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Authors: Natsume Sōseki

Tags: #Clásico

Botchan (4 page)

Y así me fueron las cosas en los cinco o seis años que siguieron a la muerte de mi madre: abroncado continuamente por mi padre, peleándome con mi hermano, y recibiendo dulces y sutiles elogios de Kiyo. Nunca me quejé. Me bastaba con esa vida. Pensaba que la vida de otros niños sería parecida a la mía. Sin embargo, Kiyo no paraba de repetirme que yo en realidad era un chico desgraciado e infeliz, así que acabé por creérmelo. Aparte de aquello, nada me molestaba, excepto que mi padre nunca me diera dinero.

Seis años después de la muerte de mi madre, en enero, mi padre murió de una apoplejía. Ese mismo abril yo acabé mis estudios en la escuela secundaria y mi hermano se licenció en la escuela de peritos mercantiles. De inmediato consiguió un trabajo en cierta compañía que tenía una sucursal en Kyushu,
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y fue destinado allí. Yo, por mi parte, todavía tenía que terminar mis estudios en Tokio. Mi hermano me anunció poco después que, antes de salir para su nuevo destino, tenía la intención de vender la casa y todas las posesiones de nuestros padres. Yo le dije que por mí podía hacer lo que le diera la gana. Ante todo, no quería causarle ninguna molestia y menos pedirle nada. Sabía que aunque quisiera hacerme un favor, tarde o temprano discutiríamos y me lo acabaría echando en cara. No estaba dispuesto a callarme y agachar la cabeza sólo porque a él se le ocurriera hacer algo por mí en aquel momento. Pensaba que siempre encontraría la forma de ganarme la vida, aunque tuviera que trabajar de lechero. Me sentía preparado para ello. Mi hermano llamó a un hombre que organizaba almonedas y le vendió por una miseria todos los cachivaches que mi familia había acumulado durante generaciones. Luego se buscó un intermediario, que le ayudó a vender la casa y el jardín. Parece que sacó por todo bastante dinero, aunque no sé cuánto exactamente.

Por entonces, yo ya me había mudado a la habitación de una pensión en Kanda, en la zona de Ogawamachi, y estaba a la espera de decidir qué hacer con mi vida. Kiyo estaba muy apenada por la venta de la casa en la que había servido durante más de diez años, pero como no era suya, nada pudo hacer. Me repetía una y otra vez que si yo hubiera sido un poco más mayor, podría haber heredado la casa para mí solo. Pero ¿qué más daba mi edad a fin de cuentas? Kiyo no sabía cómo funcionan las cosas en el mundo real, y pensaba que si yo no había recibido la casa había sido simplemente por lo joven que era.

De forma que mi hermano y yo decidimos tomar caminos diferentes, aunque todavía quedaba el problema de qué hacer con Kiyo. Mi hermano no podía llevársela con él, y la misma Kiyo dejó claro que no tenía ninguna intención de marcharse a Kyushu. Yo, por mi parte, vivía en un cuchitril en una pensión barata, de la que me podían echar en cualquier momento. Así que ninguno de los dos podíamos ayudarla. Finalmente, decidí preguntarle a Kiyo si quería servir en otra casa, y ella me respondió que, hasta que yo me casara y tuviera mi propio hogar, lo mejor sería que se fuera a vivir con su sobrino. Estaba decidido. El sobrino de Kiyo era escribiente en los juzgados, y tenía suficientes medios para vivir desahogadamente. En el pasado, ya le había pedido varias veces a Kiyo que se fuera a vivir con él. Ella lo había rechazado en todas las ocasiones aduciendo que prefería vivir en nuestra casa, a la que ya estaba acostumbrada, aunque fuera trabajando como criada. Esta vez, sin embargo, prefirió mudarse con su sobrino antes que entrar a servir en una casa que le era extraña y a la que no estaba acostumbrada, y donde tendría que estar todo el tiempo preocupada por cosas nuevas y desconocidas. Aun así, insistió en que debía aplicarme en conseguir una casa y una mujer tan pronto como me fuera posible, y que entonces ella vendría para cuidar de mí. Creo que prefería estar conmigo antes que con su sobrino, alguien de su propia sangre.

Dos días antes de partir para Kyushu, mi hermano vino a mi pensión y me entregó seiscientos yenes. Podía usar el dinero, me dijo, para iniciar algún negocio o para terminar mi educación. Pero me advirtió que después de eso no me iba a dar nada más. ¡Vaya acto de generosidad, viniendo de quien venía! La verdad es que no me importaba demasiado el dinero porque yo confiaba en salir adelante sin esos seiscientos yenes. Pero como me gustó la manera de actuar de mi hermano, tan franca, cosa por cierto poco habitual en él, cogí el dinero y le di las gracias de corazón. A continuación, mi hermano sacó otros cincuenta yenes y me pidió que se los entregara a Kiyo, cosa que yo hice de buen grado. Dos días después nos dijimos adiós en la estación de Shinbashi, y desde entonces no le he vuelto a ver.

Tumbado en mi cama, me di a las cavilaciones sobre qué hacer con los seiscientos yenes. No me apetecía montar ningún negocio, y dudaba además de mis facultades para ello. Por otro lado, ¿qué clase de negocio puede montar uno con apenas seiscientos yenes? Pero incluso si me lo hubiera propuesto, hoy en día no se va a ningún sitio si no se tienen estudios, pensé. Deseché, por tanto, la idea del negocio y decidí invertir todo el dinero en mis estudios. Si lo dividía en tres partes, podía estudiar durante tres años, a doscientos yenes por año. Si me esforzaba tenazmente durante esos tres años, algo sacaría en claro. El dilema era ahora qué estudiar. Nunca me había interesado ninguna materia de forma especial. La lengua o la literatura no me interesaban en absoluto. Por no hablar de la poesía moderna, que me sonaba a chino. Cuando estaba desesperado y me daba todo igual, la suerte me hizo pasar un día por delante de la Escuela Superior de Ciencias Físicas en cuya puerta había un cartel que decía que se buscaban estudiantes. Tras pedir información, me matriculé inmediatamente. Hoy, cuando pienso en lo que hice, veo que debió de tratarse de uno de mis famosos arranques impulsivos.

Durante los tres años siguientes estudié tanto como el que más. Sin embargo, no me caracterizo por ser un alumno especialmente brillante, y si uno echa un vistazo a la lista de notas de mi clase, comprobará que la mejor manera de encontrar mi nombre es empezar por el final. A pesar de todo, y por sorprendente que pueda parecer, logré graduarme en tan sólo tres años. A mí todo aquello me parecía increíble, pero acepté gustoso el diploma.

No habían pasado ni ocho días desde que aquello ocurrió, cuando me llamó el director de la escuela, algo que me extrañó bastante. Cuando fui a verle, me dijo que había quedado vacante un puesto de profesor de matemáticas en una escuela secundaria en Shikoku.
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Aunque la paga era de sólo cuarenta yenes al mes, me aconsejó que lo intentara. Para ser sincero, a pesar de que me pasé tres años enteros estudiando, no tenía la menor intención de ser profesor, y menos si además había que irse a vivir a provincias. Pero, por otro lado, tampoco tenía ningún otro plan a la vista, así que acepté en el acto. De nuevo se manifestó en mí ese carácter tan impulsivo que mi familia me había dejado en herencia.

Una vez aceptada la oferta, no me quedó otra que incorporarme a mi nuevo cargo. Durante tres largos años había vivido en un cuchitril y ni una sola vez me había quejado. No había tenido ni una pelea con nadie. Lo cierto es que esa etapa de mi vida, comparada con la anterior y con la que me depararía el futuro, fue una época realmente despreocupada. Pero había llegado la hora de abandonar mi pequeño cuarto. La única vez en toda mi vida que había salido de Tokio fue en una excursión del colegio en que fuimos a Kamakura.
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Esta vez tendría que irme mucho más lejos. Busqué la ciudad en cuestión en un mapa, y vi que estaba en la costa y que no era mayor que la cabeza de un alfiler. No sabía nada sobre ella, o sobre sus habitantes. Pero tampoco es que hubiera mucho que saber. No había que ponerse nervioso, me dije, sólo dejar que las cosas fluyeran con naturalidad. Aunque, para ser sincero, sí que estaba un poco preocupado.

Desde que vendimos nuestra casa, había ido ya varias veces a visitar a Kiyo. En contra de lo esperado, su sobrino resultó ser una persona excelente. Siempre que iba a visitarlos, intentaba agradarme. Kiyo seguía poniéndome por las nubes, y le decía a su sobrino que algún día, muy pronto, yo poseería una mansión en Kojimachi y un cargo oficial. Como seguía empeñada en ver mi vida a su manera, estas conversaciones me resultaban muy incómodas. Todo lo que yo podía hacer era sentarme y ponerme colorado. Y lo malo era que se pasaba todo el rato hablando de mí. Algunas veces, hablaba incluso de cuando era pequeño y me orinaba en la cama. En esas ocasiones, yo no sabía dónde meterme. Tampoco sé muy bien qué pensaría su sobrino al escuchar todo aquello. Kiyo era una mujer algo chapada a la antigua, como de otra época, y nuestra relación la veía todavía en términos feudales de amo y criado. Parecía pensar que si yo era su señorito, también era el señorito de su sobrino. Me imagino que para él debía de ser muy molesto.

A su debido tiempo, se anunció oficialmente que había sido contratado. Tres días antes de marcharme, fui a visitar a Kiyo, pero estaba en la cama con un resfriado. Su habitación era muy pequeña, y estaba orientada al norte. Nada más verme pareció recuperarse. Se sentó y me preguntó:

—¿Cuándo comprará mi Botchan querido su casa?
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Kiyo creía que todo lo que uno tenía que hacer era sacarse un título, y que después el dinero vendría solo. Lo que me pareció más chocante, sin embargo, fue que siguiera llamándome igual que de niño, «Botchan», máxime cuando en todo lo demás me trataba como a un adulto. No era asunto fácil para mí hacerme con una casa en poco tiempo. Cuando le dije que me iba a trabajar a provincias, pareció muy desilusionada, y empezó a pasarse las manos una y otra vez a lo largo de sus cabellos grises. Lo sentí por ella, e intenté animarla diciéndole:

—Tengo que irme, pero volveré pronto. Estaré aquí en las próximas vacaciones de verano. —Como no pareció muy satisfecha con mi promesa, le pregunté—: ¿Qué quieres que te traiga cuando venga?

—Me gustaría que me trajeras uno de esos dulces de Echigo
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que vienen envueltos en hojas de bambú —me respondió. Yo nunca había oído hablar de aquellos dulces, pero es que además Echigo estaba justo en dirección contraria respecto a Shikoku.

—No creo que tengan esos dulces allá adónde voy —repuse.

—¿Y hacia dónde vas entonces?

—Hacia el oeste.

—¿Más allá de Hakone?
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No sabía cómo explicárselo.

La mañana en que me marché, Kiyo vino a mi habitación para despedirme. Me entregó una bolsa de lona con un cepillo de dientes, polvo dentífrico, y una toalla que había comprado por el camino. Le dije que en realidad no necesitaba nada, pero insistió en que lo aceptara. Marchamos a la estación en dos
rickshaws
, rodando uno al lado del otro. Yo subí al tren, y ella se quedó en el andén, mirándome por la ventana.

—Es posible que no nos volvamos a ver. Cuídate mucho —me dijo muy triste.

Las lágrimas se agolparon en sus ojos. Yo no lloré. Pero a punto estuve. Luego, cuando el tren se alejó lo bastante del andén y me imaginé que ya no podría notar mis lágrimas, saqué la cabeza por la ventanilla para mirar la estación que dejaba atrás. Kiyo todavía seguía allí de pie. Parecía muy pequeña en la distancia.

2

E
l vapor se detuvo con un largo toque de sirena, y fue entonces cuando pudimos ver una barcaza de remos que se acercaba a nosotros. El barquero iba medio desnudo. La única ropa que llevaba eran unos calzones rojos que a duras penas lograban cubrirle la entrepierna. ¡Parecía un salvaje! Aunque con el calor que hacía cualquiera llevaba kimono. El sol era muy intenso y su reflejo en el mar, cegador. El sobrecargo me avisó de que era allí donde tenía que bajarme. A primera vista, el lugar tenía la pinta de una aldea de pescadores del tamaño del barrio de Omori en Tokio. Me sentí estafado, en cierto modo. ¿Cómo pretendían que me fuera a vivir a un agujero semejante? Pensé que lo mínimo que debía hacer era presentar mi dimisión en cuanto tuviera oportunidad. Tras unos instantes de zozobra, me rehíce y salté a la barcaza, el primero de todos. Tras de mí, saltaron otras cinco o seis personas. Cargaron dos enormes cajas en la barca, y entonces «Taparrabos-Rojo» nos llevó remando hasta la orilla. Cuando llegamos, volví a ser de nuevo el primero en saltar a tierra. Me dirigí directamente a un mocoso que nos miraba, y le pregunté si sabía dónde quedaba la escuela secundaria. El muchacho me miró con desgana y dijo:

—Pues no lo sé, señor.

¡Menudo paleto! El lugar aquel no sería mayor que la frente de un gato. ¿Cómo no iba a saber dónde estaba la escuela? Acto seguido apareció un hombre vestido con un extraño kimono con mangas ajustadas y me invitó a acompañarle. Fui tras él hasta una posada llamada Minato. Al llegar allí fui recibido por un grupo de sirvientas, de aspecto bastante desaliñado, que me saludaron al unísono. Francamente, aquello no me gustó demasiado. Me detuve en la entrada y les pregunté si sabían dónde podía encontrar el instituto de bachillerato. Me respondieron que estaba a unos cinco kilómetros en tren, lo que me reafirmó más aún en la idea de partir para allá inmediatamente. Le arrebaté mis dos valijas al hombre del kimono de las mangas ajustadas y comencé a caminar lentamente. Las mujeres de la posada me miraban extrañadas.

Enseguida di con la estación y no me fue muy complicado adquirir un billete. Cuando me subí al vagón, me pareció tan pequeño como una caja de cerillas. No llevábamos ni cinco minutos en marcha cuando llegó el momento de bajar. No me extrañó que el billete fuera tan barato, valía sólo tres céntimos. Me monté en un
rickshaw
y me dirigí a la escuela. Al llegar, me di cuenta de que las clases ya debían de haber acabado, porque allí no había nadie. El bedel me explicó que el profesor de guardia había salido un momento a hacer un recado. No me pareció correcto que el profesor de guardia se tomara su trabajo tan a la ligera. Se me ocurrió que podría llamar al director pero pensé que no serviría para nada, así que volví a montarme en mi
rickshaw
y le pedí al conductor que me llevara a algún sitio donde pasar la noche. Con presteza, me llevó hasta una posada cuyo nombre, Yamashiro, me hizo mucha gracia: era el mismo nombre que tenía la casa de empeños de la familia de mi vecino Kantaro.

Por alguna razón que aún se me escapa, la habitación que me dieron estaba situada bajo la escalera y era muy oscura. Dentro hacía un calor insoportable. Cuando le dije a la mujer que yo no quería quedarme allí, me respondió que por desgracia ésa era la única habitación que les quedaba libre, tras lo cual dejó caer mis maletas en el suelo con gran estrépito y se marchó. Yo estaba chorreando de sudor. Al rato vinieron a decirme que el agua estaba lista, así que decidí darme un baño rápido. En el camino de vuelta vi con asombro que había otras habitaciones más amplias y frescas que parecían vacías. ¡Miserables embusteros! Poco después vino otra mujer y me trajo la cena. Aunque el calor que hacía en la habitación seguía siendo insoportable, la comida era mucho mejor que la que me daban en mi pensión de Tokio. Mientras me servía, la mujer me preguntó de dónde venía, y yo le contesté que de Tokio.

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