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Authors: Lucía Etxebarría

Amor, curiosidad, prozac y dudas (28 page)

Y, de pronto, la tía Carmen decidió irse a vivir a Donosti y mi vida se pulverizó en pequeños pedacitos de colores, como una vidriera rota. Gonzalo intentó explicarme que yo tenía que crecer y hacerme mayor sin él, cuando fuera mayor tenía que ir con chicos de mi edad, que no debía llorar.

No me preguntéis cómo lo superé. Yo misma no lo sé. Supongo que debí de olvidarlo. Quizá haya que achacarlo a la incapacidad de los ninos para conservar recuerdos y afectos precisos. Es cierto que hubo una época en que me sentía cada día más invisible, como si fuera cubriéndome un barniz espeso y oscuro, capas y más capas sucesivas de tinieblas que amenazaban con asfixiarme. Pero luego me puse bien. Algo había cambiado dentro de mí, me sentía a salvo en mi piel. Sentía una curiosidad enorme que iba creciendo día a día, como un monstruo enorme e insaciable que se alimentaba de mis experiencias y que cada vez me exigía más comida, empujándome a la puerta, obligándome a salir al exterior, arrastrándome por las calles, viendo cosas y sintiendo la caricia del aire en las mejillas y el cosquilleo de la luz en los ojos. Una mañana desperté y Gonzalo había dejado de importarme. Miré con buena cara el día que me quedaba por vivir. Poco a poco la pena fue disipándose, poco a poco, exactamente igual que la neblina de la mañana va desapareciendo en Donosti. De repente, antes de que caigas en la cuenta, ya hay un rayo de sol que te sube por la cara y le arranca reflejos cobrizos a tu Pelo, cuando unas horas antes te resultaba imposible ver más allá de tus narices.

Después conocí a Mlkel, en Donosti, y comprendí que podía hacer con otros lo mismo que hacía con Gonzalo. Lo hice con varios, pero nunca llegué hasta el final. Tenía reservada mi virginidad.

Fue natural que cuatro años más tarde fuera Gonzalo el encargado de llevársela. No podía haber sido ningún otro. No me forzó. Yo lo había decidido así. Había decidido tomar el control. Y no me arrepiento. No fue doloroso, no fue desagradable. Me gustó muchísimo. Las sonrisas más francas, las caricias más tiernas, el destello de gloria entre las piernas. Habrá quien diga que he sido una víctima. Puede. Pero, sinceramente, creo que ha habido primeras experiencias muchísimo peores que la mía.

Y luego comenzaron las llamadas continuas a Madrid, los chantajes sentimentales, las cartas, los acosos. Fue una pesadilla. Yo no quería repetir la experiencia. En realidad, la única razón por la que me acosté con él es porque me sentí obligada, porque sentí que se lo debía. Porque sabía que eso era lo que él esperaba de mí. Pero pensaba que, tal y como me habían dicho las monjas, en cuanto le diese lo que me pedía se hartaría y no querría volver a saber nada de mi persona. Y eso era exactamente lo que yo quería: que me dejara en paz. Quería salir con chicos de mi edad, llevar mi vida. Quería dar por terminada aquella historia. Ya me sentía mayor por mí misma y no necesitaba que nadie me lo probara. Pero él, erre que erre. Durante años, cuando venía a vernos a Madrid insistía en salir conmigo de marcha, se emborrachaba e intentaba seducir a mis amigas, visto que yo no le hacía mucho caso. Se acostó con Line y no dejó de intentarlo con Gema, aunque ella le hubiese dejado muy claro cuáles eran sus gustos.

Gonzalo es ahora un cuarentón sin oficio ni beneficio, que diría mi madre. No sé mucho de él, excepto por las noticias que nos llegan a través de la tía. No trabaja ni lo necesita, porque ha heredado dinero suficiente para vivir de las rentas toda su vida. La última vez que le vi fue hace dos años, en la boda de mi prima Andone. Por poco no le reconozco. Había engordado, se le había caído el pelo, le habían salido arrugas, y aquellos increíbles ojos grises de antaño estaban enrojecidos y vidriosos, cubiertos por un velo cristalino tejido a fuerza de mucho alcohol y muchas drogas. Imagino, por las pintas que llevaba, que todavía escucha aquellos discos de Hendrix y la Joplin. Su cuerpo ha envejecido, pero él no ha crecido. No se ha casado, claro, ni se le ha conocido ninguna relación seria. Me parece que es incapaz de mantener relaciones profundas con mujeres de carne y hueso. Sólo con niñas.

No se lo conté a ninguno de los psicólogos. Para qué. Sin embargo, hubo uno que debió de adivinarlo, porque una tarde dejó caer, así, como quien no quiere la cosa, que las niñas que han sufrido abusos sexuales tienden a ser muy promiscuas en la edad adulta, porque van buscando desesperadamente aquella atención exagerada que se les prestaba de pequeñas. Puede. Puede que yo sea una víctima. No lo sé. Puede que realmente tenga un conflicto mental y que esta fijación obsesiva que siento por Iain no se llame amor sino dependencia neurótica. Puede. Puede que se trate, sencillamente, de un defecto de serotonina. O de un exceso de testosterona.

Y

de yerma y yugo

Durante los últimos cinco años mi vida no ha seguido un rumbo fijo. Yendo de nada a nada, sin patrón ni destino, sin refugio ni brújula. A la deriva. Empeñada en la inútil huida de mí misma, en busca de un lugar donde caerme viva. Bebiendo cubalibres y fumando chinos y tragando éxtasis y sirviendo copas y besando labios y chupando pollas y aprobando exámenes y redactando trabajos y leyendo libros y escribiendo poesías, por lo general bastante malas, todo hay que reconocerlo. Politoxicómana confesa y pendón vocacional. Digamos que quería ser Burrouglís, como Gema, supongo, aspiraba a ser Jane Bowles. He probado todas las drogas disponibles y me he acostado con todos los hombres más o menos presentables que se me ponían a tiro. Me lo he pasado bien, en suma. O quizá lo he pasado fatal. Puede que ni siquiera me haya enterado.

Así estaban las cosas en mi vida, ni mejores ni peores, distintas, hasta que, de esto hace ya meses, Line se empeñó en que probáramos un jaco nuevo que Santiago había pillado.

Pobre Santiago. El camarero más mono del Planeta X. Yo estaba loca por él, aunque nunca se lo reconociera a nadie, ni siquiera a mí misma. Me sobraba orgullo para admitir que estaba quedada con alguien que a su vez bebía los vientos por otra, mi mejor amiga, por más señas. Y Santiago estaba tan loco por Line que desde el preciso momento en que ella comentó que cada vez le gustaba más el caballo no paró hasta encontrar el mejor de Madrid, recién traído de Thallandia, cero/cero, prácticamente puro.

A mí no me hacía mucha gracia la idea, entre otras cosas porque el jaco siempre me ha parecido una droga cara y aburrida. No le encuentro mucho sentido al tema ese de ponerse y quedarse mudo e inmóvil durante horas, presa de una relajación que despega los músculos de los huesos, que le hace a uno flotar sin límites como si estuviera tendido sobre una cama de agua, y que luego se extiende por los tejidos, haciéndote navegar por otros mundos pero dejando tu cuerpo en éste, y uno se vuelve incapaz de relacionarse con otro ser humano, sencillamente porque uno ya no está ahí. Creo que sólo les atrae a los que no se aguantan a sí mismos, a los que necesitan olvidarse de su propia identidad.

Y luego está todo lo que el jaco significa, ese submundo que vive regido por el reloj de la droga: sus tres chutes diarios y, entre un chute y otro, llenar el tiempo de cualquier manera, esperando el próximo. Esto si eres pijo y rico, claro. Si no, debes emplear ese tiempo en encontrar el dinero para agenciarte otro chute, ya sea robando, trapicheando o haciendo la calle.

Una vida en perpetuo movimiento, la búsqueda en la calle de la droga, el temor al palo y la denuncia, la travesía continua de la ciudad, salidas a horas intempestivas, encuentros en lugares inesperados, persecuciones, engaños, traiciones, revanchas, nuevas caras, nueva gente, nuevos yonkis y camellos, chinos, chutas, papelinas, rohipnol, palos, broncas, buprex, monos, pastillas para superar el mono, calabozos de cárceles y celdas de clínicas, la amenaza constante de los maderos, idas y venidas, ningún lugar seguro, ningún día igual a otro. El vértigo de la aventura, el coqueteo con la muerte. Una vida dura. Una vida a cien. El éxtasis del héroe. De la heroína.

Yonkis consumidos, flacos y nerviosos, de esos que llaman «mi mujer» a la novia. Esqueletos andantes que sólo piensan en el jaco. Mirada moribunda, confusos, resentidos, deprimentes, estúpidos.

Más exigente que la más posesiva de las amantes, más peligrosa que la más desalmada de las zorras. La heroína le chupa a uno la sangre y a cambio sólo ofrece la seguridad contra la carencia de ella misma.

Pero Line insistió y acabé por ceder. Nos creemos muy listos y siempre pensamos que podemos meternos de cuando en cuando, que sabemos controlarlo. Qué soberbios somos todos, convencidos de que estamos por encima del resto de los mortales. Al fin y al cabo, me decía a mí misma, no había probado el jaco en un año. Ya iba siendo hora de darme un homenaje. ¿Por qué no?

«Si uno quiere vivir la vida de verdad debe estar preparado para introducir toda clase de objetos y sustancias extrañas por todos los orificios de su cuerpo.» Las boutades de Line en la barra del bar. Conversación de bar de moda a las seis de la mañana. Pobre Santiago. Habría hecho cualquier cosa por impresionar a Line, y si Kurt Cobain se metía caballo, Line quería caballo, y si Line quería caballo habría que dárselo. Las cosas son muy simples a los veinticinco años. Así que a las siete de la mañana, cuando acabó nuestro turno en el bar, nos metimos en el coche de Santiago y nos dirigimos hacia parque del Oeste. Line, Santi y Yo. Yo quería follar con Santi, Santi quería follar con Line y Line quería follar con todos y con ninguno.

Aparcamos en un rincón apartado y Santi sacó de la guantera toda su parafernalia de yonki: la bolsita con el jaco, la cuchara, la jeringuilla y el limón para desinfectar, amén de una botella de agua mineral y unos kleenex. No iba preparado ni nada, el tío.

Rasgó una larga tira de papel, la mojó con la boca y la enrolló alrededor del extremo de la chuta. Abrió la bolsita del jaco cuidando de no derramar el contenido, lo vació con un movímiento de muelle sobre la cucharilla y añadió un poco de agua mineral de la botella que, como buen pastillero, siempre llevaba en el coche. Puso un mechero encendido bajo la cuchara hasta que la droga se disolvió como la nieve que cae sobre un charco. Acto seguido, introdujo la jeringa en la solución a través del algodón que hacía de filtro.

Según vi aquello, empecé a arrepentirme. Había pensado que íbamos a meternos un chino, o esnifarlo. No había contado con el pequeño detalle de que Santiago habría hecho cualquier cosa para impresionar a Line. El muy bestia. Queda mucho más cool meterse un pico, claro. Muy Tarantino.

Me daba miedo inyectarme, para qué negarlo. La aguja, el pinchazo, la grima de sentir el jaco entrándote por la vena. Uno puede fumar el jaco o esnifarlo, pero la gente se inyecta en la vena para ahorrar material y porque dicen que el efecto inmediato es mejor. La forma más fácil de encontrar la vena es pincharse en el antebrazo, pero hay gente que no lo hace para evitar las marcas delatoras, los estigmas de yonki. O, simplemente, porque ya no pueden hacerlo, porque tienen el brazo hecho un acerico, atravesado por una cordillera de bultos encallecidos de tanto hurgar en ellos. Se pinchan en los pies o en las manos, algunos incluso en la lengua, pero entonces la vena es más difícil de encontrar. Algún colgado que conozco se ha pinchado en la polla. Hay que hacerlo con cuidado, pincharse en la vena, nunca en la piel, si no habrá que limpiar la aguja varias veces, porque se obturará con la sangre coagulada.

¿Entendéis ahora mi pasión por las pastillas, esas dosis de felicidad comprimida que se deslizan sin sentirlo por tu esófago, que no exigen sacrificios ni autoperforaciones? Yo, que tengo terror hasta a los análisis de sangre, ¿cómo iba a meterme una aguja, así, a lo bruto? Sentía compasión por la carne penetrada y las venas violadas.

De modo que les dije que salía a hacer pis, más que nada porque no soporto ver cómo alguien se pone un pico. Prefería volver cuando todo el ritual de la jeringuilla y la vena hubiera terminado, y entonces meterme una raya tranquilamente.

—Tú haz lo que quieras —dijo Santi—, pero yo pienso meterme ahora mismo.

—Pues yo te acompaño, Cris —me dijo Line—, que también me estoy meando viva.

Si Santi pretendía impresionarla, se había lucido.

Así que Line y yo salimos del coche y buscamos un lugar apartado entre los arbustos donde poder dar rienda suelta a nuestra incontinencia, mientras Santiago se ponía a gusto. Hicimos pis en cuclillas entre unos arbustos, intentando sin mucho éxito no salpicar nuestras flamantes Doctor Martens. Cuando nos levantábamos a Line se le cayó al suelo su bolsito en forma de corazón. Debía de tenerlo mal cerrado y el contenido se desparramó sobre la hierba. Nos costó Dios y ayuda encontrar las llaves, que habían ido a parar debajo de un alibustre, y debido a la poca luz y a lo mucho que habíamos bebido tardamos por lo menos media hora en dar con ellas. Cuando las encontramos caímos en la cuenta de que quizá habíamos perdido demasiado tiempo. Probablemente Santiago ya se hubiese largado, apunté yo, y ¿dónde coño íbamos a encontrar un taxi a semejantes horas, y, para colmo, en el culo del mundo?

—No te preocupes tanto —dijo Line—, si está puesto, seguro que se ha quedado donde estaba. Si el material es tan bueno como asegura, ni se habrá enterado de cuánto tiempo hemos tardado.

Volvimos a la carretera y divisamos su coche a lo lejos. El coche seguía allí. Santiago estaba apoyado contra el volante, inmóvil. Pensé que iría tan puesto que se había quedado grogui, sin más. Le sacudí.

—Eh, levántate, que no podemos quedarnos aquí toda la noche. —Le zarandeé, pero él no contestaba—. Line, me temo que va a tocarte conducir, que este tío no reacciona.

Y entonces me fijé bien en Santi. La aguja clavada en el brazo, la cara blanca como el papel y una mancha de sangre alrededor de los labios morados, entumecidos como si le hubieran asestado un puñetazo. Los ojos abiertos, la mirada fija en un punto indeterminado. Unas enormes ojeras malva, tan exageradas que parecían maquillaje, cuyo color hacía juego con los labios. El cuerpo duro, contraído, tumefacto. Parecía embalsamado, como si le hubiesen inyectado pegamento bajo la piel. Su carne sin sangre, casi transparente, semejaba la de un lagarto inmóvil, aterido y debilitado, al que el invierno hubiese pillado desprevenido.

Me asusté, y empecé a sacudirle todavía más, entre gritos, pero él seguía sin reaccionar. Line se acercó y, cuando le vio, se puso casi tan blanca como él. Luego le tomó el pulso y apretó su cabeza contra el pecho de él. Exactamente igual a como yo había visto hacer en las películas.

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