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Authors: Francisco Narla

Tags: #Narrativa, Aventuras

Assur (59 page)

Para completar los casi dos millares de almas que vivían en las
tierras verdes
había otra colonia, más al norte, menos numerosa, y más sufrida. De hecho, sometida a los rigores de un clima extremo, la caza y la pesca no eran tan abundantes, y como ganado solo podían contar con unas cuantas cabras empecinadas en comer líquenes amargos. Pero allí, en Eiriksfjord la vida era más que apacible. Y Assur supo pronto que aquel era un lugar en el que podía comenzar de nuevo, en el que podía alimentar las esperanzas renacidas que habían surgido desde aquella mañana de apuestas, en la que Leif le permitiera integrarse a la tripulación del Mora.

Habían llegado la tarde anterior y, desde el primer vistazo, aquel se le antojó a Assur como un buen lugar para vivir, un lugar donde se podía pensar en fundar un hogar y envejecer.

Los habían recibido con una mezcla de mansa costumbre y alegría, era evidente que allí todos estaban habituados a que sus hombres salieran a navegar.

—Te veo, hijo, te veo, ¿qué hay de nuevo? —le había gritado Eirik el Rojo a su vástago mientras todavía caminaba hacia el embarcadero abriendo los brazos para recibirlo.

Como en cualquier puerto, la buena nueva se había esparcido como llama en la yesca y Assur se vio pronto inmerso en una vorágine de presentaciones llenas de preguntas curiosas, aunque tuvo la suerte de pasar a un segundo plano en cuanto Leif hubo de presentar al monje Clom a los lugareños y dar cuenta de la noticia de la subida al trono del
konungar
Olav. El arponero percibió enseguida la suspicacia en la mirada torcida que Eirik le dedicó al religioso, pero como señor y
jarl
de aquel lugar, Eirik se mostró al momento más preocupado por los condicionantes políticos asociados al fraile que por su ansia evidente en pisar tierra, emborracharse y, si la resaca se lo permitía, ponerse a la mañana siguiente a bautizarlos a todos.

En cuanto a Assur, fue presentado por Leif como Ulfr; Ulfr Brazofuerte había contestado el navegante cuando su padre había cuestionado el linaje de su nuevo hombre de confianza. Y Assur había mirado sorprendido a Leif por aquella salida, pero su patrón la explicó encogiéndose de hombros con un gesto explícito que dejaba claro que semejante sobrenombre era lo primero que se le había ocurrido para no dar más explicaciones; de hecho, mientras caminaban hacia Brattahlid acompañando a Eirik, que había sacado un peine de asta con el que acomodaba su leonina cabellera, Leif empezó a contar una vez más la historia de aquel lanzamiento a ochenta yardas, evitando que preguntas más indiscretas pudiesen revelar el sombrío pasado de Assur. Y así el hispano fue introducido en la colonia como uno de los hombres más allegados a Leif Eiriksson y, como tal, fue invitado a compartir el hogar de Brattahlid y a disfrutar de la amistad de la familia del Rojo.

Deseando celebrar el regreso de Leif y la buena noticia de la nueva ruta abierta por su hijo hasta la madre patria, Eirik había ofrecido a todos los presentes una gran cena regada con sus mejores barriles de hidromiel. Antes de que el sol se hubiera puesto por completo, la enorme
skali
de Brattahlid bullía con la multitud congregada y la frenética actividad de las mujeres y esclavos, y el fraile Clom los sorprendió a todos bebiendo a la par de curtidos hombres de mar como el Tuerto, o el timonel Bram.

Era un gran salón mayor que el que Assur había conocido en la hacienda de Sigurd. La
skali
de Eirik tenía más de cincuenta pasos de largo y casi veinte de ancho, con muros tan gruesos como un hombre erguido y unos cimientos y suelo cubiertos de grandes lajas de piedra que alejaban la humedad de la tierra. El gigantesco hogar central cubría el largo de un tercio de los bancos que se acomodaban a cada lado, bajo lanzas, espadas y escudos que recordaban viejas batallas. Assur se dio cuenta de que, ante la escasez de madera, los groenlandeses se las ingeniaban para suplirla con cualquier otro material que tuvieran a mano, parte de aquellos escaños en los que los hombres comían y bebían estaban hechos con enormes omóplatos de ballena.

Sobre aquellas llamas, Thojdhild, la esposa de Eirik y
husfreya
de Brattahlid, se encargaba de que se dispusieran los calderos y las piezas de carne. Era una mujerona impetuosa de generosas curvas que cuadraba a la perfección con su corpulento esposo, al que reprendía de continuo con frases que perdían fuerza rápidamente por lo cariñoso de sus expresiones.

Todos parecían complacidos y, a excepción de Tyrkir, que ya se andaba ocupando de arreglar tratos por las mercancías de los pañoles del Mora, tanto los locales como los viajeros habían disfrutado de una larga y agradable velada en la que la travesía de Leif, para orgullo de su padre, se relató una y mil veces pasando de boca en boca.

Assur se había percatado de esa afectación mal disimulada de Eirik, evidentemente movido por las palabras de elogio que se vertían sobre su hijo. De hecho, solo le había visto torcer el gesto con mohínes preocupados cuando, a petición propia y mientras repeinaba por enésima vez sus rebeldes cabellos rojizos con su sobado peine, Leif se sentó a su lado para contarle con más detalle el cambio sufrido en la situación política ahora que Olav Tryggvasson se había declarado
konungar
.

Las morsas eran bichos mal encarados que berreaban con enfado en cuanto la partida de caza se acercaba. Se avisaban unas a otras con extravagantes mugidos que podían oírse desde grandes distancias. Pero a pesar de que los gigantescos machos podían aplastar a un hombre con facilidad, o incluso despedazarlo con los largos colmillos con los que se aupaban en las brechas del hielo, Assur consideró aquel cometido mucho más llevadero que el rececho de las grandes ballenas.

El suave y blando marfil de aquellos colmillos, que podían llegar a rondar el paso de largo en los ejemplares más grandes, era apreciado en todos los mercados, y el fraile Clom había contado cómo los obispos y otros clérigos de buena posición lo adoraban como material para los puños de sus bastones, las conteras de sus libros sagrados, o, especialmente, labrados como crucifijos. Y, aunque Leif dudaba entre distintas opciones, el navegante sabía que aquel marfil sería, como siempre, una excelente moneda de cambio; tanto si partía en busca del cobre de Jòrvik, como si seguía hacia el sur para tratar con los muslimes de Hispania, o si, sencillamente, regresaba a Nidaros por la ruta que él mismo había inaugurado.

Sabía que, fuera cual fuese su destino, el marfil de aquellos mastodontes sería una mercancía inmejorable para conseguir beneficios; era ligero en comparación con lo que se podía obtener por él, era fácil de almacenar y, además, por largo que fuera el viaje, la humedad de los pañoles y arcones del Mora solo conseguía darle una pátina de suciedad que no llegaba a estropearlo, algo que sí pasaba con las pieles, la carne o la madera y, a mayores, con los pellejos de aquellos monstruos se hacían los mejores cordajes para el velamen.

Todas eran razones más que sobradas para que el navegante quisiera una buena provisión de aquel marfil, pero además, ese verano la caza de morsas en la gran bahía de Dikso, cuatrocientas millas al norte de la colonia del oeste, justo donde los grandes hielos perpetuos empezaban, suponía una excusa perfecta para alejar a su nuevo hombre de confianza de la gran asamblea que se iba a celebrar, así que Leif le había cedido a Assur unas cuantas piezas de plata para cubrir provisiones y gastos, le había asignado unos cuantos hombres, le había dado referencias para conseguir embarcaciones en el otro asentamiento y, por último, le había encargado al hispano la misión de traerle un buen cargamento de marfil de morsa antes de que la temporada de caza llegase a su fin.

Y es que Assur se había incorporado al asentamiento de los groenlandeses auspiciado por Leif, y eso había significado estar bajo la protección del mismísimo Eirik el Rojo, que venía a ser igual que ponerle un estandarte en el cogote y convertirlo en el centro de atención y objeto de los chismorreos de todos los hacendados que se reunirían en consejo para hablar de las disputas del año, resolver litigios pendientes y hacer correr las nuevas de la temporada. Y Leif, conocedor del pasado poco claro de Assur, había pensado que la asamblea sería un lugar demasiado expuesto en el que surgirían preguntas incómodas, por lo que, usando como excusa sus tiempos de arponero y trampero, Leif mandó a Assur al norte, y a todos les pareció razonable.

Así que, a tiempo para evitar las tormentas tempranas de las tierras del norte, pero con suficiente retraso para que los días de asamblea hubieran quedado atrás, Assur viajaba al sur, camino a Brattahlid. Para no apurarse demasiado se habían movido a pie hasta la colonia más occidental y allí habían rentado pequeños
faerings
con los que bojear la abrupta costa hasta la gran bahía en la que se concentraban las morsas y, ahora, después de devolver las embarcaciones en el asentamiento del oeste, que también estaba más al norte que el fiordo de Eirik, Assur regresaba llevando en unos cuantos caballos pagados con la plata de Leif un excepcional cargamento de colmillos con los que esperaba complacer a su patrón, y demostrar su agradecimiento por las preocupaciones que el navegante se tomaba para permitirle ocultar su pasado como esclavo.

En cuanto el grupo empezó a descender hacia el interior del fiordo, los chiquillos que andaban tirándoles piedras a las ovejas hicieron correr la noticia.

Leif los recibió con una de sus radiantes sonrisas y los brazos abiertos, al pie de los mismos muros de la hacienda de su padre.

—Y yo que esperaba que uno de esos bichos te hubiera atravesado las tripas con sus colmillos… —gruñó el navegante con evidente cinismo.

Los dos hombres se fundieron en un cariñoso abrazo mientras los muchachos deshacían los cordajes del cargamento y elucubraban sobre la gran cacería que anunciaban aquellos trofeos. Sus exclamaciones y resoplidos comenzaban a enervar a los toscos caballos, que empezaban a cabecear inquietos.

—¿Has encontrado lo que te dije? —preguntó Leif mirando hacia los grandes paquetes en los que curioseaban los chicos.

—Sí, de más de un paso —contestó Assur señalando la última de las bestias, un bayo de hirsuto pelaje y ojos mansos que cargaba un único petate—, creo que tu padre estará complacido.

Leif asintió contento. Esa sería la cara trucada del dado, con el regalo de aquellos dos magníficos colmillos Assur se ganaría por méritos propios el patronazgo del propio Eirik, de modo que, si por alguna desagradable casualidad se descubrían los secretos del hispano, el propio Rojo se encargaría de protegerlo, satisfecho por el beneplácito de su hijo para con el propio Assur y pagado por la muestra de lealtad que supondría un regalo de tanta valía. Leif estaba seguro de que su padre solo juzgaría a Assur por lo que era y no por lo que fue, a fin de cuentas, él mismo había sido un prófugo.

—Perfecto, perfecto…

Los críos se gritaban unos a otros, algunos se hacían pasar por grandes machos de morsa, sujetando con esfuerzo los enormes colmillos como podían y rugiendo estrambóticos sonidos que hacían relinchar a los caballos, los demás pretendían ser cazadores.

—Pero dejemos eso, tenemos que ponernos al día, he tenido una gran idea… —añadió Leif con una enigmática socarronería—. Una gran idea…

A espaldas del gran salón había varias construcciones, dedicadas a almacenes y despensas, estaban repletas de grandes toneles llenos a rebosar de arenques, salmón ahumado, carne de caribú salada y otras conservas, también había sacos de grano, gruesas lajas de tocino colgadas y barriles más pequeños de legumbres secas, además, allí se guardaban pieles, fardos de lana y pelo de cabra, y otros bienes de la familia de Eirik; Leif señaló uno de ellos al resto de la partida y, mientras los hombres regañaban a los muchachos y llevaban los colmillos adonde el patrón les había dicho, Assur y Leif se adentraron en la
skali
después de que el hispano hubiese cogido los gruesos y grandes marfiles que había elegido para el Rojo, los mejores de todo el cargamento.

En el interior del gran salón se preparaba la cena y, después de cumplir con los saludos de rigor que le eran debidos a Eirik y entregarle los dos preciosos colmillos de morsa que le había traído como presente, Leif y Assur se retiraron a una esquina a charlar cómodamente compartiendo algo de hidromiel al tiempo que el Rojo se atusaba los cabellos con su peine de asta y miraba complacido el marfil que habían dejado ante su sitial.

—Al hablar de cómo nos habías librado de que Olav nos decapitase a todos, hubo quien preguntó, pero bastaba con contar la historia de tu lanzamiento desde ochenta yardas para que se olvidaran… Puedes estar tranquilo, la mayoría te toma por un sviar que quizá pasó un tiempo en tierras del antiguo imperio de los francos, y el resto piensa que eres un sureño, como Tyrkir. No habrá acusaciones, estoy seguro.

Assur asintió, agradecido de que Leif aclarase primero aquel asunto.

—Pero eso no es lo más importante de la asamblea —añadió el patrón—, ni mucho menos —dijo haciendo un gesto para que una de las muchachas les sirviese algo de beber.

El hispano supuso que las consecuencias políticas de la subida al trono de Olav y su presión para convertir al cristianismo a todos los groenlandeses habrían sido el tema principal de la reunión del
thing
. Era obvio que la decisión estaba en las manos de Eirik, pero también lo eran, como Assur y la tripulación del Mora habían visto, las implicaciones políticas de semejante decisión, la conversión significaba también aceptar la voluntad del
konungar
, dándole legitimidad al nuevo rey y a su posición. Por lo que Assur se sorprendió cuando Leif soltó por fin la noticia que guardaba como un niño inquieto.

—Bjarni ha anunciado que no volverá a salir de expedición, dice que ya está viejo.

Assur no entendió a qué venía aquello.

—Y la verdad es que parece el pellejo podrido de un ciervo muerto el invierno pasado, no le queda un trozo de cuero sin arrugas —añadió Leif riendo—, además, si estira el brazo no se distingue los dedos, ve menos que un canto rodado, como si hubiera metido la cabeza en el culo de un
troll
.

—Pero… ¿qué diablos?… ¿Y qué pasa con Olav?, ¿qué ha decidido tu padre?, ¿y la nueva ruta?

Assur preguntaba apresuradamente, interesado por la situación de la colonia, consciente de que su propio futuro dependía de las decisiones que allí se tomaran. El hispano sabía que, si quería empezar una nueva vida, necesitaba que Groenland disfrutase de un período de paz que solo podría tener si las colonias no se enemistaban con el nuevo
konungar
de las tierras del norte.

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