Read Antología de novelas de anticipación III Online

Authors: Edmund Cooper & John Wyndham & John Christopher & Harry Harrison & Peter Phillips & Philip E. High & Richard Wilson & Judith Merril & Winston P. Sanders & J.T. McIntosh & Colin Kapp & John Benyon

Tags: #Ciencia Ficción, Relato

Antología de novelas de anticipación III (23 page)

Los apagados ojos azules de Richard Clayton se abrieron. Su boca tembló mientras, débilmente, suspiraba:

—Perdí... la medida del tiempo. ¿Cuánto... cuánto tiempo he pasado en el «Futuro»?

El rostro de Jerry Chase era grave cuando miró de nuevo al viejo y respondió, suavemente:

—«Tan solo una semana.»

Y, mientras los ojos de Richard Clayton se helaban con la muerte, el largo viaje terminó.

Viernes

John Kippax

Semirrecostados en la almohadilla cuna de acero, Bailey y Kromm contemplaban el tablero de mandos mientras la nave exploradora descendía los últimos metros que la separaban de la rocosa superficie de Krodos siete. Tensos, expectantes, contemplaban el tablero y esperaban, sabiendo que podían morir si la nave no aterrizaba como era debido. Su viaje había estado lleno de sobresaltos.

Se produjo una sacudida, y cuatro luces cambiaron de color; Bailey, el más joven de los dos hombres, desconectó una hilera de interruptores con ansiosos golpecitos de sus largos dedos; se reclinó hacia atrás con un suspiro de alivio, y el brillo del sudor se reflejó en sus facciones ascéticas.

Kromm, mucho más robusto y menos dispuesto a poner de manifiesto sus emociones, volvió la cabeza y favoreció a su compañero con una lenta sonrisa.

—Lo hemos conseguido.

Bailey no sonrió.

—Por los pelos. Y cuando regrese al Oppie alguien va a pagar por esto. ¡Palabra!

Kromm se encogió de hombros y hurgó en sus bolsillos en busca de un cigarrillo; ofreció el paquete a Bailey, pero éste no aceptó la invitación, de modo que Kromm encendió un cigarrillo para él con dedos firmes.

—¿Crees que fue simplemente un caso de falta de combustible?

Bailey estalló:

—¿Qué otra cosa podría ser? He conseguido descender gracias al combustible de la reserva. ¡Y ahora casi lo hemos agotado también! ¡Hay un oficial mecánico llamado Ramírez, que va a oírme en cuanto le eche la vista encima! —Bailey se puso en pie y se acercó a una de las mirillas de observación—. El aspecto no es desagradable —dijo—. Como la Tierra, hace cincuenta millones de años. —Se volvió hacia Kromm, que seguía fumando su cigarrillo—. Vamos, Kurt. Pon en marcha la radio y diles lo que nos ha sucedido.

Kromm se sentó delante del transmisor. Pulsó un interruptor, y el pequeño altavoz instalado en la parte superior del aparato comprimido dejó oír una sucesión de ruidos atmosféricos. Todo, con la posible excepción del propio Kromm, era comprimido. Aquella pequeña nave de dos plazas era una de las cuatro del enorme Oppenheimer, dedicado a la tarea de explorar el sistema Krodos.

Bailey esperó, tamborileando impacientemente con los dedos. Kromm sabía que el orgullo profesional de Bailey había resultado herido por el accidente. El hombre más alto murmuró:

—No contestan. ¿Por qué?

Kromm dijo:

—No lo se.

—¿Estás seguro de que sale tu llamada?

—Escucha tu.

Kromm pulsó un interruptor e inmediatamente se oyó la señal de llamada, repitiéndose una y otra vez.

—Pero, ¿estás seguro de que sale?

Kromm suspiró pacientemente.

—De acuerdo, les llamaré directamente, con mi dulce voz. —Descolgó un micrófono Y lo acerco a sus labios—. X-2 llamando al Oppenheimer, X-2 llamando al Oppenheimer. Cinco tres siete, seis dos uno, cuatro siete ocho. Krodos siete, encallados en Krodos siete...

Repitió la llamada y esperó. A través del altavoz continuaron llegando los ruidos atmosféricos. Nada más. El rostro de Kromm había adquirido una desacostumbrada expresión de gravedad.

—Nada —dijo Bailey. Contempló el pequeño altavoz, que seguía hablando en un lenguaje espacial—. ¿Estás seguro de que el aparato funciona bien?

—Sí —respondió Kromm, con cierta sequedad—. Esto no lo revisa ningún mecánico. El responsable soy yo. ¿Quieres que lo desmontemos?

Bailey estaba mirando de nuevo al exterior.

—Vamos a comer algo —dijo—, y luego te echaré una mano.

Tres horas después sabían que la radio funcionaba normalmente. Kromm dejó conectada la llamada y fue a reunirse con Bailey, el cual estaba comprobando los datos acerca del aire y de la humedad.

Bailey dijo:

—Las condiciones son muy parecidas a las de la Tierra.

—El jefe estará contento.

—¿Tendremos la oportunidad de comunicárselo? —preguntó Kromm—. Nadie sabe que estamos aquí. Dentro de una semana, tendremos que dirigirnos a aquel hermoso valle que se extiende debajo de nosotros, en busca de algo que comer. En una época determinada me pareció estar interesado en la exploración preliminar de Krodos siete; ahora no soy más que un individuo interesado en saber de dónde le caerá el maná. Dame ese almanaque.

Bailey le entregó el voluminoso tomo, y su compañero lo ojeó unos instantes.

—Ahora, veamos si consigo recordar lo que significan esas señales... —murmuró Kromm.

—Una estrella verde —dijo Bailey— significa que la información tiene quinientos años de antigüedad.

—Es cierto, ahora lo recuerdo —dijo Kromm—. Algunos de aquellos hombres primitivos llegaron bastante lejos, ¿verdad? —Consultó de nuevo el almanaque, deteniéndose de cuando en cuando a consultar la lista de señales. Días de veinticinco horas... inclinación axial insignificante... dos lunas... —Recorrió el final de la doble hilera de símbolos con un grueso pulgar—. Cuatro ies... Subrayado. —Su rostro cambió de expresión—. ¡Dios mío! Wallace dijo algo acerca de...

Encontró el significado del símbolo. Soltó el libro y miró a Bailey. Estaba muy pálido.

—¿Qué sucede? —preguntó Bailey.

—Es la clasificación de la ionosfera —dijo Kromm, en tono lúgubre.

—¿Y bien?

—Es muy elevada; en realidad, ése es el motivo de que no hayamos podido establecer contacto con el Oppenheimer. La ionosfera de este planeta es tan compacta que las señales de radio —por lo menos las emitidas por nuestro transmisor— no pueden atravesarla.

—Entonces, estamos encallados —dijo Bailey.

Descubrir que el paisaje de Krodos siete que podían divisar era agradable, fue una pobre compensación. Un cálido sol amarillo brillaba encima de las pardas rocas de la llanura; al otro lado del arrecife había valles cubiertos de vegetación de aspecto familiar; se oía el rumor de unas corrientes de agua, y en el fondo del suave declive que formaba la llanura había un pequeño lago, con una ancha playa arenosa.

Pasearon a lo largo de la playa hasta el lugar donde un riachuelo vertía sus aguas en el lago a través de un rumoroso canal. Llevaban unos buzos ligeros y una pistola en la cadera. Bailey no hablaba mucho, y Kromm pensó que se debía al hecho de que estaba enojado con él por su contratiempo; aunque, incluso suponiendo que hubiera sabido antes lo del grosor de la ionosfera, ¿qué podía haber hecho? ¿Instalar una radio más potente? Imposible; las naves exploradoras como la suya estaban sobrecargadas.

Kromm se sentó en una roca y contempló el riachuelo; luego algo los ojos hacia el lugar donde estaba la nave, inutilizada.

—Esto es casi como la Tierra —dijo.

—Uh —dijo Bailey.

—¿Sigues pensando en armar jaleo cuando regreses?

—Sí.

—Si es que regresas.

Bailey dijo:

—Vendrán a buscarnos.

—Desde luego; el problema consiste en saber cuándo. Podemos estar en el último de los cinco planetas que explorarán.

—Uh.

—A pesar de todo, podía haber sido mucho peor; podíamos haber caído en un mundo helado, y vernos obligados a ponernos los trajes espaciales. —Enarcó las cejas al ver a un pequeño lagarto de pies espatulados; el brillante ojo del animal le miró fijamente—. ¿Te parece que empecemos tomando una muestra del agua?

Bailey asintió. Kromm llenó un frasco de agua. Luego echaron a andar a lo largo de la playa. Bailey se detuvo al lado de un segundo riachuelo.

—Mira —dijo rápidamente—. Fíjate en la pendiente que forman las orillas.

Kromm comprendió lo que quería decir.

—Según el almanaque, no hay habitantes humanoides.

—Entonces, ¿quién ha hecho ese canal tan recto?

—De acuerdo. —Kromm desenfundó su pistola. Luego echó a andar corriente arriba, donde el agua formaba un rugiente torbellino antes de precipitarse en el canal.

Bailey le acompañó. Kromm dijo:

—La corriente es muy rápida; es posible que el canal sea natural. —Alzó la mirada hacia la ladera rocosa—. Cerca de la cumbre hay una especie de cascada. ¿Quieres que subamos, o esperamos para ver qué animales bajan a beber?

—Vamos a subir —dijo Bailey.

Iniciaron la ascensión, manteniéndose cerca de la corriente de agua, pero no vieron ninguna prueba más de trabajo humano o humanoide.

Kromm, fatigado por la ascensión, gruñó:

—Aunque el almanaque no sea exacto, probablemente está en lo cierto al señalar que no hay humanoides. ¡Hola! ¿Qué es esto?

«Esto» era un angosto sendero que discurría a lo largo de la parte frontal de la ladera, invisible desde abajo, y que ahora se revelaba como un camino por el cual un hombre podía andar fácilmente.

Bailey ayudó a Kromm a subir; luego dijo:

—No te muevas. Mira este sendero. Fíjate en las rozaduras y en las señales que hay sobre la roca.

—¡Sí! —jadeó Kromm—. Por aquí hay algo; algo muy grande. —Empuñó su pistola—. Parece como si hubieran pasado algunos animales.

Dio un paso adelante, pero Bailey le cogió por el brazo.

—Un momento. Fíjate en las señales: una rozadura larga, y luego una rozadura más corta una yarda más adelante y dos pies a la izquierda de la primera. Luego se repite, casi sin variación.

Avanzó sin hacer ruido hacia el lugar donde el sendero empezaba a girar.

Kromm siguió a Bailey, murmurando:

—No sé qué pensar. Es un animal, pero...

Bailey le indicó que se callara y susurró:

—Sea cual sea ese animal, ahí está su madriguera.

La boca de la caverna tenía ocho pies por seis, aproximadamente, y era toscamente ovalada. Los dos hombres permanecieron inmóviles, mirando. La susurrante voz de Bailey sonó con un acento de triunfo.

—¿Conoces algún animal que se preocupe de dar una forma como ésa a la entrada de su madriguera? —preguntó—. ¿O que utilice herramientas?

Kromm apretó los labios y sacudió la cabeza. Empujó ligeramente a Bailey.

—Vamos —dijo—. Yo iré detrás.

Se deslizaron silenciosamente hasta la entrada de la cueva. Ahora podían ver claramente las señales que las herramientas habían dejado en la roca; el interior estaba a oscuras.

Kromm recogió una piedra y la arrojó al interior de la caverna; los dos hombres empuñaban sus pistolas, preparados para disparar. La piedra produjo un leve chasquido en su caída, y luego todo volvió a quedar silencioso.

Bailey encendió su linterna; Kromm le imitó. A continuación, los dos hombres penetraron en la cueva, andando con grandes precauciones, proyectando a uno y otro lado los rayos de sus linternas.

Los dos lo vieron al mismo tiempo. En el centro de la cueva había una pequeña mesa de acero, y pegada a una de las paredes había una cama, con los restos de sábanas y mantas. Apenas se fijaron en los otros muebles; su atención quedó presidida por la mesa: sentado en una silla y derrumbado sobre la mesa, había un esqueleto humano.. Acercándose más, examinaron los restos. Humanos, desde luego, y antiguos, ya que los huesos estaban blancos y limpios.

—Quién sería —susurró Kromm. Paseó lentamente el rayo de su linterna por las paredes, observando los muebles de acero, los archivadores, los restos de lo que podía haber sido un traje espacial—. No es un espectáculo demasiado agradable —murmuró.

—Todos tenemos que morir algún día —dijo Bailey—. ¿Qué es esto? —Cogió lo que parecía ser un libro de un estante. Sopló con cuidado él polvo que lo cubría, y leyó la medio borrada inscripción: «Diario de navegación del Thunderer enero-diciembre de 2827.»

—¿Qué fecha.?

—Dos mil ochocientos veintisiete..., hace casi trescientos años.

Kromm se acercó a su campanero; estaba profundamente impresionado.

—Ábrelo —dijo.

Bailey alzó cuidadosamente la cubierta, pero su precaución no sirvió para nada: el papel de debajo no era ya papel, era polvo, polvo que se desintegró en el aire.

Kromm profirió una ahogada exclamación.

—Acaba de desvanecerse la posibilidad de enterarnos de las andanzas de ese Thunderer...

—¿Quién lo tripulaba? ¿Por qué aterrizó ¿Qué cargamento llevaba? ¡Bah! No lo sabremos nunca... —Bailey se disponía a tirar la cubierta del diario, pero Kromm le cogió del brazo.

—¡Espera! Hay algo escrito en la parte interior de la cubierta.

Se dirigieron a la entrada de la cueva; las palabras estaban casi borradas, pero resultaban legibles, en parte. Bailey murmuró:

—...no puedo vivir mucho más tiempo. De no haber sido por Viernes, creo que me habría vuelto loco... la valiosa carga perdida... ¿Qué te parece la firma?

—Creo que es G, Holland, Capitán —dijo Kromm.

—Trescientos años —murmuró Bailey.

—¿Vamos a seguir explorando?

—No. Regresaremos a la nave, y trataremos de poner en marcha la radio.

—Estamos de suerte —dijo Kromm en tono lúgubre—. Si tuviéramos una nave un poco mayor, llevaríamos un generador para la radio, en vez de baterías.

—Tenemos que seguir intentándolo —dijo Bailey. Alzó la mirada hacia la ladera rocosa—. ¿Probamos a regresar por ese camino?

—Será mejor que tomemos el camino de la playa —dijo Kromm.

Regresaron por el mismo camino que habían seguido al ir. La arena de la playa era del mismo color que las rocas; la vegetación era de un verde violento, el cielo intensamente azul. Aquella combinación de colores resultaba muy espectacular, pero no despertó el menor entusiasmo en Kromm.

Dijo:

—Me pregunto cuánto tiempo viviría el capitán Holland.

—Si él pudo vivir aquí, también nosotros podremos hacerlo; ahora me siento un poco más animado.

Kromm escupió en la arena.

—Me alegro de que lo estés; podemos pasarnos aquí una eternidad. Mañana tendremos que buscar el otro esqueleto.

—¿Qué otro esqueleto?

—El de Viernes.

—A lo mejor era un perro. Y si el tal Viernes murió antes que Holland, éste pudo haberle enterrado.

—Es posible.

Kromm se interrumpió, y se quedó contemplando el suelo arenoso con expresión de asombro. Luego se arrodilló para examinar las huellas más de cerca. Bailey le imitó.

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