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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Assur (106 page)

Pero conocía bien a su hombre y, como había supuesto, después de que los niños se durmieran, cuando la noche se cerró y la fogata les brindaba sus luces cimbreantes, él se decidió a hablar.

Cuando algo dentro de sí le dijo que era el momento, mientras revolvía las brasas con una ramilla, Assur se desahogó. Le contó detalles de una historia que ella apenas conocía y Thyre entendió algunos de los flecos tristes que moraban en los ánimos de su esposo, rincones de su alma que guardaban con avaricia penas incurables. Él había sido un niño y ella se daba cuenta de que había tenido que enfrentarse a situaciones en las que hombres adultos no hubieran sabido hacer otra cosa que esconderse.

Cuando él calló ella se acercó y se dejó recoger en sus brazos, al amor del fuego. Y, como no supo qué palabras podían servir para aliviar la pena de él, lo besó tiernamente en el cuello y la mejilla. Al principio, Assur no reaccionó, demasiado absorto en los lugares de su pasado que acababa de visitar, pero luego una mano dulce correspondió el beso con caricias suaves que recorrieron los surcos de su espalda. Finalmente, él se giró hacia ella y sus bocas se encontraron con la torpeza de una primera vez, y tardaron unos instantes en reconocerse, después se apresuraron robándose el aire y sus lenguas dibujaron arabescos familiares que despertaron deseos que quisieron conservar por siempre. Ambos sintieron la urgencia de la pasión y ambos se entregaron a ella.

Bajo la mirada curiosa de un autillo, que acechaba los bichos atraídos por las luces de las llamas de la hoguera; envueltos por los aromas secos del fin de la estación y cubiertos por las estrellas que punteaban el horizonte, hicieron el amor suavemente, colgándose de los oídos palabras dulces, enseñando a sus manos a recorrerse como si no hubieran hecho otra cosa en toda su vida, y acariciándose como si tuvieran miedo de romperse. Él la necesitaba y ella lo adoraba, se amaban.

Viajaban hacia el sol de mediodía encontrando los mismos recovecos que tantos años antes Assur había rodeado para dirigirse a Adóbrica. Y el camino estaba lleno de recuerdos, atrapados en los arriates de flores que flanqueaban la vía, colgados de las ramas que abovedaban los pasos, prendidos en los aromas que arrezagaba la brisa.

Cruzaron vados y pasaron por valles y collados, remontaron montes de gruesos bosques. Eran tierras de rocas y ríos, con nombres como Regueiro y Conces que se las describían. Y en cada paso Assur se sentía a punto de encontrar el rastro que él mismo, Furco y Gutier habían dejado. Como si en la siguiente cañada pudiese toparse con la silueta del infanzón leonés recortada a contraluz, caminando ante ellos.

Cruzaron el Eume, limpio y rabioso, aprovechando la pausa de su estuario. Gracias a los servicios de un botero con el rostro picado por alguna enfermedad de juventud, las piernas nudosas y la nariz corva; un tiparraco con aspecto de buitre famélico que les habló con un acento tan cerrado que Thyre fue incapaz de comprender una sola palabra. Al paso de la barcaza espantaron un banco de sábalos que arrancaron destellos en las aguas calmas del cálido día y, una vez en la orilla sur, remontaron el impetuoso río hasta que Assur le pudo enseñar a su esposa las piedras del monasterio de Caaveiro, colgadas de forma inverosímil en la pared del valle de la ribera opuesta. Allí, él le contó lo que recordaba del obispo Rosendo y volvió a hablar de lo que Karlsefni le había dicho en Vinland.

—Entonces…, ¿irás a verlo cuando lleguemos a Compostela? —le preguntó Thyre mientras le tendía al pequeño Weland un currusco de pan duro para que aliviase el dolor de las encías mordiéndolo.

—Sí, estoy convencido de que el religioso del que hablaba Karlsefni es el obispo…

Ella asintió, contenta al ver la sonrisa cohibida que la esperanza blandía en los labios de su esposo.

—Seguro que sí… Seguro que sí…

Y, como no tenían prisa, dejaron a los pequeños jugar persiguiendo con pasos inseguros libélulas de brillantes azules metálicos que revoloteaban a la vera del río.

Con la mañana llena se toparon con un pescador de larga vara y rostro enjuto que descendía hacia una de las villas de la ría. Le compraron dos reos que habían caído en la tentación de las gusarapas que el hombre había movido entre las peñas de las corrientes. Se había hecho con media docena de plateados peces de dos palmos de largo con los que había llenado una rama de sauce, en la que los llevaba ensartados por las agallas, ya limpios de entrañas.

Se tomaron un tiempo para aliviar el hambre. Asándolos al fuego, acompañaron los reos con el último trozo del tocino que habían conseguido en Adóbrica y, tal y como tenía por costumbre su padre, Assur aderezó la jugosa carne con brotes de menta que recogió en la umbría del bosque. Luego se regalaron con las avellanas que encontraron entre las ramas de los viejos ablanos que se colgaban entre los berruecos de la orilla, y dejaron a los críos sestear tranquilos bajo la sombra de un enorme fresno. Mientras, los caballos y la mula abrevaron y buscaron la hierba fresca de la ribera, que despuntaba entre helechos añejados por el calor y matas de zarza y tojo allá donde las piedras lo permitían.

El pescador, encantado con el pago fácil y generoso que le había dado Assur a cambio, les había hablado dicharachero, comentando el remonte de los reos y salmones de ese año, el suave verano y las virtudes de las cosechas que se esperaban, lo que Assur había aprovechado para hacer algunas preguntas; y las respuestas les sirvieron para conocer los mejores lugares de pernocta en su viaje al sur. Así, antes de acabar la tarde ya habían pagado acomodo en una posada de las afueras de Brigantium a la que habían llegado gracias a las indicaciones recibidas. Un lugar modesto, pero limpio y cuidado, en el que les sirvieron un potaje ligero hecho con verduras de temporada acompañadas por escasos trozos de carne y en donde, por un par de monedas más, les dejaron ocupar una habitación para ellos cuatro y un rincón del establo para sus animales.

Al día siguiente, virando ya al suroeste, el paso a Compostela se les hizo evidente al alcanzar la parroquia de Mesía, donde se cruzaron con otros peregrinos que, desde el puerto de Crunia, también se dirigían al templo del apóstol. Allí se unían los caminos que llegaban de la costa y vieron y oyeron a gentes que, como ellos, habían llegado desde lugares del norte en barco. Sus ropas y palabras los delataban, e incluso hubo una pareja de desgarbados ancianos de Rogaland, recién convertidos a la fe del crucificado, que les pidieron indicaciones y con los que compartieron afablemente una frugal comida en la que Thyre se dio cuenta, no sin melancolía, de que podía ser la última vez que escucharía su lengua natal de labios de gente como ella misma. Aunque esa nostalgia incómoda desapareció sin más en cuanto miró a sus hijos, que, plácidamente, dormían una larga siesta.

Habían avanzado con parsimonia y no fue hasta la mañana de su sexto día en tierras hispanas que cruzaron la puerta nordeste de la empalizada que el obispo Sisnando había construido para proteger Compostela.

Entre enormes pinos bordearon la capilla que los benedictinos ítalos habían construido en honor a san Martín, para tener un lugar en el que orar al apóstol. Maestros canteros se esforzaban porque el lugar recuperara el esplendor pasado y Assur entendió, por primera vez, lo terrible y devastador que debía de haber sido el brutal ataque de Al-Mansur.

Toda la ciudad parecía esforzarse para levantarse de nuevo tras la cruel aceifa mora y, entre peregrinos, mercaderes y campesinos que se movían de un lado a otro, se veían innumerables carros cargados con grandes vigas de madera y sillares tallados.

El desvencijado aspecto de cuanto los rodeaba no ayudaba, pero Assur, ahora un hombre, miraba a su alrededor sin encontrar la magnificencia que sus ojos de niño recordaban de su anterior visita a Compostela, cuando siendo solo un crío había acompañado a Gutier. Pero aun así, la ciudad vibraba mágicamente entre las piedras de sus cimientos, decoradas por los mismos trazos de humedad de tantos años atrás.

Populosa y embotada de los olores de sus gentes y cocinas, Compostela le agobió enseguida y, como le había pasado en London, Assur echó pronto en falta los espacios abiertos y el horizonte infinito que le descubría la borda del Gnod.

Thyre, asombrada, se había sentado en el pescante junto a su esposo, robándole el sitio a Sleipnir, y miraba a todos lados, observando las grandes construcciones de granito y entendiendo solo palabras sueltas entre las frases de los variopintos caminantes que pasaban a su lado.

Los recuerdos de Assur eran vagos, pero antes de que las campanas de la ciudad tocasen sexta, ya habían llegado al corazón de Compostela, hasta el templo dedicado a resguardar los venerados restos de Santiago el Mayor, al lado de la residencia episcopal.

Bartolomé Fillol había sentido una temprana vocación; una llamada inspiradora que le hizo entender el incomparable regocijo de la seguridad, pues a partir de aquel momento vivió con el convencimiento de haber sido arropado por un mandato divino que habría de guiarlo por siempre. Fue en su último verano en Maiorica. Había nacido en él una fe capaz de romper cualquier resquicio de incertidumbre y, de pronto, aun siendo solo un crío, había sabido, sin asomo de duda, que las díscolas cabras y su pastoreo eran tareas mundanas, el Señor lo quería a su lado.

Su isla natal, codiciado enclave estratégico del mar Medi Terraneaum, llevaba décadas bajo el dominio moro y, aunque Bartolomé lamentaba estar tan lejos de casa, agradecía cada mañana en los oficios de laudes el buen hacer de su padre cuando, en una barquichuela de contrabando, lo había enviado con una carta de recomendación y una escasa donación para la Iglesia a la gran Barcelona, para estudiar y formarse en su camino hacia Dios.

En la inmensa ciudad, ya antes de ordenarse, Bartolomé había oído sobre las reliquias del santo apóstol Santiago y no lo había dudado. Arrebujado por el mismo impulso divino que lo había obligado a rogarle a su padre sin cesar, el mallorquín porfió en su empeño hasta que sus continuas peticiones fueron aceptadas por sus superiores. A los pocos meses le habían concedido el permiso que tanto ansiaba y Bartolomé había peregrinado hasta Compostela, donde los años y avatares de la vida lo llevaron de un lado a otro, contento de cumplir con su voto de obediencia mientras pudiera seguir cerca del bonito templo que el rey Casto había empezado a levantar en honor al discípulo Zebedeo.

Con el paso del tiempo las obligaciones fueron medrando y, por pura casualidad, terminó trabajando en la tutela del obispado, muy necesitado de hombres laboriosos, pues la institución aún tenía infinidad de tareas pendientes desde su traslado, años atrás, cuando el impulso de las reliquias de Santiago había movido al antiguo obispo a reubicar su residencia, abandonando la cercana Iria Flavia, mucho más sensible a los ataques moros y normandos que llegaban por el río Ulla. Y tanto quedaba por hacer que, desde la dignidad del papado, ni el predecesor Gregorio V ni el actual Silvestre II habían enviado todavía embajada alguna que bendijese y aprobase el cambio de la cátedra episcopal; si bien era cierto que los problemas en Roma eran acuciantes, pues el propio Silvestre y el mismo emperador Otón habían tenido que huir a Rávena para evitar la furia del populacho. Aunque Bartolomé, que había preferido mantenerse en cometidos más humildes, poco sabía de aquellas disquisiciones entre los altos círculos de la Iglesia.

Él era un hombre tranquilo, gustoso de la vida sencilla y laboriosa que su amor a Dios le había granjeado. Con el cuerpo ya trajinado por sesenta largos inviernos en los que el persistente orvallo compostelano había tenido tiempo de metérsele hasta las juntas de los huesos. Era de gestos comedidos, casi avaros, que cuadraban con su rostro bonachón de ojos redondos y profundos. Pero abrazaba cada jornada con entusiasmo, dando gracias al Señor por tener tareas sencillas a las que enfrentarse y por saberse dueño de la oportunidad de salir cada tarde a rezar ante los restos del Zebedeo, que había predicado en aquellas mismas tierras para expandir y hacer conocer las santas enseñanzas de Jesús crucificado.

Hasta su mesa en la entrada del obispado, donde ejercía labores a medias aguas entre cillerero y portero, llegaban gentes de toda condición; y Bartolomé estaba acostumbrado a templar malos humores y malsanas ínfulas. Apenas veía al obispo, que era un hombre ocupado y pendiente de cometidos mayores, pero cuadraba las peticiones de los que se acercaban hasta la casa episcopal con el secretario, un manso de nombre Adosindo que le recordaba al mallorquín a un mirlo acicalándose las plumas, pero que, aun pese a sus floridas maneras, cumplía con eficiencia, como demostraba el tiempo que llevaba en el cargo, pues había sido ya ministro del anterior obispo, Rosendo Gutiérrez.

Aquella tarde, que anunciaba otoño con las nubes que empezaban a labrarse su camino en el cielo, estaba resultando ajetreada; habían llegado mensajeros de Oviedo y León, también del obispado de Mondoñedo, y Bartolomé, cansado, esperaba impaciente la llegada del oficio de vísperas, pues deseaba cenar y retirarse. Pero la curiosidad venció con facilidad al desánimo cuando vio al extravagante personaje que cruzó el umbral de la sede.

Al contraluz que enmarcaba el quicio del portón, dejando un gesto en el aire como si alguien lo esperase fuera, había un hombretón barbado de largas greñas con pinta de norteño. Alto como una columna y con las hechuras de un buey, le hizo presagiar al mallorquín que se avecinaban problemas, incluso pensó en llamar a los guardas que franqueaban el paso en la puerta.

El recién llegado se movió hacia Bartolomé con andares pesados. Tenía grandes manos curtidas que delataban trabajos duros y la piel de su rostro, tensada por los pómulos angulosos, estaba curada por la intemperie, lo que le hizo suponer a Bartolomé que el que tenía frente a sí era marino.

—Buen día —saludó el otro sorprendiendo a Bartolomé por la falta de acento.

—Buen día, hijo, bien hallado seáis, ¿qué se os ofrece?

Tenía profundos ojos azules ribeteados de tristeza y el sacerdote supuso que aquel era uno de esos hombres cuyo aspecto traiciona la bondad de su alma y, con una puntada de contrición, comprendió que se había apresurado en su juicio.

—Mi nombre es Assur Ribadulla y quisiera pedir audiencia con el obispo Rosendo. —El portero entrecerró los ojos y Assur dudó—. Sé que su dignidad es un hombre ocupado, pero si le pasáis recado de que yo fui…

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