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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Assur (92 page)

Así, movido por su ira, Víkar no reposaba más que lo imprescindible para no reventar al caballo y, si podía fiarse del camino, descabezaba cortos sueños sin siquiera desmontar. La sed de venganza le emponzoñaba el alma extendiéndose como la capa mohosa y glauca que cubría la corrupción de los cadáveres a la intemperie. No le hacía falta comer, ni beber. Para reunir fuerzas y seguir adelante le bastaba imaginar la muerte lenta y agónica con la que pensaba despachar a aquel desgraciado. Y, si en algún momento los lamentos que imaginaba surgiendo de los labios apretados de aquel indeseable no eran suficientes, entonces, se deleitaba recordando los detalles del cuerpo de ella y se prometía recorrerlos con lenta satisfacción; porque ahora ya no le importaba si ella se negaba o no, sería suya, solo suya.

Faltaba poco, muy poco, y todo su odio vibraba emocionado con la sola posibilidad de encontrarlos en Jòrvik.

Había sido extenuante, una sucesión de días fríos y grises con la única escolta del cansancio y el ansia de venganza, pero ya podía ver la bruma del valle, las curvas del río, la silueta de las murallas de la ciudad. Estaba cerca.

—¿Cómo diantres pude aceptar las llaves de su casa? —se preguntó a sí misma la matrona—. ¡Es una calamidad con barba y patas! ¡Un desastre! Sería capaz de perderse en su propio taller…

Los tres que habían llegado de Groenland la miraban con asombro, sin decidirse a interrumpir la parrafada, incómodos. La mujerona, indiferente a las impresiones que causaba, pasó de las resignadas protestas a la indignación y fue alzando el tono de voz a medida que continuaba hablando.

—… ¡Tres días! ¡Tres! Lo único que sabe hacer es contar las mismas batallas una y otra vez, una y otra vez… Siempre alardeando de las viejas historias, que si en Breidabolstad esto, que si en Thorsnes aquello —apuntilló haciendo que su voz sonase más grave y engolada, imitando burdamente a un hombre con demasiada cerveza a cuestas—. Hace tres días que lo mandé a buscar género, solo tres —recalcó levantando los dedos apropiados de su gruesa mano ante sus ojos chispeantes—, y le ha sobrado tiempo para meterse en líos. —La matrona volvió a mirar a sus sorprendidos interlocutores—. ¿Qué ha sido esta vez?, ¿una apuesta?, ¿una deuda?… A ver, ¿qué ha hecho? —preguntó de nuevo con la severidad de una abuela, como si Assur y Tyrkir no fuesen más que los compinches de la última travesura de su nieto.

El Sureño miró al hispano en busca de ayuda, en un abrir y cerrar de ojos, ante el ímpetu de la mujer, había pasado de ser el orgulloso patrón de un carguero con grandes glorias a sus espaldas a convertirse en un mocoso reprendido por sus mayores.

La matrona esperaba explicaciones, Assur se encogía de hombros, desconcertado. Tyrkir empezaba a recomponerse formando una cínica sonrisa en sus labios cuando alguien habló desde el interior de la vivienda.

—Madre, ¿va todo bien?

La mujer contestó con un gruñido y, del rebullir que surgió tras ella, apareció un joven de generosas carnes en cuyo rostro el Sureño adivinó los mismos rasgos que años atrás había visto en el propio Odd.

Ante la mirada interrogativa del recién llegado el Sureño terminó de recobrar la compostura y, obviando la severa mirada de la matrona, decidió comenzar de nuevo.

Thyre lo observaba todo divertida, encantada con la rotundidad de la talabartera.

—Soy Tyrkir, patrón del Mora, y busco a Odd, hijo de Sturli…

El rostro del otro, desproporcionado y anguloso, todavía con cuentas por saldar con la adolescencia, se iluminó de inmediato.

—¿Tyrkir? ¿Tyrkir el Sureño? ¿El hombre de Eirik el Rojo?

La matrona resopló una vez más, anticipando la larga sarta de fanfarronadas de los hombres. Y ante aquel gesto de cansina resignación la sonrisa de Thyre se ensanchó.

La vivienda era una versión reducida de los grandes salones de las
boer
nórdicas que Assur había conocido. Y pese a que el exiguo espacio entre las murallas de Jòrvik obligaba a sus gentes a la modestia, alejando aquellas casas de las haciendas que el hispano había visto en el
paso del norte
, era obvio que la esposa del talabartero resultaba una propietaria esmerada, preocupada por mantener su lar pulcro y digno: las piedras que cercaban el rectángulo del fuego central estaban libres de hollín.

Todo parecía ocupar su lugar y los recién llegados sintieron el sabor a hogar que se desprendía de aquellas paredes. En una esquina, junto a un cubo de abedul con roscos de esteatita, había un telar con la urdimbre bien tensada y una labor de colores neutros recién empezada. De las vigas de la techumbre, libres de telarañas, colgaban dos grandes pucheros de hierro y algunos útiles, todos limpios y sin manchas de óxido. Y a un lado de la pequeña estancia central también había un par de redondas muelas de granito para quebrantar el grano y, junto a ellas, un par de capazos de bramante entretejido. A un costado del fuego se asentaba un tarimón bellamente labrado que servía de acomodo y lecho; sobre él habían dejado varias pieles y frazadas pulcramente dobladas. Y no había escudos o hachas que embellecieran las paredes, solo bonitas piezas de cuero: algunos cinturones y correajes, mucho más llamativos que los expuestos en el exterior, y también pulcros trabajos de repujado en cordobán y fina anca de potro.

La mañana, que aún seguía cubierta, era fresca, de vientos revueltos que se entretenían en las esquinas de los callejones y que hacían agradecer a los visitantes el amor del fuego ante el que se habían sentado. Thyre, con las piernas recogidas y la saya tensa, extendió tímidamente las manos al frente para calentarse, pensando por un momento en aquellos inviernos suaves del sur de los que su esposo le había hablado.

—¡Madre! ¿Dónde ha quedado nuestra hospitalidad? Tráenos algo de beber, haz el favor, ¡hay mucho que celebrar! —bramó entusiasmado el joven hijo del talabartero sin dejar de mirar al Sureño.

Bebieron un primer trago de cerveza, servida en copas de bronce similares a las que los recién llegados habían visto al atravesar Jòrvik, y comenzaron las presentaciones.

—Yo soy Sturli, hijo de Odd, llevo el nombre de mi abuelo —anunció el joven con seriedad—. Y ella es mi madre, Brýnhild. —La aludida los miró a todos con rubicunda suspicacia, calibrando si la idea de su hijo de haberle granjeado el paso a los forasteros le gustaba o no—. Y en el nombre de mi padre debo decir que es un honor compartir nuestra cerveza con vosotros, mi padre me ha contado más de cien veces cómo le salvaste la vida luchando contra Thorgest de Breidabolstad.

Como era debido, Tyrkir asintió con humildad y habló de las virtudes de Odd en batallas pasadas, que habían sido luchadas una vez, pero servidas cien, cuando el frío de las noches del norte dejaba que el
mjöd
desatase las lenguas de los hombres. Brýnhild rezongó de tanto en tanto, si es que las exageraciones parecían demasiado descaradas; pero también le dejó hacer a su hijo, mirándolo con aire de reprimenda cuando, interrumpiendo al Sureño, se puso en pie, vociferando emocionado mientras revivía la gloria de la lucha de su padre en Breidabolstad, en la que Odd y Tyrkir habían ayudado a Eirik el Rojo a recuperar las tablas de su sitial.

Cuando la
husfreya
se cansó definitivamente de las fanfarronadas de los hombres, se sirvió de una mirada cómplice para convencer a Thyre de que había llegado el momento de que las mujeres, mucho más sensatas y productivas, hicieran un aparte.

Thyre entendió a la primera y, tras un leve apretón cariñoso, soltó la mano de Assur para unirse a la mujerona, dispuesta a charlar sobre asuntos más juiciosos que viejos combates y a preparar algo de comer para todos.

Assur se perdió parte de la conversación entre el Sureño y el hijo del talabartero, estaba mirando cómo su esposa hablaba amistosamente con Brýnhild mientras ambas troceaban nabos y se ocupaban de los pucheros, condescendientes con sus aburridos hombres.

Al volver a prestar atención, Sturli había dispuesto ante Tyrkir un tablero de juego y colocaba las piezas, animado a plantarle batalla al viejo compañero de armas de su padre. Al tiempo que disponía su línea de soldados, tallados como enfebrecidos
berserker
que mordían el canto de sus escudos, el joven pareció entender que la debida diplomacia había sido suficiente y se animó a ir al grano.

—Mi padre está de viaje, tardará unos días en volver, pero podéis considerar esta vuestra casa hasta su regreso —anunció buscando de reojo la aprobación de su madre—. Estoy seguro de que su alegría será inmensa al encontraros aquí, y querrá escuchar él mismo las tristes nuevas que habéis traído —añadió haciendo evidente para todos cuánto lamentaba las noticias sobre la muerte de Eirik el Rojo—. Compartiréis el fuego de nuestro hogar y, mientras mi padre esté ausente, haré cuanto esté en mi mano para que no tengáis ocasión de echarlo en falta —añadió como orgulloso anfitrión antes de preguntar sin tapujos—: ¿Qué puedo hacer por vosotros?

Tyrkir correspondió con una sonrisa cortés antes de contestar. Y Thyre ahogó la risa que le provocó el gesto de fastidio de Brýnhild ante la pretendida hombría de su hijo, que hablaba como si fuese ya el señor de la casa, esforzándose por cumplir con lo que su padre hubiese deseado.

—Como ya sabías antes de preguntar —replicó el Sureño recobrando un aire afectado al tiempo que inclinaba el rostro hacia el hijo del talabartero—, estoy aquí para pedirle un favor a tu padre no solo en mi nombre, o en el de Ulfr —añadió señalando al hispano con el pulgar—, sino en el del mismo Leif Eiriksson, que responde por nosotros —aclaró haciendo girar ahora el índice como para abarcarse a sí mismo y a Assur.

Sturli, juiciosamente, imaginando la actitud severa que hubiera mantenido su padre ante semejantes referencias, no se molestó en alabar al hijo del Rojo o en perder el tiempo con palabras vanas; terminó de colocar las piezas sobre el tablero de escaques pardos y claros y, después de mover uno de sus soldados centrales, revolvió con afectación sus dedos rechonchos, unos sobre otros, animando a Tyrkir a continuar y arrancándole un nuevo mohín a su madre.

—Ulfr y Thyre han abrazado la fe del Cristo Blanco —dijo el Sureño con tono severo—, y quieren llegar hasta los puertos del sur para hacer peregrinaje a las tierras santas de su nueva religión, desean llegar a Jacobsland…

El hijo del talabartero, aun pese a su juventud, caló enseguida la mentira; le bastó mirar al viejo amigo de su padre para saber que aquellas palabras tenían mucha menos enjundia de la que callaban.

Assur no pudo evitar encoger los hombros. Habían acordado simplificar la historia e intentar evitar excusas innecesarias, pero, ahora que la oía por primera vez de labios de Tyrkir, el hispano temió las preguntas que pudieran surgir.

Sin embargo, tras cruzar una mirada con los serios ojos de su madre, que se había detenido en su labor, Sturli fingió lo mejor que pudo, sabedor de que no sería apropiado cuestionar a sus huéspedes.

—Jòrvik es un buen lugar para comenzar —dijo el hijo del talabartero atusando su joven barba antes de rascarse la bulbosa nariz sonrojada que había heredado de su padre—, hasta aquí llegan caminos desde cualquier punto de la isla. —Assur miró al joven con suspicacia, todavía inseguro—. Los artesanos siempre necesitan material para trabajar y permitir que los mercados sigan abiertos… Y por donde se puede llegar también se puede partir.

Tyrkir asintió, complacido de que el otro se reservase las preguntas que, sin duda, tenía; y Assur respiró algo más tranquilo.

Sturli, sin olvidarse de maldecir a los bandoleros y ladrones que se refugiaban en los bosques, detalló algunas de las posibles rutas hasta el sur de la isla y, recordando viejas promesas y compromisos sin dejar de mencionar en varias ocasiones más la memoria del Rojo, Sturli dio su palabra: estaba dispuesto a ayudar a la pareja que el Sureño patrocinaba, pues eso mismo hubiera hecho su padre.

—En ese caso, yo volveré a mi barco antes de que esa tripulación de pazguatos todavía secos encuentre el modo de hundirlo mientras está atracado en el puerto.

Sturli bajó los ojos hacia el tablero con aire de disgusto.

—¿Tanta prisa llevas? —preguntó fingiéndose un anfitrión ofendido—. Mi padre lamentará no poder compartir un barril contigo a su regreso. —El hijo del talabartero pareció meditar por un instante, valorando la expresión del patrón y sus propias obligaciones, quizá pensando en lo que hubiera hecho el propio Odd—. Sea, ten por seguro que mañana me encargaré de que tus amigos encuentren montura y avíos, y yo mismo les daré cuantas indicaciones necesiten —dijo zanjando el asunto sin más preámbulos—, pero quedaos hoy con nosotros, por favor.

»Me encantaría escuchar vuestra versión de las historias que tantas veces le he oído contar a mi padre al amor del fuego —confesó con aire infantil—. Ten al menos la paciencia de perder una batalla —añadió con picardía señalando el tablero con la mano abierta, ansioso por compartir, gracias al juego, las viejas glorias que a él mismo se le habían escapado—. Que si esta vida apacible de tendero no me ha servido para igualar las hazañas de mi padre, permíteme al menos que derrote a tu ejército en el tablero…

Tyrkir, condescendiente, estaba a punto de asentir cuando la matrona intervino con sorna.

—¡Pero sin apuestas! —advirtió Brýnhild amenazando con uno de los nabos como si fuera un cuchillo.

Assur vio que su esposa tensaba la boca con una sonrisa tierna que obligaba a las pecas que pintaban sus mejillas a perseguirse unas a otras y él sonrió a su vez.

Cuando llegó la noche, la familia del talabartero y los llegados de Groenland seguían charlando, disfrutando de la mutua compañía entre agradables recuerdos, amables risas y las compuestas reprimendas de Brýnhild.

El caballo murió reventado a las puertas de la ciudad, pero una vez en Jórvik, todo fue mucho más fácil de lo que había podido imaginar, le bastó acercarse a los muelles y, con discreción, soltar unos cuantos trozos de
hacksilver
en las manos adecuadas. A pesar de lo populoso de la ciudad, antes de media tarde ya había seguido el rastro hasta la casa y taller del viejo talabartero. Podía ver el humo del hogar que se escapaba del tiro en la techumbre.

Resguardándose de miradas indiscretas, templando su impaciencia, Víkar esperó la noche en un sucio antro cercano. Tapó el olor a vómito reseco con largos tragos de rasposo hidromiel e intentó matar el tiempo pateando las grandes ratas que correteaban entre los barriles mohosos que servían de escaños.

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