Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral (2 page)

Los dos hombres cargaron, pues, la caza en medio de un palo colocado transversalmente sobre sus espaldas, abandonaron las cimas de la catarata y media hora más tarde llegaron a su campamento, situado en una estrecha garganta del valle.

Allí les esperaba el cargamento, guardado por dos conductores de raza bochjesmana, y la apetitosa cena.

CAPITULO II

Los tres días siguientes al 27 de enero, Mokoum y Emery no abandonaron el lugar de la cita. El bushman, dando rienda suelta a sus instintos de cazador, perseguía a los animales por aquella región llena de bosques, en tanto que el astrónomo vigilaba el curso del río.

Hombre acostumbrado a pasar largas horas frente a los libros y los cuadernos, encerrado en la soledad y la oscuridad de los pequeños laboratorios, o bien con los ojos pegados a su telescopio, Emery saboreaba ahora la existencia al aire libre. Apenas notaba la molestia de la larga espera, fortificando su espíritu fatigado por los estudios matemáticos.

Llegó al fin el 31 de enero, último día fijado por la carta del señor Airy. Si los expedicionarios no aparecían en esa fecha, el joven William se vería forzado a tomar una determinación, cosa que le disgustaba enormemente. No podían marcharse sin ellos, pero tampoco podían esperarles indefinidamente.

—¿Por qué no vamos a su encuentro? —propuso Mokoum—. Si vienen por el río, tarde o temprano daremos con ellos.

—Es una buena idea. Haremos un reconocimiento en la parte baja de las cascadas, pero ¿conoces bien esta parte del Orange?

—Sí, señor. Lo he remontado dos veces desde el cabo Voltas hasta su unión con el Hart en el Transvaal.

—¿Y su curso es navegable en todo su trayecto?

—A excepción de estas cascadas de Morgheda, el río es navegable en toda su extensión, aunque al final de la estación seca casi no lleva agua, hasta unos ocho kilómetros antes de su desembocadura. Allí se forma una barrera contra la que se estrella violentamente la marejada del Oeste.

—En ese caso, seguiré tu consejo.

El cazador se colgó su arma al hombro, silbó a su perro y comenzó a descender, siguiendo el curso del río, por su margen izquierda. Emery le seguía en silencio.

El camino ofrecía muchas dificultades, debido a que los ribazos de la orilla, erizados de maleza, desaparecían bajo un lecho de plantas diversas. Las guirnaldas se cruzaban de un árbol a otro, tendiendo una red vegetal ante el paso de los viajeros y obligando a Mokoum a hacer uso constante de su cuchillo.

Dos horas después, ambos expedicionarios habían recorrido apenas seis kilómetros. La brisa soplaba entonces en Poniente, permitiéndoles escuchar los ruidos que se producían corriente abajo, pues el viento ahogaba el murmullo de la catarata.

El Orange, en ese punto, se prolongaba en línea recta por espacio de cinco kilómetros: El lecho estaba profundamente encajonado por un doble farallón gredoso, cuya altura superaba los sesenta metros.

—Detengámonos un momento a descansar —propuso Emery—. Mis piernas no son tan fuertes como las tuyas y resisten mal los caminos intrincados como éste. Desde aquí podremos observar unos cinco kilómetros de río.

El astrónomo se tendió, pues, sobre la hierba, mientras Mokoum y su perro seguían dando paseos por la orilla, en espera de los viajeros.

Hacía escasamente media hora que el bushman y su compañero se encontraban en aquellos lugares, cuando William Emery vio que el cazador, apostado a un centenar de pasos de donde el joven se encontraba, daba muestras de una atención extraordinaria.

Abandonando su lecho de musgo, el astrónomo se dirigió hacia el punto donde se había detenido su amigo y le dijo:

—¿Has visto algo, Mokoum?

—No, señor, no veo nada, pero estoy acostumbrado a percibir todos los sonidos de estos lugares y me parece escuchar un raro zumbido.

—¿Un zumbido?

—Sí, señor. Parece provenir del curso inferior del río.

Tras decir esto, Mokoum aplicó su oreja sobre la tierra y escuchó con suma atención durante algunos minutos. Finalmente se puso en pie, meneó la cabeza y exclamó:

—Debo de haberme equivocado. Puede que sólo fuera el ruido de la brisa al pasar entre las hojas de los árboles. No obstante, parece como si...

El cazador volvió a prestar atención, pero no podía asegurar nada con precisión. Al ver su desazón, Emery le dijo:

—Será mejor que bajes hasta el nivel del río. Si el ruido está producido por una embarcación, allí lo escucharás mejor, pues el agua propaga los sonidos con mayor nitidez que el aire.

—Tiene usted razón.

Mokoum descendió por el ribazo escarpadísimo, ayudándose con las matas de hierbajos que por allí crecían. Después Se metió en las aguas hasta que éstas le cubrieron hasta las rodillas, aplicó su oreja a la superficie del río y exclamó:

—¡Se oye! ¡Es verdad! Es un golpe continuo y monótono, que se produce en el interior de la corriente, algunos kilómetros río abajo.

El cazador regresó entonces junto a Emery y ambos permanecieron alerta, dispuestos a esperar nuevos acontecimientos.

Transcurrió una hora interminable, al cabo de la cual Mokoum gritó:

—¡Una humareda!

Emery dirigió su vista hacia el lugar que apuntaba el cazador y al fin logró distinguir claramente una chimenea, que vomitaba un gran torrente de humo negro mezclado con vapores blancos.

La tripulación avivaba seguramente los fuegos, con el fin de aumentar la velocidad y poder hallarse en el lugar de la cita en el último día que se había convenido, porque en aquellos momentos el barco se encontraba a unos trece kilómetros de las cataratas de Morgheda.

Era entonces mediodía. Como aquella zona no era muy a propósito para el desembarco, el astrónomo resolvió regresar al punto de partida, aunque ello les supusiera dar marcha atrás.

Al llegar de nuevo a la inmensa cascada, eligieron un remanso formado por el río a unos cuatrocientos metros de distancia del torrente de agua, una pequeña ensenada natural en la que el vapor podría fácilmente recalar, pues el agua era profunda hasta en la misma orilla.

Divisaron un instante la popa de la embarcación, donde ondeaba la bandera británica, mas pronto quedó el vapor cubierto por las copas de los inmensos árboles que se inclinaban por encima de las aguas. Tan sólo se escuchaban los agudos silbidos de la máquina, los cuales no cesaban ni un segundo. La tripulación trataba de señalar así su presencia en los alrededores de Morgheda. Era un llamamiento.

Mokoum respondió disparando su carabina, y la detonación fue repetida con estruendo por los ecos del río.

Cuando embarcación y viajeros de a pie estuvieron frente a frente, Emery hizo un ademán. El buque, obedeciendo las indicaciones, fue a colocarse suavemente cerca de la orilla. Se arrojó una amarra y el Bushman se apresuró a tomarla, sujetándola a un sauce tronchado.

Un hombre de elevada estatura se dejó caer en el ribazo con ligereza y avanzó hacia Emery, al mismo tiempo que sus compañeros comenzaban también a desembarcar.

William Emery avanzó a su vez hacia el desconocido y exclamó:

—¿El coronel Everest?

—¿El señor William Emery? —preguntó el aludido.

El astrónomo y su colega del observatorio de Cambridge se saludaron estrechándose la mano.

Los otros viajeros habían llegado ya junto a ellos, y el coronel les dirigió estas palabras:

—Señores, permítanme que les presente al honorable William Emery, del observatorio de El Cabo, quien ha tenido la amabilidad de acudir hasta aquí para buscarnos.

Cuatro pasajeros saludaron sucesivamente al astrónomo, que correspondió a sus saludos afectuosamente. Después, el coronel les presentó oficialmente, con la característica flema de los británicos, diciendo:

—Señor Emery: Sir John Murray, de Devonshire, compatriota suyo; el señor Matthew Strux, del observatorio de Pulkowa, el señor Nicholas Palander, del observatorio de Helsingfors, y el señor Michael Zorn, del observatorio de Kiew. Estos tres señores son eminentes sabios rusos que representan al Gobierno del zar en nuestra Comisión Internacional.

CAPITULO III

Hechas las presentaciones, Emery se puso a disposición de los recién llegados. Debido a su posición en el observatorio de El Cabo, el joven astrónomo se encontraba jerárquicamente subordinado al coronel Everest, delegado del Gobierno inglés, quien compartía con Matthew Strux la presidencia de la comisión científica.

Emery conocía de oídas al sabio británico, pues sus estudios sobre las reducciones de nebulosas y cálculos sobre las ocultaciones de las estrellas le habían hecho extraordinariamente célebre.

Tendría el coronel Everest unos cincuenta años, y se caracterizaba por ser un hombre frío y metódico. Su existencia estaba determinada matemáticamente, hora por hora, y nada era imprevisto para él. Se podía decir, sin exagerar, que todas sus acciones estaban reglamentadas por el cronómetro.

Sir John Murray también venía precedido por la fama. Era un sabio adinerado que honraba a Inglaterra con sus trabajos astronómicos. La ciencia le ocasionaba grandes sacrificios económicos, pero tenía el valor y la inquietud que había caracterizado a hombres de la talla de Ross y Lord Elgin.

Uno de sus hechos más notables fue la concesión de veinte mil libras esterlinas para el montaje de un reflector gigantesco —rival del telescopio de Parson–Town—, gracias al cual se habían podido determinar los elementos de cierto número de estrellas dobles.

Sir John Murray contaba unos cuarenta años, tenía aires de gran señor y su semblante impasible jamás dejaba traslucir sus emociones.

En cuanto a los tres rusos, Strux, Palander y Zorn, Emery tampoco les conocía personalmente antes de ahora, pero sí había recibido noticias de sus trabajos. Palander y Zorn respetaban sobremanera a Matthew Strux, jefe de la expedición de su país y presidente, junto con Everest, de la comisión científica.

Llamó la atención a nuestro joven amigo el hecho de que se tratara de tres ingleses y tres rusos, así como la observación de que la tripulación del vapor se compusiera de diez hombres divididos por igual regla matemática internacional: cinco ingleses y cinco rusos.

El coronel Everest fue el primero en romper el silencio que siguió a las presentaciones. Miró a Emery y le dijo:

—Tengo por usted una gran consideración, debido a esos trabajos que ha realizado y que le han valido, a pesar de su juventud, una merecida fama. No le extrañe, pues, que pidiera al Gobierno inglés que le designara para tomar parte en las operaciones que vamos a emprender.

William Emery se inclinó en señal de agradecimiento. El coronel añadió:

—Desearía saber si los preparativos están ultimados.

—Completamente, coronel. He seguido las órdenes que el honorable Airy me indicaba en su carta. Abandoné El Cabo hace un mes y salí para la estación de Lattakou, reuniendo allí todos los elementos necesarios para una exploración en el interior de África: víveres y carro matos, caballos y bochjesmen. Una escolta de cien hombres aguerridos nos aguarda en Lattakou, la cual será mandada por un hábil y célebre cazador, el bushman Mokoum, a quien tengo el honor de presentarles.

—¡El bushman Mokoum! —exclamó el coronel Everest.

El aludido hizo un gesto de salutación.

—Tu nombre es muy conocido en el Reino Unido —le dijo Everest—. Has sido amigo de Anderson y guía del ilustre David Livingstone, que me honra con su amistad. Felicito al señor Emery por haberte elegido como jefe de nuestra caravana. Un cazador como tú debe de ser un amante de las buenas armas, y puedo decirte que tenemos un arsenal muy completo. Te ruego que elijas entre ellas la que más sea de tu agrado. Nos harás un honor.

Una sonrisa de satisfacción y agradecimiento se dibujó en los labios de Mokoum. El hecho de poder contar con un arma nueva le alegraba más que los elogios sobre su persona. Agradeció este gesto con efusivas palabras y luego se apartó, en tanto que Emery y los demás continuaban conversando animadamente.

Urgía ganar cuanto antes la ciudad de Lattakou, pues la salida de la caravana debía efectuarse en los primeros días de marzo, después de la estación de las lluvias.

Emery dijo a su superior:

—¿Cómo quiere usted ir a Lattakou?

—Por el río Orange y uno de sus afluentes, el Kuruman, que pasa cerca de Lattakou.

—Pero no podremos remontar con la embarcación las cataratas de Morgheda.

—Rodearemos la catarata. Un acarreo de algunos kilómetros nos permitirá después reemprender la navegación más arriba de los saltos de agua. A partir de ese punto y hasta Lattakou, si no estoy en un error, los cursos de agua son navegables para un navío cuyo calado es poco considerable.

—Así es, señor, pero ese vaporcito debe de tener un peso tal que...

—Esta embarcación es una verdadera maravilla —le interrumpió el coronel Everest—. Se trata de una obra maestra salida de los talleres de «Leard y Compañía» de Liverpool. Se desmonta pieza por pieza y se vuelve a montar con una facilidad extraordinaria.

—¿Cómo es eso posible?

—Sólo se precisan una llave y unos pernos para desmontarla y montarla... Según tengo entendido, ha venido usted en un carromato, ¿no es cierto?

—Efectivamente. Nuestro carromato se encuentra en un campamento situado a un kilómetro de este lugar.

—Muy bien. Pediremos al bushman que lo haga traer hasta aquí y cargaremos en él las piezas de la embarcación y su máquina, igualmente desmontable. Luego ganaremos más arriba el punto en que el Orange vuelve a ser navegable.

Se ejecutaron las órdenes del coronel Everest. Mokoum prometió estar de vuelta con el carromato y los hombres antes de una hora, en tanto que, durante su ausencia, la embarcación fue rápidamente desmontada. El cargamento fue depositado en la orilla.

Dicho cargamento se componía de diversos cajones que contenían instrumentos de física, una respetable colección de fusiles de la fábrica «Purdey Moore» de Edimburgo, algunos barriles de aguardiente y de carne seca, cajones de municiones, maletas reducidas al volumen más estricto, tiendas de tela y diversos utensilios de viaje. Había también una canoa de gutapercha cuidadosamente plegada de manera que no ocupara más espacio que el de una manta, algunos efectos de campamento y una ametralladora en forma de abanico que podía causar serios estragos entre los enemigos que se acercasen a la embarcación.

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