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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Anochecer (2 page)

El cielo no ofrecía ningún consuelo. En esta parte del mundo la única luz auténtica visible era la de Tano y Sitha, y su frío y duro resplandor siempre le había parecido falto de alegría, incluso deprimente. Contra el profundo azul oscuro del cielo del día de dos soles, proporcionaba una iluminación malsana, opresiva, que arrojaba recortadas y ominosas sombras. Dovim era visible también —apenas, emergiendo en aquellos momentos— allá en el horizonte, a una corta distancia por encima de las cimas de las distantes montañas Horkkan. El débil resplandor del pequeño sol rojo, sin embargo, difícilmente animaba un poco más.

Pero Siferra sabía que la cálida luz amarilla de Onos aparecería dentro de poco por el Este para alegrar un poco las cosas. Lo que la trastornaba era algo mucho más serio que la ausencia temporal del sol principal.

Una asesina tormenta de arena se encaminaba directamente hacia Beklimot. Dentro de pocos minutos barrería el yacimiento, y entonces cualquier cosa podía ocurrir. Cualquier cosa. Las tiendas podían resultar destruidas; las cuidadosamente escogidas bandejas de artefactos, utensilios y muestras podían verse volcadas y su contenido disperso; sus cámaras, su equipo de dibujo, sus dibujos estratigráficos laboriosamente compilados..., todo aquello en lo que habían trabajado durante tanto tiempo podía perderse en un momento.

Peor. Todos podían resultar muertos.

Peor aún. Las antiguas ruinas de Beklimot en sí —la cuna de la civilización, la ciudad más antigua conocida de Kalgash— se hallaban en peligro.

Las zanjas de ensayo que Siferra había abierto en la llanura aluvial que rodeaba la ciudad permanecían aún abiertas. La arremetida del viento, si era lo bastante fuerte, alzaría más arena aún de la que ya arrastraba y la arrojaría con terrible fuerza contra los frágiles restos de Beklimot..., restregando, erosionando, volviendo a enterrar, quizás incluso arrancando cimientos enteros y lanzándolos a través de la reseca llanura.

Beklimot era un tesoro histórico que pertenecía al mundo entero. Lo que Siferra había dejado expuesto al posible daño al excavar en ella había sido un riesgo calculado. Nunca se podía efectuar ningún trabajo arqueológico sin destruir algo: ésa era la naturaleza misma del trabajo. Pero dejar al desnudo de aquel modo todo el corazón de la llanura, y luego tener la mala suerte de ser golpeados por la peor tormenta de arena en todo un siglo...

No. No, era demasiado. Su nombre se vería vilipendiado durante siglos si el yacimiento de Beklimot resultaba destruido por esta tormenta como resultado de lo que ella había hecho allí.

Quizás había realmente una maldición sobre el lugar, como alguna gente supersticiosa acostumbraba a decir. Siferra 89 nunca había tenido mucha tolerancia hacia los chiflados de ningún tipo. Pero esta excavación, que había esperado que se convirtiera en el gran logro que coronaría su carrera, no había sido más que dolores de cabeza desde el mismo momento en que se había iniciado. Y ahora amenazaba con terminar profesionalmente con ella para el resto de su vida..., si no acababa con ella al mismo tiempo.

Eilis 18, uno de sus ayudantes, se acercó a la carrera. Era un hombre delgado y nervudo, que parecía insignificante al lado de la alta y atlética figura de Siferra.

—¡Hemos asegurado todo lo que hemos podido! —dijo, medio sin aliento—. ¡Ahora todo está en manos de los dioses!

—¿De los dioses? —respondió ella, con el ceño fruncido—. ¿Qué dioses? ¿Ves algún dios por estos alrededores, Eilis?

—Yo sólo quería decir...

—Sé lo que querías decir. Olvídalo.

Desde el otro lado llegó Thuvvik 443, el capataz de los obreros. Tenía los ojos desorbitados por el miedo.

—Mi dama —dijo—. Mi dama, ¿dónde podemos ocultarnos? ¡No hay ningún lugar donde hacerlo!

—Ya te lo dije, Thuvvik. En la parte baja del risco.

—¡Seremos sepultados! ¡Nos asfixiaremos!

—El risco os protegerá, no te preocupes —le dijo Siferra, con una convicción que estaba muy lejos de sentir—. ¡Id allí! ¡Y aseguraos de que todos los demás permanecen allí!

—¿Y usted, mi dama? ¿Por qué usted no va allí?

Ella le lanzó una repentina mirada sobresaltada. ¿Acaso el hombre creía que disponía de algún refugio privado donde estaría más segura que el resto?

—Iré, Thuvvik. ¡Ahora ve! ¡Deja de molestarme!

Al otro lado del camino, cerca del edificio hexagonal de ladrillo que los primeros exploradores habían llamado el Templo de los Soles, Siferra vio la recia figura de Balik 338.

Con los ojos fruncidos y escudados contra la helada luz de Tano y Sitha, el hombre miraba hacia el Norte, la dirección de donde venía la tormenta. La expresión de su rostro era de angustia.

Balik era su estratígrafo jefe, pero también era el experto meteorólogo de la expedición. Parte de su trabajo consistía en efectuar las previsiones del tiempo y estar pendiente de la posibilidad de cualquier acontecimiento inusual.

Normalmente no había muchas variaciones meteorológicas en la península Sagikana: todo el lugar era increíblemente árido, con una pluviometría mensurable de no más de una lluvia cada diez o veinte años. El único acontecimiento climático desacostumbrado que ocurría allí era un cambio ocasional en el esquema dominante de las corrientes de aire, que ponía en movimiento fuerzas ciclónicas y traía consigo una tormenta de arena, e incluso eso no ocurría más que unas pocas veces en un siglo.

¿Era la expresión abatida de Balik un indicio de la culpabilidad que debía de sentir por haber fracasado en prever la llegada de la tormenta? ¿O parecía tan horrorizado porque ahora era capaz de calcular toda la extensión de la furia que estaba a punto de descender sobre ellos?

Todo hubiera podido ser diferente, pensó Siferra, si hubieran dispuesto de un poco más de tiempo para prepararse para el asalto. En retrospectiva, podía ver que todos los signos reveladores habían estado ahí para quienes tuvieran la habilidad de verlos: el estallido de aquel feroz calor seco, extremo incluso para los estándares de la península Sagikana, y la repentina calma chicha que reemplazó la habitual brisa regular procedente del Norte, y luego el extraño viento húmedo que empezó a soplar del Sur. Los pájaros khalla, esos extraños y larguiruchos carroñeros que merodeaban por la zona como espectros, echaron a volar cuando empezó a soplar ese viento y desaparecieron entre las dunas del desierto occidental como si llevaran demonios agarrados a sus colas.

Eso hubiera debido ser un indicio, pensó Siferra. Cuando los pájaros khalla se alejaron chillando hacia la región de las dunas.

Pero todos habían estado demasiado ocupados excavando para prestar atención a lo que ocurría a su alrededor. Negar lo evidente. Finge que no te das cuenta de los signos de una tormenta de arena que se aproxima, y quizá la tormenta se marche a alguna otra parte.

Y, luego, aquella pequeña nube gris que apareció surgida de la nada en el lejano Norte, aquella mancha opaca en el ardiente escudo del cielo del desierto, que normalmente era siempre tan claro como el cristal...

¿Nube? ¿Tú ves alguna nube? Yo no veo nubes.

De nuevo la negación.

Ahora la nube era un inmenso monstruo negro que llenaba la mitad del cielo. El viento seguía soplando del Sur, pero ya no era húmedo —ahora era como el ardiente rebufar de un horno—, y había otro viento, más fuerte aún, que soplaba de la dirección opuesta. Un viento alimentaba al otro. Y, cuando se encontraran...

—¡Siferra! —aulló Balik—. ¡Ahí viene! ¡Busca refugio!

—¡Lo haré! ¡Lo haré!

No deseaba hacerlo. Lo que deseaba hacer era correr de una zona de la excavación a otra, vigilarlo todo a la vez, mantener bajados los faldones de las tiendas, rodear con sus brazos los fajos de preciosas placas fotográficas, lanzarse contra la fachada de la recientemente excavada Casa Octagonal para proteger los sorprendentes mosaicos que habían descubierto el mes antes.

Pero Balik tenía razón. Siferra había hecho todo lo que había podido, aquella frenética mañana, para proteger en lo posible la excavación. Ahora lo que quedaba por hacer era protegerse, allá a los pies del risco que gravitaba en el extremo superior del yacimiento, y confiar en que se convirtiera para ellos en un baluarte contra toda la fuerza de la tormenta.

Corrió hacia allá. Sus recias y poderosas piernas la llevaron con facilidad sobre la reseca y crujiente arena. Siferra no había cumplido todavía los cuarenta años y era una mujer alta y recia en la plenitud de su fuerza física, y hasta este momento nunca había sentido nada excepto optimismo hacia ningún aspecto de su existencia. Pero, de pronto, todo se había visto en peligro ahora: su carrera académica, su robusta buena salud, quizás incluso su propia vida.

Los otros estaban apiñados juntos en la base del risco, tras una apresuradamente improvisada pantalla de desnudos postes de madera con lonas impermeables unidas a ellos.

—Dejad sitio —dijo Siferra, al tiempo que se abría paso entre ellos.

—Mi dama —gimió Thuvvik—. ¡Mi dama, haga que la tormenta dé la vuelta! —Como si ella fuera alguna especie de diosa con poderes mágicos, Siferra rió secamente. El capataz hizo alguna especie de signo en dirección a ella..., un signo sagrado imaginó.

Los otros obreros, todos ellos hombres del pequeño poblado justo al este de las ruinas, hicieron el mismo gesto y empezaron a murmurarle cosas. ¿Plegarias? ¿A ella? Fue un momento extraño. Aquellos hombres, como sus padres y abuelos, habían estado excavando en Beklimot todas sus vidas, empleados por uno u otro arqueólogo, poniendo al descubierto pacientemente antiguos edificios y cerniendo la arena en busca de diminutos artefactos. Presumiblemente habían sufrido otras tormentas de arena antes. ¿Siempre se mostraban tan aterrados? ¿O era ésta alguna especie de supertormenta?

—Aquí está —murmuró Balik—. Aquí está. —Y se cubrió el rostro con las manos.

Toda la energía de la tormenta de arena estalló sobre ellos.

Al principio Siferra permaneció de pie, mirando a través de una abertura en las lonas la monumental muralla ciclópea de la ciudad al otro lado del camino, como si simplemente manteniendo sus ojos fijos en el lugar fuera capaz de librarlo de todo daño. Pero, al cabo de un momento, eso se hizo imposible. Ráfagas de increíble calor barrían el aire, tan feroces que creyó que su pelo y sus cejas iban a estallar en llamas. Se apartó y alzó un brazo para protegerse el rostro.

Entonces llegó la arena y bloqueó toda visión. Era como un aguacero, una torrencial lluvia sólida. El sonido era tremendo, un tronar que no eran truenos exactamente sino el tamborilear de una miríada de diminutas partículas de arena contra el suelo. Dentro de ese gran sonido había otros, uno deslizante como un susurro, un raspar entrecortado, un delicado tamborileo. Y un terrible aullar. Siferra imaginó toneladas de arena cayendo en cascada, sepultando las paredes, sepultando los templos, sepultando los extensos cimientos de la zona residencial, sepultando todo el campamento.

Y sepultándolos a ellos.

Se situó de cara a la pared del risco y aguardó la llegada del final. Un poco para su sorpresa y pesar, se dio cuenta de que estaba sollozando histéricamente, de que bruscos y profundos gemidos brotaban de lo más profundo de su cuerpo. No quería morir. Por supuesto que no: ¿quién quería? Pero nunca se había dado cuenta hasta este momento de que podía haber algo peor que morir.

Beklimot, el más famoso yacimiento arqueológico del mundo, la más antigua ciudad conocida de la Humanidad, los cimientos de la civilización, iba a ser destruido..., y todo ello como resultado de su negligencia. Generaciones de los más grandes arqueólogos de Kalgash habían trabajado allí en el siglo y medio desde su descubrimiento: primero Galdo 221, el más grande de todos, y luego Marpin, Stinnupad, Shelbik, Numoin, toda la gloriosa lista..., y ahora Siferra, que había dejado todo el lugar estúpidamente desprotegido mientras la tormenta de arena se acercaba.

Mientras Beklimot había permanecido enterrada en la arena, las ruinas habían dormido pacíficamente durante miles de años, preservadas tal como estaban el día en que sus últimos habitantes cedieron finalmente a la rudeza del cambio de clima y abandonaron el lugar. Cada arqueólogo que había trabajado allí desde los días de Galdo había tomado mucho cuidado de exponer tan sólo una pequeña sección del yacimiento, y erigir pantallas y vallas contra la arena para protegerla contra el improbable pero serio peligro de una tormenta de arena. Hasta ahora.

Ella también había erigido las habituales pantallas y vallas, por supuesto. Pero no frente a las nuevas excavaciones, no en la zona del santuario donde había enfocado últimamente sus investigaciones. Algunos de los más antiguos y espléndidos edificios de Beklimot estaban allí. Y ella, impaciente por empezar a excavar, arrastrada por su perpetuo impulso de seguir y seguir adelante, había fracasado en tomar las más elementales precauciones. Pero ahora, con el demoníaco rugir de la tormenta de arena en sus oídos y el cielo negro de destrucción...

Es mejor, pensó Siferra, que yo no sobreviva a esto. Al menos no tendré que leer lo que van a decir acerca de mí en todos los libros de arqueología que se publiquen en los próximos cincuenta años. El gran yacimiento de Beklimot, que contenía datos sin paralelo acerca del primer desarrollo de la civilización en Kalgash hasta su desafortunada destrucción como resultado de las descuidadas prácticas de excavación empleadas por la joven y ambiciosa Siferra 89 de la Universidad de Saro...

—Creo que está acabando —susurró Balik.

—¿El qué? — preguntó Siferra.

—La tormenta. ¡Escucha! Ahí fuera las cosas se están apaciguando.

—Debemos estar sepultados por tanta arena que no podemos oír nada, eso es todo.

—No. ¡No estamos sepultados, Siferra! —Balik tiró de la lona frente a ellos y consiguió alzarla un poco. Siferra atisbó por la zona despejada entre el risco y la muralla de la ciudad.

No pudo creer lo que veían sus ojos.

Lo que vio fue el claro y profundo azul del cielo. Y el brillar de la luz del sol. Era sólo el apagado y gélido resplandor blanco de los soles gemelos Tano y Sitha, pero en aquel momento eran la luz más maravillosa que jamás hubiera deseado ver.

La tormenta había pasado. Todo estaba tranquilo de nuevo.

¿Y dónde estaba la arena? ¿Por qué no estaba todo sepultado por la arena?

La ciudad todavía era visible: los grandes bloques de la muralla de piedra, el reflejo de los mosaicos, el picudo techo de piedra del Templo de los Soles. Incluso la mayor parte de las tiendas estaban aún en pie, incluidas casi todas las importantes. Tan sólo el campamento donde vivían los trabajadores había resultado fuertemente dañado, y eso podía repararse en unas pocas horas.

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