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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

Antídoto (42 page)

Quizá fuera mejor desaparecer bajo el blanco fuego nuclear, así no tendrían que sufrir más. Podrían dejar de huir por fin.

Cam pensó en Nikola Ulinov, a quien nunca pudo conocer. Pensó en Ruth, intentando ir más deprisa que la marea de la guerra. A pisar de todo, se sintió calmado y tranquilo. Había hecho todo lo que había podido. Ahora la situación ya no estaba en sus manos. De una forma u otra, haría todo lo que fuese necesario para ayudar a Ruth. Siguió esperando y vio cómo Allison se unía a la muchedumbre de soldados que luchaban por salir de aquel lugar que se había convertido en objetivo.

24

El bunker de mando estaba escondido tras lo que parecía una autocaravana normal, como muchos de los refugios de Grand Lake. Ruth estuvo a punto de no llegar. Los cuatro soldados estacionados en la puerta eran comandantes de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos y le quitaron el seguro a las armas cuando la doctora se acercó, lo que la puso tan nerviosa como furiosa.

—Cumplimos órdenes estrictas, señorita —dijo su capitán.

—¡Y yo también, joder!

—Esta es la doctora Goldman —dijo Estey a su lado, pero Ruth pensó que su escolta era parte del problema. Cam le pidió a Estey, Goodrich y Foshtomi que se pegaran a ella. Los tres ya se habían acostumbrado a protegerla. Por desgracia, la responsabilidad más importante del capitán de las Fuerzas Aéreas era considerar a todo el mundo una amenaza.

—Es la chica de los nanos —dijo Estey.

—Tengo que ver al gobernador Shaug —Ruth tenía una identificación nueva y se la mostró a los soldados.

El capitán no se movió para cogerla, aunque uno de sus hombres dejó la metralleta a un lado y se acercó para ver los documentos.

—Que venga aquí —dijo el capitán—. El resto, apartaos un poco, ¿de acuerdo?

—Bien —dijo Ruth.

Todos estaban tensos. Podían morir en cualquier momento, y quizá fuera peor para el escuadrón aéreo, que tenía que estar allí guardando una zona segura, si es que era segura de verdad. Ruth no dudaba de que los bunkeres podrían aguantar las bombas y artillería convencionales, pero era casi seguro que los ingenieros de Grand Lake no habían dispuesto de recursos para darle la profundidad necesaria como para sobrevivir a un ataque nuclear.

Miró al cielo otra vez y, tras ella, Foshtomi imitó el gesto inconscientemente. El impulso era demasiado fuerte. Las redes de camuflaje se extendían desde la autocaravana hasta un camión cercano formando un techo sobre la puerta y el espacio que había entre ambos vehículos. Ruth se sintió ciega. Era una estupidez, pero mirar el cielo la tranquilizaba, y miraba hacia arriba aunque sabía que la red estaría ahí. «Ya basta», pensó. Se giró para mirar a las tropas de las Fuerzas Aéreas. El hombre que llevaba sus credenciales se había ido a hacer una llamada con un teléfono colocado en la pared de la autocaravana, y Ruth intentó imaginar cómo mantenía el refugio sus enlaces por radio, radar, teléfono y satélites sin crear un centro de ruido electrónico que el enemigo pudiera detectar. Era posible que hubieran creado líneas por toda la montaña para dispersar las señales, escondiendo las antenas y los transmisores en otras tiendas y vehículos. Pero ¿importaba eso?

Echaba de menos a Cam. Debieron mantenerse juntos, pero escuchó su explicación, asintió y ya no estaba. Deborah no había sido tan fácil de convencer, pero también se había marchado, y ahora Ruth estaba sola. Sus escoltas no eran amigos. Nunca habían mostrado interés en relacionarse con ella, a pesar del respeto que les tenía y la sangre que compartían.

—Foshtomi —dijo Ruth. La chica se giró, y Ruth intentó sonreír—. Gracias —le dijo.

—A mandar.

«No, lo digo en serio», pensó Ruth, pero el soldado de las Fuerzas Aéreas colgó el teléfono y dijo:

—Goldman, puede pasar.

—Necesito que ellos tres también vengan —dijo Ruth.

—Lo lamento —dijo el capitán. La apartó para que no se acercara a ellos—. Vamos a tener que cachearla. Quítese la chaqueta, por favor.

—Necesito que vengan —dijo Ruth con firmeza esperando no mostrar la adrenalina en la voz— Díganselo a Shaug.

—No podemos hacerlo, señorita.

—Dígale a Shaug que sin ellos no podré garantizar que el próximo paso de los nanos mejorados funcione. Son algunos de los portadores originales —la última parte era casi verdad. Otro científico la habría cuestionado, pero no pensaba que el gobernador Shaug o el mando militar fueran a discutir con ella. Estaban demasiado desesperados por que hubiera cualquier avance con los nanos.

—De acuerdo —el capitán señaló a su hombre para que volviera a llamar. Mientras tanto, bajó el arma y pasó las manos por el cuerpo de Ruth, sin inmutarse por tocarle la entrepierna, la cintura o las axilas. Palpó su teléfono móvil y se lo sacó del bolsillo.

—Lo necesito para llamar al laboratorio —le dijo.

Pero no encontró las tapitas de cristal que había escondido detrás de dos de los botones de su camisa.

La escalera conducía más abajo de lo que Ruth había pensado. Era casi seguro que el teléfono no funcionaría. Eso era un grave problema. Ruth miró atrás otra vez antes de que se cerrara la puerta, apretando el pulgar como si todavía tuviera la piedra grabada. El frío del túnel le dio escalofríos en los brazos y el cuello y tropezó en los escalones de hormigón.

Estey la cogió.

—Cuidado —le dijo.

La escalera tenía una inclinación pronunciada. Pasaron rápidamente por cuatro puertas de acero gigantescas, cada una de ellas una planta por debajo de la anterior. Habían colocado una serie de topes para absorber y desviar una supuesta onda expansiva. Quizá el búnker sí consiguiera sobrevivir. Cada una de las barricadas tenía que abrirse y cerrarse de nuevo por el coronel de las Fuerzas Aéreas que había salido para acompañarles adentro.

Una quinta puerta les condujo a una habitación del tamaño de una casa pequeña. Estaba llena de ordenadores, pantallas y gente. El barullo de las voces quedaba amplificado por las paredes y el techo de hormigón. Aquel lugar era como una caja, y Ruth se preguntó qué más contendría aparte de un centenar de soldados. Muchos estaban sentados junto a los paneles de equipo. Otros estaban de pie o caminaban por los pasillos que formaban. La gran mayoría de los uniformes eran los de color azul de las Fuerzas Aéreas, pero también había gente vestida de color canela o verde oscuro, y Ruth vio también a un generoso puñado de civiles.

—Por aquí —dijo el coronel.

Ruth fue a la izquierda cuando él caminó hacia la derecha.El militar se dirigía a una puerta que había cerca de ellos, pero Ruth vio al gobernador Shaug dentro de una oficina con paredes de cristal.

—¿Doctora Goldman? —dijo Estey, y el coronel gritó: —¡Detengan a esa mujer! —los atareados hombres se amontonaron a su alrededor. Dos hombres y una mujer la cogieron de los brazos, uno de ellos dejó caer un manojo de listados al suelo. Un cuarto soldado se levantó de su asiento con unos auriculares al cuello.

—¡Soltadme!

—Sargento, ¿qué está pasando? —el coronel dirigió sus palabras a Estey en vez de a Ruth. Era otra forma de contenerla, pensó ella.

—No estoy seguro, señor —dijo Estey, pero señaló a la oficina de cristal. Ninguna de las personas de su interior se había percatado de ellos aún—. Creo que sólo intentaba hablar con el gobernador —continuó.

—Exacto —dijo Ruth.

El coronel la miró.

—No irá a ningún sitio al que no le haya dicho que vaya, ¿entendido?

—Sí, lo lamento.

—Enseguida se unirán a nosotros —dijo el coronel—. Mientras, voy a llevarla a otra oficina.

—Está bien, de acuerdo —«No», pensó en realidad. Ruth quería estar en el centro de operaciones cuando hablara con Shaug y sus generales. Si había cualquier esperanza de acallarla, la aprovecharían. No podía permitir que la aislaran.

Pero tuvo suerte. El gobernador se dio cuenta al fin del alboroto de la sala principal. Abrió la puerta de su oficina. Perfecto. Mientras salía, levantó la mano a modo de saludo, sin comprender la situación. Un hombre de uniforme azul salió tras él, y luego una mujer de verde militar.

Los soldados la soltaron. Por un momento, Ruth quedó libre. Uno de ellos se inclinó para recoger los listados del suelo, y el técnico volvió a su asiento. Ruth sacó el teléfono móvil del bolsillo.

—Todo el mundo quieto —dijo. Apuntó el pequeño artilugio de plástico negro hacia Shaug a modo de pistola, gritando mientras los soldados volvían a ir a por a ella—. ¡Quietos!

Se acercaron mucho para inmovilizarla. El técnico se detuvo con la mano en su manga. Tenía a otro hombre pegado al hombro, y el coronel había sacado la pistola. No podían saber qué pretendía, pero en pleno siglo veintiuno, un móvil podía ser un arma. Podía detonar explosivos o enviar señales a las tropas.

—¡Atrás! —dio Ruth. Se giró un poco para apuntar el puño al técnico de datos, apartándose de él y del otro hombre, creando un pequeño espacio entre la multitud— Escuchadme, la guerra ha terminado.

No la escucharon.

—Baje eso —dijo el coronel, y Shaug la llamó:

—Pero ¿qué está haciendo?

Empezaron otras conversaciones en la sala. A excepción de unos pocos hombres y mujeres que había cerca de ella, los demás soldados estaban enfrascados en su trabajo, y Ruth se preguntó cuántas vidas estaría poniendo en peligro en los Estados Unidos al interrumpir las señales de radio. Una chica seguía en su terminal, hablándole a al micro de sus aurícula— res sin dejar de mirar la cara de Ruth.

—Recibido, jota tres. Llegarán por el Norte —dijo.

Ruth se estremeció y apretó el teléfono móvil. Tenía que mantener la calma.

—La guerra ha terminado —repitió—, estoy forzando una tregua.

—No puede hacer eso —dijo Shaug.

—Le digo que baje eso —el coronel le apuntó a la cara con la pistola. Otros tres soldados habían sacado las suyas, pero Ruth siguió sujetando el teléfono.

—Es nuestra única opción —dijo.

El coronel amartilló su Beretta 9mm sin dejar de apuntarle, metiendo una bala en la recámara. Ruth sintió que palidecía mientras algo en su interior se revolvía, el corazón, los pulmones...

—No volveré a advertírselo —dijo el coronel.

Estey se puso delante de ella.

—Un momento —dijo levantando los brazos, lo que le hizo parecer más grande según se acercaba al cañón de la pistola del coronel.

Goodrich hizo lo mismo al otro lado.

—Tranquilo todo el mundo —dijo, aumentando la zona segura alrededor de ella.

Ruth estaba estupefacta. Se había preguntado por qué Cam les había pedido a ellos tres, y sólo a ellos, que la escoltaran, excluyendo del grupo a Ballard y a Mitchell. No hubiera podido imaginar que Estey se deshiciese de su autoridad, pero Cam estuvo muy acertado en lo que a él respectaba, sobre su cansancio y su dolor. Estey quería creer que ella tema una solución.

Pero Foshtomi actuó por su cuenta. Cogió a Ruth del pelo y le giró la cabeza, golpeándole la mano con el brazo. Lanzó el teléfono de Ruth sobre los ordenadores. Entonces, estampó la cadera y la espalda de la doctora en los cantos de la mesa, un teclado, dos cajas de cartas y una agenda electrónica.

—De eso nada —dijo Foshtomi.

Su adorable cara se retorció por la furia mientras levantaba el puño por encima de la oreja. Ruth intentó bloquear el golpe, pero falló. Los nudillos de Foshtomi se clavaron en sus dientes y se estrelló la cabeza contra la superficie del terminal.

Goodrich agarró a Foshtomi, pero otro hombre le retuvo. Estey ni siquiera consiguió acercarse tanto. Uno de los otros soldados le golpeó con la pistola y cayó de bruces sobre una silla.

—Esperad... —tosió Ruth, escupiendo sangre.

—Hija de puta... ¡Hemos muerto por ti! —le gritó Foshtomi, y era verdad. Wesner, Park, Somerset. Ruth no sabía cuántos más habrían resultado heridos o muertos en el asalto de Hernández en los alrededores de Sylvan Mountain, pero el número debía de rondar los miles. Si Ruth estaba allí era precisamente gracias a ellos.

—Nanos —dijo Ruth.

Foshtomi luchaba por golpearla otra vez y forcejeaba con los hombres que la rodeaban.

—¡No! —gritó, no a los soldados sino a Ruth. Cam la había juzgado mal, quizá porque fuera guapa. Puede que nunca hubiera tenido tanta fe en Ruth como en el resto de ellos. Pero eso ya no importaba. La mano izquierda de Foshtomi agarraba la pechera de la camisa de la doctora y sacudía y tiraba de los botones que Ruth había alterado con cristal líquido, creando minúsculas burbujas de aire contra el plástico.

—¡Llevo nanos! —gritó Ruth— ¡Apartadla! ¡Apartadla de mí ahora mismo!

El coronel de las Fuerzas Aéreas lanzó a Foshtomi a un lado, pero hizo lo mismo que ella. Presionó el cañón de su arma contra la barbilla de la doctora, haciendo que echara atrás la cabeza. Ella estaba demasiado asustada para seguir aguantando. Intentó palparse la camisa para comprobar si los botones seguían en su sitio, pero el coronel le inmovilizó la muñeca con la otra mano y le dobló el cuerpo sobre la consola. Le dobló el brazo, el malo, y Ruth gritó. Otro hombre se acercó y le cogió la mano libre. La doctora vio a Estey inmóvil al lado de los ordenadores que había junto a ella, con un fusil en el cogote. No menos de una docena de soldados de las Fueras Aéreas se colocaron detrás del coronel, y aun así Ruth sonrió, a pesar de sentir el tacto de la pistola en lacara.

—Soltadme —dijo.

—¡¿Dónde está Cam?! —gritó Foshtomi, apresada por tres soldados—. ¡¿Dónde está su amigo?!

—La guerra ha terminado —dijo Ruth sangrando y desesperada. Se lamió la sangre de los labios como si las heridas no fueran suyas. Incluso se alegró por el dolor, porque le dolía menos que el frío de su corazón—. Escuchadme —dijo—, no hay otra manera. Tengo los nanos que pueden echar a los chinos de California, pero si no hacéis exactamente lo que digo, matarán también a nuestro bando.

El coronel no la soltó, aunque le miró la camisa.

—Mierda —dijo.

Ruth Goldman se había vuelto a convertir en traidora.

—¿Por qué hace todo esto? —preguntó Shaug, y el general Caruso dijo:

—Piense en lo que está haciendo. Aún no es demasiado tarde, podemos usarlo para sorprenderlos.

—No —Ruth intentó parecer calmada sobre su silla. No quería proyectar nada que no fuese fuerza, pero no conseguía estar cómoda. Tenía la espalda llena de magulladuras y los labios partidos e hinchados. Un médico la había tratado enseguida colocándole una tirita en el labio superior y luego cubriéndolo con gasa y esparadrapo. El vendaje le molestaba y le rozaba la nariz. Se pasó un buen rato levantando la mano buena para colocárselo bien.

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