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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Assur (61 page)

—Estoy seguro de que en tu memoria podrás encontrar los recuerdos de aquellos días en los que la bruma te hizo perder la orientación, y las corrientes y los vientos te arrastraron hasta lugares ignotos…

Bjarni contestó con presteza.

—He navegado los mares desde las islas de los anglos y los pictos hasta el reino de Dumb, he pasado más veranos de los que se pueden contar con las manos cortando las melenas de las hijas de Njörd, y las grandes nieblas me han robado la orientación en más de una ocasión…

Leif, cansado ya de tanta vuelta, decidió ir directo al grano.

—De acuerdo. Quiero navegar hasta los bosques que encontraste cuando venías a las
tierras verdes
por primera vez, deseo cruzar el mar hasta esas costas ignotas —dijo al fin con franqueza—. Y espero de ti que me des todos los detalles que recuerdes y que me facilites todas las descripciones que puedas. Si puedes darme pormenores precisos que me sean útiles, serás recompensado con generosidad. Pon el precio.

Tyrkir se atragantó con el sorbo de hidromiel que pretendía beber y no pudo hacer otra cosa que negar una y otra vez moviendo la cabeza pesarosamente al tiempo que carraspeaba procurando reconducir el fuerte licor. Assur, que aun siendo forastero sabía lo suficiente del protocolo en el que solían perderse los normandos en las largas noches de invierno, no pudo evitar que sus labios se arrugasen con un titubeante resoplido.

A un lado sonaron las risillas que se le escaparon a la muchacha de los rizos dorados y a la avejentada hija mayor de Bjarni.

—He oído que uno de esos dos sureños tuyos ha vuelto de Dikso con un buen cargamento de marfil de morsa… —comentó el viejo, y el patrón del Mora asintió con una sonrisa, feliz de que por fin la conversación cobrase interés—. Y no creo que haya mejor navío que el Gnod si es que pretendes cubrir la misma ruta que yo mismo cubrí hace tantos inviernos.

Leif se rio complacido, el vejestorio no podía hacer las cosas si no era a su modo; y, si bien era cierto que era tan descarado como para esperar abiertamente una recompensa, no parecía serlo tanto como para pedirla sin tapujos, y prefería disimular en virtud de costumbres más viejas que él mismo. Según parecía, a cambio de darle los detalles de su travesía, Bjarni esperaba que el hijo de Eirik pagase un desorbitado precio por su carcomido barco. Y aunque Leif sabía que el traqueteado navío no valdría ni con suerte medio marco de oro, el patrón del Mora estaba dispuesto a seguir el juego encubierto del viejo navegante.

Tyrkir se retrepó en su asiento y se inclinó levemente para disimular al tiempo que intentaba hablarle en voz baja a Leif, pero su patrón no quiso hacerle caso.

Al hijo del Rojo no le importaba si el precio era o no adecuado, lo único en que podía pensar era en lo que supondría reclamar aquellos territorios desconocidos y en traerse un enorme cargamento de madera de aquellos supuestos bosques fastuosos de los que Bjarni había hablado. Y si el viejo avaro esperaba salir ganando vendiéndole su roñoso barco, Leif estaba dispuesto a comprar el navío y cuanto le pidiese.

—Ve a por unos cuantos colmillos —le pidió a Assur—, y asegúrate de marcar unos pocos que queden en el almacén como un tributo generoso para mi padre, del resto escoge los mejores y tráelos contigo, dejemos que Bjarni vea la calidad de la moneda con la que espera ser pagado, ¡y vuelve cuanto antes! —le instó impaciente.

Al tiempo que Tyrkir seguía negando con la cabeza, incapaz de contenerse y guardar las maneras que le suponían no abjurar de la opinión de su patrón, Assur se levantó para hacer lo que le pedían.

Leif ni siquiera llegó a plantearse el reconvenir a su contramaestre, esperaba el relato de Bjarni como un chiquillo aguardando escuchar de nuevo el cuento del dragón Fafnir.

Antes de que Assur pudiese llegar al umbral, Bjarni carraspeó y comenzó a narrar con tanto detalle como fue capaz su peripecia de tantos años atrás, cuando, siguiendo a su padre Herjolf, había navegado desde Iceland a Groenland y había terminado por perderse en la niebla que cubría las oscuras aguas del norte para acabar recalando frente a costas desconocidas.

Al salir de la hacienda de Bjarni, Assur se cruzó con la joven que les había estado sirviendo, que parecía volver de atender los establos, y aunque no se dijeron nada, el hispano percibió un agradable aroma a espliego y un suave olor a lavanda que le contó cómo Bjarni comerciaba con especias y telas, y que lo transportó hasta una tarde en el Ulla, una bonita tarde de cielo despejado en los principios de una primavera que ya había sido olvidada; era el recuerdo de un niño que jugaba con un pequeño carro de madera en la orilla del río mientras su madre lavaba en las aguas frías la ropa de la familia usando un jabón aromatizado cuya esencia perseguiría a Assur hasta su edad adulta.

El Gnod se conservaba bastante mejor de lo que Leif habría esperado. El navegante había cerrado el trato pensando únicamente en los detalles que Bjarni le proporcionaría sobre esos días de navegación, pero fue un consuelo para el patrón descubrir que, después de haber convenido pagar el abusivo precio que el tacaño Bjarni había exigido, la nave podía usarse para algo más que para acumular basura o pudrirse al pairo, así no todo estaría perdido. De hecho, Leif empezaba a pensar que, para transportar los maderos que esperaba traerse desde aquellas tierras del oeste, el baqueteado barco de Bjarni podría ser mejor opción que su adorado Mora. El Gnod era más grande, tenía enormes bodegas llenas de viejos olores, una multitud de apaños remachados y una orgullosa roda bellamente labrada, además disponía de un original y poco común juego de guindastes para remolcar cómodamente un pequeño
skuta
auxiliar que podía resultar muy conveniente; y lo más importante, a simple vista se podía apostar que, si no se le soltaban los clavos, desplazaría muchas más toneladas de carga.

—Usaremos el Gnod —anunció finalmente el patrón a un preocupado Bram—, no saldremos hasta el próximo verano, así tendremos tiempo para devolverle su orgullo a esta nave —añadió pasando una mano cariñosa por la mellada arrufadura—. Nos ocuparemos de adecentarlo. Necesita que se repasen todas las tracas, y hay que conseguirle un nuevo juego de velas, ligeras, de lino mejor que de lana. Y en cuanto lo hayamos puesto a punto, tendremos que hacerlo navegar, habrá que surcar unas cuantas millas, conocer cómo muerde agua la quilla. Saldremos del fiordo y lo tentaremos en mar abierto, debemos saber si necesita de mucho achique, amigarse con sus cordajes y, lo más importante, descubrir sus vicios. Es un navío viejo, y no podemos pelearnos con él, habrá que aprender a hacer las cosas a su modo —terminó por aseverar Leif paseando sus ojos por cubierta con gesto sonriente.

Bram y el Tuerto escuchaban a su patrón y, aunque tenían dudas, no quisieron cuestionar a Leif. Tyrkir había amenazado a toda la tripulación con castrarlos y obligarlos a comerse sus propios testículos si se atrevían a alzar una sola queja. Hasta ahora los hombres de Leif siempre habían disfrutado del éxito de las empresas a las que el patrón se había lanzado, incluso cuando todos en la colonia lo habían tachado de loco, y el contramaestre no estaba dispuesto a permitir que la tripulación lo olvidase, por muchas supersticiones y míticas quimeras que los borrachines se empeñasen en recordar. Y aunque ahora el reto fuesen tierras desconocidas que se escondían más allá de poniente, y no una nueva ruta por aguas más o menos conocidas, Tyrkir estaba empeñado en evitar que la disciplina de la tripulación se quebrantase. Solo tenían la palabra de un vejestorio arrugado y medio ciego, pero si eso era suficiente para el patrón, también debía serlo para su tripulación.

—Tiene más calado que el Mora, si aún navega bien iremos con él al oeste y mandaremos al Mora a Jòrvik para mercadear con cobre —anunció Leif—. Es mejor no echar todos los huevos en una sola cesta, y si mandamos a unos cuantos hombres a un puerto seguro, podremos tener la certeza de que la temporada no será en balde, incluso si la historia de Bjarni no es más que un cuento para niños de teta.

Leif había advertido a Bjarni de que le reclamaría el marfil pagado si navegando dos semanas al oeste no encontraba rastro de las costas de las que hablaba el viejo navegante, y la seguridad con la que Bjarni había aceptado sus palabras le había dado la confianza que esperaba. Sin embargo, el Tuerto, como algunos otros, no compartía tal certeza, y todos ellos esperaban que Leif los designase como parte de los destacados a Jòrvik. Como había sucedido el año anterior, cuando el hijo del Rojo había anunciado que pensaba llegar hasta el
paso del norte
de una tirada, la mención de la posible gloria no era un acicate del todo eficaz. Bram, por su parte, hubiera seguido a Leif hasta las mismísimas simas del
Hel
, y hubiera entrado en ellas aferrando el timón sin vacilaciones y luciendo una sonrisa en su rostro si es que era su patrón quien marcaba el rumbo.

Assur, que aun siendo el nuevo había sido capaz de ganarse el respeto de los tripulantes del Mora, había oído algunas de aquellas dudas, pero no había llegado a comentárselo a su patrón, no le había parecido apropiado delatar a sus compañeros, aunque él mismo creyese, como Bram, que Leif no podía equivocarse. Además, las tribulaciones de Assur eran otras, y esa mañana, mientras Leif inspeccionaba el Gnod para cerrar el trato, el hispano estaba ocupado llevando el total del pago en marfil a la hacienda de Bjarni.

En el trayecto, y siendo consciente de que Leif lo había honrado con una nueva responsabilidad, Assur se debatía pensando en si debía o no atreverse a pedirle al hijo del Rojo permiso para asentarse en su propia hacienda, pero al hispano no se le ocurría cómo compensar al patrón a cambio de dejar la tripulación a la que había jurado lealtad. Desde el edicto del
jarl
Eirik, Assur no era capaz de sacarse la idea de la cabeza: todo el terreno que un hombre pudiese cubrir en un día de caminata. Eso serían unas tierras de mucha más extensión que aquellas que con tanto esfuerzo había labrado su padre tanto tiempo atrás. Considerarse dueño de algo así era más de lo que hubiera podido soñar jamás, y eso no era lo mejor, mucho más importante sería poder dejar atrás el dolor y las muertes, las luchas, los gritos en la batalla, el recuerdo de la esclavitud, el hambre de los inviernos trampeando y la incertidumbre de las expediciones balleneras.

Esta vez, más preocupado por las rentas que por la diplomacia, el mismo Bjarni los recibió en la cancela del muro de su hacienda, apoyado en un bastón de roble y forzando impacientemente sus ojos para ver la llegada del tan ansiado cargamento de colmillos de morsa.

—Daos prisa, que este frío de la mañana me corta las carnes —urgió Bjarni a los hombres de Leif, gritándoles a voz en cuello a la vez que se alzaba precariamente en la punta de sus pies haciendo esfuerzos por mantener el equilibrio con su arrimo.

Assur llegaba acompañado de otro de los hombres del Mora, un callado mozo de Gotland de hombros caídos con el que el hispano se sentía a gusto por los largos silencios, y que respondía al nombre de Ásmund. Llevaban los petates a lomos de dos de los caballos del propio Eirik y, ante la impaciencia del marino retirado, Assur les chistó a los animales para que aceleraran el paso, aunque solo era una simple pretensión; sus órdenes eran alargar la entrega todo lo posible, debían esperar allí hasta que Leif enviase recado de que estaba satisfecho con la inspección del barco de Bjarni. Algo que le había enseñado a Assur una valiosa lección sobre su patrón. Leif podía aparentar tomar decisiones por las bravas y dejarse llevar por meras ansias de fama, sin embargo, aunque no se molestase en hacérselo ver a otros, resultaba patente que sus resoluciones tenían mucho más fondo y raciocinio de lo que podía parecer.

—Espero que todos sean igual de buenos que los que me enseñaste anoche —dijo Bjarni bajando el tono de voz ahora que los hombres de Leif estaban más cerca.

Assur imaginaba que, a no ser que no fuesen otra cosa que ramas secas, el viejo cegato no se atrevería a protestar por la calidad del marfil, a fin de cuentas, había recibido un pago más que generoso por algo tan poco meritorio como perderse; y si Leif echaba pie a tierra en aquellos nuevos territorios del oeste, un pedazo de la gloria que conseguiría el hijo de Eirik el Rojo sería también para él.

—¿Dónde quieres que los guardemos? —preguntó Assur.

—Por aquí, por aquí —dijo Bjarni renqueando al tiempo que los animaba a seguir sus pasos moviendo espasmódicamente su brazo pellejudo.

Assur echó un vistazo en derredor, y como no había señales de ningún hombre del Mora para dar el beneplácito del patrón, decidió perder el tiempo.

—¿Y dónde guardas tu hospitalidad, Bjarni?, ¿no vas a ofrecernos un trago con el que refrescarnos antes de descargar esta fortuna para ti? —cuestionó diciendo lo primero que se le ocurrió.

—¡Claro!, en cuanto terminemos con el trabajo, habrá tiempo de compartir una jarra o dos de cerveza —dijo Bjarni sin detenerse.

Assur no pudo evitar sonreír por la evidente inquietud del viejuco.

Como en Brattahlid, aunque mucho más humildes, había varias dependencias alrededor de la
skali,
y el viejo marino cegato avanzaba sin dejar de mover su brazo de delante atrás. Sus pies solo batían la tierra lo justo para no caerse y su bastón volaba por encima de los hierbajos llegando antes que él en cada escuálida zancada.

Assur iba a decirle a Ásmund que no se apurase cuando algo llamó su atención.

La muchacha que parecía haberse empeñado en que Tyrkir tuviese fácil emborracharse la noche anterior salía de uno de los almacenes de Bjarni. La joven caminaba llevando un gran capazo de corteza de abedul, lleno a rebosar de lana recién lavada y cardada, lista para hilar. Inclinada para contrapesar la carga, la moza sujetaba el cesto contra su cadera con el brazo estirado y las curvas de su cintura se hacían evidentes, andaba midiendo con cuidado sus pasos, para no perder el equilibrio, y sus largas piernas jugaban a enseñar los tobillos bajo el ruedo de la falda. El sol revolvía los reflejos trigueños que aparentaban esconderse en los mechones ondulados que, en largos rizos rubios, rodeaban lujuriosamente el rostro con una luz propia. Cuando vio a los hombres del Mora, la joven sonrió tímidamente y rehuyó las miradas girando la cara con un gesto retraído. A Assur le pareció una visión maravillosa; era casi de su misma altura, generosa en sus formas, pero de proporciones armoniosas. Ella siguió andando hacia la
skali
sin prestar más atención a los marinos; a los pocos pasos, cambió el capazo de lado, obligando a sus caderas a zarandearse y, sin pretenderlo, a dar a luz codiciosas esperanzas. Assur se dio cuenta de que Ásmund la miraba con evidente descaro y sintió que le molestaba.

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