utopía es una patología que va más allá de lo que nos han enseñado las más ortodoxas teorías de la formación de síntomas. Si no vemos en sus manifestaciones más que los resultados de un conflicto intrapsíquico, debido a las presiones de un superego excesivamente rígido (como afirmaría la teoría psicodinámica.) o de un proyecto vital neuróticamente ambicioso (como interpretaría un adleriano la mayoría de los ejemplos citados), perderemos de vista aquello que es crucial: que un determinado modo de realizar erróneamente un cambio, intentado por cualquier género de razones internas o externas, «conscientes» o «inconscientes », tiene consecuencias propias que no pueden reducirse al estatuto de meros epifenómenos, sin que tal reducción no forme también parte de la patología. El síndrome de utopía es un ejemplo de lo que el biólogo designaría como una cualidad emergente es decir, algo más y algo diferente de la suma de los ingredientes que intervienen en su formación. Se trata de una Gestalt en el sentido clásico de la psicología de la Gestalt o de la configuración (Wertheimer, Koffka, Bühler, etc.), una estructura en el sentido del estructuralismo moderno. Como bien sabe cualquier estudiante de la escuela superior, la introducción de cero o de infinito en una ecuación da lugar a resultados paradójicos. En el precedente capítulo hemos examinado las consecuencias de la introducción del cero. En el presente capítulo hemos examinado un modo de intentar el cambio 2, que podemos designar como la introducción del infinito. Que nosotros sepamos, esta posibilidad no está considerada por la teoría de grupos, si bien puede argumentarse que si la regla de combinación de un determinado grupo es la división por infinito, el resultado es el miembro de identidad. En este sentido, la introducción del infinito sería un caso especial de la propiedad d de grupo. No nos consideramos competentes para discutir este punto, ante todo porque nuestras referencias a la teoría de grupos han de entenderse, patentemente, como un modelo de pensamiento y no como una prueba matemática. Mas lo que creemos asentado sobre una base teórica firme es lo siguiente: en la raíz de las proteicas manifestaciones del síndrome de utopía existe una discrepancia entre actualidad y potencialidad, es decir, entre el modo como las cosas
son
y el modo como
deberían ser
de acuerdo con ciertas premisas. Esta discrepancia exige un cambio que, al menos en teoría, puede ser aplicado bien a la actualidad o a la potencialidad a fin de cerrar el doloroso hiato entre ellas. En la práctica existen muchas situaciones en las que la realidad puede ser cambiada para adaptarla a una premisa. Pero existen probablemente también innumerables situaciones en las que nada puede hacerse para modificar el actual estado de cosas. Si en cada una de estas situaciones, la postulada potencialidad (el estado de
«debería ser»
) es considerada más real que la realidad, se intentará realizar el cambio allí donde no puede realizarse y no se intentaría siquiera, si no se postulase en primer lugar la premisa utópica. Así pues, el problema está representado por la premisa de que las cosas deben ser de cierto modo y es esto lo que exige cambio, y no el modo como las cosas son. Sin la premisa utópica, la actualidad de la situación sería bastante soportable. Así pues, lo que tiene aquí lugar es una equivocación en cuanto al cambio: se intenta un cambio 1 cuando tan sólo el cambio 2 puede conducir a una solución.

VI. Paradojas

Todos los cretenses son mentirosos

EPIMÉNIDES DE CRETA. Siglo VI a.C.

«Creo que lo que intento decir es lo siguiente: quiero enseñar a Andy a hacer cosas, y quiero que haga cosas, pero quiero que él quiera hacerlas. Creo que puede obedecer ciegamente órdenes, sin que quiera obedecerlas. Me doy cuenta de que estoy cometiendo un error, no puedo precisar qué es lo que estoy haciendo mal, pero no me gusta imponerle lo que tiene que hacer; sin embargo, si se le dejase a su aire, estaría metido hasta aquí de trastos (se refiere a ropa, juguetes, etc., que echaría en el suelo). Hay dos extremos. Quiero que él quiera hacer cosas, pero me doy cuenta que hay algo que tendríamos que enseñarle.»

Se trata de palabras pronunciadas por una madre que explica las dificultades que tiene para cambiar el comportamiento de su hijo, de ocho años de edad, al que no le gusta hacer sus deberes escolares. Aun cuando se diese cuenta que había encerrado a sí misma y a su hijo en una paradoja, este conocimiento no aminoraría su desconcierto, sobre todo si tenemos en cuenta que la desconcertante naturaleza de la paradoja ha preocupado a mentes más grandes durante siglos. Se afirma por lo general que si bien la paradoja parece crear una situación insostenible, este obstáculo puede superarse apelando al hecho de que tal situación es una imposibilidad lógica y por tanto, sin repercusión en la práctica. Así, el barbero de pueblo que ha de afeitar a todos los hombres de este último que no se afeitan solos y sólo a ellos, o el cartero que ha de entregar la correspondencia a todas las personas que no recogen ellas mismas la suya en la oficina de correos y sólo a ellas, no se encuentran en situación difícil por lo que se refiere a su propia barba y sus propias cartas, respectivamente, debido a que mientras permanezcamos estrictamente dentro del campo de la lógica formal, no podrá, por definición, existir tal barbero o tal cartero. Pero si desde un punto de vista lógico el asunto está fuera de discusión, sabemos sin embargo por la experiencia de comportamientos y situaciones «ilógicos» en nuestras vidas cotidianas, que este punto de vista demasiado lógico nos deja insatisfechos.

Que nosotros sepamos, fue Wittgenstein el primero que especuló acerca de la implicaciones prácticas, conductistas de la paradoja:
«Los diversos aspectos semihumorísticos de la paradoja lógica revisten tan sólo interés en la medida en que recuerdan que para comprender la verdadera función de la paradoja es preciso abordarla con seriedad. Se plantea la cuestión siguiente: ¿qué papel puede desempeñar una confusión lógica así en un juego de lenguaje?»
. Wittgenstein hace luego referencia a la paradoja del rey (que había promulgado una ley con arreglo a la cual todo forastero que llegase a su Estado tenía que declarar el auténtico motivo de su entrada en el reino; aquellos que no dijesen la verdad tenían que ser ahorcados; lo cual hizo que un sofista dijese que el motivo que le había hecho venir era el de ser ahorcado en virtud de dicha ley) y plantea la cuestión crucial:
«¿Qué clase de leyes deberá establecer el rey, de ahora en adelante, para escapar de la embarazosa situación en que le ha colocado su prisionero? ¿Qué clase de problema es éste?»
(105).

El primer estudio sistemático de los efectos conductistas de la paradoja en las relaciones humanas fue llevado a cabo por un grupo investigador dirigido por el antropólogo Gregory Bateson. Su trabajo dio lugar a la postulación de la teoría del doble vínculo de la esquizofrenia (16). El trabajo subsiguiente, sin embargo, indica que la esquizofrenia es tan sólo un caso especial en el que rige esta teoría, la cual, dependiendo de los parámetros básicos de una situación humana dada, es aplicable de manera general a otros tipos de comunicación alterada, incluyendo patrones no psicóticos de interacción humana; de hecho, la creación inadvertida de la paradoja es un tercer modo muy típico de abordar erróneamente dificultades o cambios necesarios. Ya que en otro lugar nos hemos ocupado con mayor detalle de la naturaleza y el efecto de la paradoja (94), nos limitaremos a mencionar aquí dos destacados estudios, más recientes, en este campo: la obra del psiquiatra británico Ronald D. Laing, y en especial su brillante y exasperante libro
Knots
(«Vínculos») (68), y los hallazgos de un equipo de investigación argentino, dirigido por el psiquiatra Carlos E. Sluzki y el sociólogo Elíseo Verón (85).

En resumen, lo que se quiere significar al hablar de los efectos de la paradoja sobre el comportamiento en la comunicación humana, son los peculiares callejones sin salida que se establecen cuando se intercambian mensajes estructurados precisamente como las paradojas clásicas en la lógica formal. Un buen ejemplo de un mensaje de este tipo es
«¡Sé espontáneo!»
(o bien alguna de sus posibles variaciones; véase, por ejemplo, el dibujo de la figura)

Figura 4: Estuve loca en casarme contigo. Estaba convencida de que te convertiría en un verdadero hombre

Es decir: la exigencia de un comportamiento que por naturaleza tan sólo puede ser espontáneo, pero que no puede serlo, a causa precisamente de haber sido exigido. Éste es también el dilema creado por la bienintencionada madre, a la que hacíamos antes referencia. Quiere que su hijo realice lo que ella le pide, no porque ella se lo pida, sino espontáneamente, por su propia voluntad. Así, por ejemplo, en lugar de la simple orden:
«Quiero que estudies»
(que el niño puede obedecer o desobedecer), le exige:
«Quiero que
quieras
estudiar.»
Ello exige que el niño no sólo haga bien lo que tiene que hacer (por ejemplo, estudiar), sino que haga lo que debe hacer por el motivo justo (es decir, estudiar porque lo quiere, porque lo desea); lo cual, a) puede resultar que se le castigue por hacer lo que debe hacer, pero por una razón equivocada (es decir, estudiar porque se le ha dicho que lo haga pudiendo ser castigado en caso contrario), y b) se le exige que realice un extraño número de acrobacia mental haciéndose desear a sí mismo aquello que no desea e, implícitamente, desear también esta coerción. Para la madre, la situación es también entonces insostenible. El modo como intenta cambiar el comportamiento de su hijo hace imposible lo que desea realizar con lo que ella queda tan enredada como él en la paradójica situación. Podría, desde luego, obligarle a estudiar, y aplicar «más de lo mismo» si él continuara rehusando, lo cual conduciría a un cambio 1 apropiado y satisfactorio en términos de la propiedad d de grupo (es decir, mediante la introducción del miembro recíproco)
[1]
. Pero no es esto lo que ella quiere. Desea acuerdo espontáneo y no mera obediencia a una regla. Un caso similar, que se da frecuentemente en conflictos conyugales, es el de la esposa que desea que su marido muestre ciertos comportamientos (o bien del esposo que desea lo mismo con respecto a su mujer), «pero solamente si ella (o él) lo desea realmente, ya que si se lo tengo que decir a ella (o a él), no merece la pena».

¿Qué clase de problema es éste?, podemos preguntarnos con Wittgenstein. Si es cierto que todos los cretenses son mentirosos
[2]
, entonces Epiménides dice la verdad, pero en tal caso la verdad es que está mintiendo. Por lo tanto, es sincero cuando miente y está mintiendo cuando es sincero. La paradoja surge debido a la autorreflexividad de la afirmación, es decir, por una confusión entre miembro y clase. La afirmación de Epiménides se refiere a todas sus afirmaciones y por tanto también a la afirmación misma citada, ya que esta última es tan sólo un miembro de la clase constituida por todas sus afirmaciones. Una versión ligeramente ampliada, pero estructuralmente idéntica a su famosa sentencia contribuirá a poner este aspecto algo más en claro: «Cuanto digo es mentira (lo cual se refiere a todas mis afirmaciones y, en consecuencia, a la clase), y por tanto estoy mintiendo cuando digo estoy mintiendo (esto se refiere a esta última afirmación y, en consecuencia, a un miembro de la clase).»

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