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Authors: Kate Jacobs

Amigas entre fogones (20 page)

—Pero no es justo. Carmen ya se ha ido, y también Hannah —señaló.

—No creo que haya ninguna cláusula que diga que, como Carmen se ha ido, no puedo cumplir con mis responsabilidades —replicó Gus—. Estoy segura de que Oliver os dirigirá gustoso.

Y, dicho esto, salió, lista para dejar a Oliver, Aimee, Troy y Sabrina haciendo el payaso en la cocina. Su objetivo era subir a su cuarto y darse un largo baño caliente, de esos en los que el agua está ardiendo y el cuerpo entero se estremece conforme va entrando en la bañera. Pero antes quería tener unas palabras en privado con su productor.

—Tomemos un brandy en el Henry Higgins —le dijo a Porter, dirigiéndose ya hacia el estudio revestido de madera. Se trataba de un espacio intimidador y muy masculino, el tipo de estancia que ella imaginaba que le hubiese encantado tener a Christopher, un lugar en el que quedarse a trabajar por la noche después de la cena en familia o en el que mantener graves conversaciones con el corazón en la mano cuando alguna de las niñas salía con un chico malo. Pero nunca había tenido la oportunidad de hacerlo.

Las paredes de la habitación estaban forradas de libros de todas las formas y tamaños. En un estante había ejemplares de sus propios libros de cocina y fue justo delante de él donde Gus tomó asiento, en una silla de piel, arrugada pero mullida.

A lo largo de los últimos doce años el trabajo de Porter había consistido en hacer que Gus Simpson causase buena impresión. Siempre. Y esa noche, con la sorpresa del pulpo, se había visto a sí misma en una situación de lo más incómoda.

—Alan ha respondido a mi mensaje. —Porter habló antes de que ella dijera nada—. Me ha dejado uno diciendo que el programa de esta noche le pareció muy curioso y que hará más comentarios cuando reciba las estadísticas.

—Al final, todo va de índices de audiencia.

—Pues claro que todo va de índices de audiencia, así se creó tu imperio, querida —dijo Porter al tiempo que tomaba asiento en una silla de cuero frente a Gus.

Ésta recordó entonces la valentía de Hannah para hurgar en sus propias frustraciones. ¿Cuántas veces se había dejado la piel para conseguir que todo saliera bien? ¿Cuántas veces le había sacado las castañas del fuego a Alan, a Canal Cocina? ¡Enfádate!, oyó que le decía la Hannah que tenía en su cabeza. ¡Cabréate!

—¿Qué está pasando, viejo amigo? —dijo sin levantar la voz—. Si Alan quiere que desaparezca de antena, podría despedirme sin más. Adiós. En plan divorcio profesional.

—Gus, créeme si te digo que yo mismo no entiendo nada —repuso Porter inclinándose hacia delante—. Si tú te vas, yo me voy contigo. Pero aún no nos hemos ido.

—Hoy ha sido un caos total y absoluto —dijo ella tapándose la cara con las manos—. ¿Qué hubiera pasado si me hubiese dado un patatús? ¿Un ataque de histeria en vivo y en directo?

—Él sabía que no dejarías colgada la emisión.

—Nunca haría algo así. —Gus se sintió incapaz de sacudirse de encima el sombrío pesar que le iba brotando en su interior, una sensación que de golpe le resultó familiar y, aun así, sorprendente—. Todo esto me hace pensar que no sé en quién puedo confiar.

Sucede con mucha frecuencia —entendía ella ahora con un sentimiento de frustración— que no sabes qué pretende hacer alguien hasta que lo hace. A sus cincuenta años seguía aprendiendo cosas.

—A decir verdad, por mucho que me dé rabia decirlo, fue una emisión puñeteramente divertida —dijo Porter—. Tu energía era alucinante.

Gus apoyó la cabeza hacia atrás, en el respaldo de la silla, y cerró los ojos.

—Dios sólo nos da lo que podemos manejar, ¿no es eso?

—Exactamente —respondió él.

Abrió de par en par sus ojos castaños.

—Eso fue lo que alguien me dijo en el funeral de Christopher —dijo resueltamente—. «Dios sólo nos da lo que podemos manejar.» Es un frase de mierda que la gente te suelta para que no te vengas abajo y no compliques las cosas. Paso.

Porter sacudió la cabeza.

—Eres una mujer fuerte, que siempre has mantenido los pies en la tierra. Hay gente que se derrumba en las crisis.

Gus le observó intrigada.

—Oh, Porter, tú no. —Gus suspiró—. Nunca pensé que intentarías endilgarme frasecitas de ánimo como muestra de tu compasión.

Se levantó de la silla.

—No creas que porque haya capeado muchos temporales me resulta fácil seguir navegando —dijo—. A todos se nos rompe la máquina en un momento dado.

—Nadie va a romperte nada, Gus. Me aseguraré de que no haya más sorpresas. Pero al final todos tendremos que responder ante Alan. Hoy en día la tele es un juego duro —continuó—. Hay que jugarlo con cabeza. Yo tengo que pensar en Ellie.

Gus entendió. La familia ante todo. A pesar de todo lo que habían dicho, a ninguno de los dos le convenía quedarse sin empleo. ¿No había hecho siempre todo lo que estaba en su mano para que no se viniese abajo el mundo de Sabrina y Aimee?

—Todo saldrá bien —dijo él.

—Por supuesto que sí. —Gus asintió; era su reacción natural cuando quería tranquilizar a alguien, le salía sin tan siquiera darse cuenta de ello. Pero por dentro estaba atemorizada.

—Sabes que podemos ocuparnos de los platos, ¿no? —preguntó Porter, para tratar de subir los ánimos.

—Claro que sí —respondió ella, e hizo un gesto en dirección a la cocina—. Pero ellos no.

El revoltijo de espátulas, tenedores, cucharas y cuchillos estaba apilado junto al fregadero. Las cazuelas aún estaban por recoger. Aimee, ante la isla de trabajo, miraba con cara de congoja la ensalada de pulpo que iba apelmazándose poco a poco, mientras se sujetaba con las manos su melena castaña escalada.

Oliver se acercó por detrás.

—Eh, así fue como me quedé calvo —dijo, y le apartó las manos.

—¿Guardamos las sobras o qué?

—Se lo puedes dar a los gatos —le contestó él guiñándole un ojo.

—Son vegetarianos estrictos —respondió Aimee con una sonrisa—. Por lo menos, podemos terminarnos la sangría.

Oliver sirvió cuatro vasos de un decantador, con cuidado de poner en cada uno varios pedazos de naranja y limón.

—Muy bien, manos a la obra —dijo Troy frotándose las manos—. Quiero recoger todo esto y volver a la ciudad. —Se inclinó hacia Sabrina—. Podemos volver juntos en el tren.

—Mmm, no, no podemos —dijo ella algo irritada—. Es ridículo que estés siguiéndome por todas partes. —Aceptó un vaso que le tendía Oliver.

—Yo no estoy siguiéndote, es que estamos juntos en un programa de televisión.

—¡Vuelve a la realidad, Troy! Si mi madre no fuese tan metomentodo, tú y yo no habríamos vuelto a vernos el pelo —replicó Sabrina, que echaba chispas por sus ojos azules. Y se quitó los guantes de goma que había llevado todo el rato para ocultar el diamante—. Y, por cierto, estoy prometida.

Aimee miró a Oliver y puso los ojos en blanco. Luego le dijo moviendo sólo los labios: «Ah, por cierto…».

Ambos compartieron una risita triste, sintiéndose incómodos y apenados por Troy.

—¿Cómo has dicho? —preguntó éste.

—Creo que lo he dicho bien claro, Troy. Me voy a casar.

El joven se quedó mirando a la esbelta y guapa morena que tenía delante.

—Si acabamos de cortar —dijo—. Ya sé que las mates no son lo tuyo, pero si quieres saber mi opinión, parece que estás sumando «demasiado pronto» y «gran estupidez».

Aimee se interpuso entre los dos con los brazos en cruz e hizo la señal de tiempo muerto con las manos.

—Que hay personas inocentes presentes —dijo—. ¿No podéis iros a hablar a otra parte? En esta casa debe de haber apenas unas tropecientas habitaciones.

—Yo no voy a ninguna parte con Troy. —Sabrina se cruzó de brazos y esperó.

—Oh, espera un momento —dijo Aimee, y se miró la palma de la mano fingiendo que localizaba un informe imaginario—. Sí que te vas. Porque acaban de desalojarte de la cocina. No es que quiera ser maleducada con vosotros, pero si no sois capaces de estar en la misma habitación, tened piedad y marchaos a otra parte. Juntos o por separado, me da igual.

—Eres una borde, ¿lo sabes? —dijo Troy.

—Sólo soy directa —replicó Aimee—. Es diferente. Y tengo platos que lavar.

Sabrina salió de la cocina en dirección al vestíbulo y Troy fue detrás de ella, pisándole los talones.

—No pienses que no vamos a hablar de esto —dijo.

Aimee puso el reproductor de CD que su madre tenía debajo de la encimera para oír un poco de música y con la esperanza de anular el sonido de las voces elevadas de Troy y Sabrina.

—Ah, ambience —dijo Oliver—. Justo lo que me gusta cuando friego cacharros.

—Oliver, ¿de qué vas?

—¿Cómo dices?

—Te he buscado en Google —dijo Aimee, mientras abría cajones en busca de algún par de guantes de goma—. Y pregunté por ti a dos o tres tíos de la escuela. Al parecer, en la ciudad eres una especie de leyenda. Un tipo con pasta.

Él se rascó el labio para quitarse algo que se le había pegado. Y con un gesto de la mano respondió negativamente al ofrecimiento de Aimee de usar guantes.

—Todos tenemos nuestros talentos —dijo—. El mío es preparar comida deliciosa. Pero también soy afortunado. Conseguí un buen montón de dólares para alguna gente, entre ellos algunos que no tenían precisamente tanta necesidad de ganar más dinero del que ya tenían.

—Pensaba que los hombres como tú creían que nunca había suficiente pasta.

—A lo mejor los hombres como el que yo era antes, sí —dijo—. Pero ¿no me digas que eres una de esas niñas ricas que pretende aborrecer la riqueza? No te va.

—Oh, yo no odio el dinero. Sólo me gustaría verlo mejor repartido en este mundo.

—¿Cuál es tu especialidad?

—Economía del desarrollo agrícola.

—¿Y cómo se te ocurrió?

—Mis padres habían pasado un tiempo en África trabajando con productores locales de azúcar cuando estaban en el Cuerpo de Paz —le explicó—. De niña me encantaba ver sus viejas diapositivas de cuando estuvieron en Burkina Faso.

—No sabía eso de Gus.

—Huy, sí, en aquel entonces era prácticamente una revolucionaria. Empeñada en llevar la paz y la salvación a todo el planeta.

—Y ahora enseña a telespectadores apoltronados a doblar servilletas y a sobrevivir a la ensalada de pulpo de Carmen Vega —dijo Oliver—. No lo apruebas.

Aimee cogió un trapo de rayas azules y blancas y asió la olla que él le tendió. Repasó la cocina con la mirada: empezaba a tener mejor aspecto. De vez en cuando la voz de Sabrina llegaba hasta donde ellos, aguda e incluso un tanto chillona. En silencio, fregó una fuente.

—No —respondió al cabo de un rato—. A mi madre le gusta lo que hace. Y no hay nada de qué avergonzarse en un trabajo bien hecho. Era lo que decía mi padre. —Hizo una pausa—. En la cena solía contarnos chistes de esos de «toc-toc».

—No me parece que Gus sea muy de contar chistes —se aventuró Oliver.

Aimee abrió la boca, dispuesta a saltar en defensa de su madre. Era una reacción instintiva.

—Es muy elegante —prosiguió él—. Una mujer de mucha presencia.

Ella se relajó.

—Sí, así es mi madre. Es como si tuviera una especie de aura a su alrededor.

—O una armadura.

—No siempre ha sido así. En aquel entonces era muy besucona.

—¿Besucona? ¿Gus? —preguntó él divertido.

—Cuando éramos pequeñas, la casa era un desastre —dijo Aimee. Notó una emoción inusual al decir aquello, como si estuviera revelando un secreto—. Mi madre era un ama de casa horrible.

—Pues ahora lo tiene todo como una patena. —Oliver siguió fregando—. No se me ocurriría salir de esta casa sin haberlo dejado todo limpio y reluciente.

—Tiene una asistenta, claro, pero ahora es más ordenada. Muy organizada. —Aimee asintió—. Eso me gusta en ella, su desorden antes me ponía a cien. A papá también.

Fue consciente de que le resultaba muy agradable poder hablar con tanta facilidad sobre su padre. Rara vez hablaba de él con su hermana o con su madre. A veces, con una o dos de sus amigas íntimas, Aimee compartía su inconexa colección de recuerdos de los tiempos anteriores a la muerte de su padre, cuando no era tan importantísimo que fuese una niña buena, colaboradora y callada. No había sido una transición suave, pero hoy su carácter responsable casi podía asfixiarla. Generalmente, sin embargo, se guardaba para sí sus reflexiones. Se guardaba muchas cosas para sí. Era más fácil para todos.

Pero de alguna manera le agradaba charlar con Oliver. Le habló del pequeño búngalo en el que vivieron antes de que Gus comprase esa casa, le contó que Sabrina y ella pegaron celo en el suelo para dividir la habitación que compartían, que trabajaban en La Cafetería cuando salían del colé, y que, después de tantos años, su hermana y ella seguían viviendo juntas.

—No podría pagarse ella sola un alquiler, no… —dijo Aimee—. Yo soy independiente desde la universidad, pero sospecho que mi madre sigue pagándole las tarjetas de crédito a Sabrina.

Oliver se echó a reír.

—Yo les pago a mis padres las tarjetas de crédito —dijo.

—No es lo mismo, y lo sabes.

—O sea, ¿que te gustaría que tu madre te diese algo de dinero?

—Oh, no, no quiero que me dé dinero.

—Entonces, ¿qué es lo que quieres?

Aimee podía ver su imagen reflejada en la ventana, de pie cerca de Oliver; fuera había oscurecido y se veía el reflejo de su cara en el cristal.

—Eres muy listo, eh —dijo—. Normalmente no hablo tanto.

—Estoy aprendiendo a escuchar.

—¿Haces terapia?

—Más bien, me pongo metas —dijo Oliver—. Nutrición espiritual.

—Eso está muy bien —dijo Aimee—. O es disparatado.

—Sufrir desnutrición no siempre tiene que ver con una carencia de comida —dijo él.

Aimee se ruborizó, sintiendo una incomodidad repentina por compartir reflexiones tan profundas.

—¿Así que simplemente te despediste de todo aquello? —preguntó, volviendo a centrar la conversación en Oliver.

—No me despedí de todo aquello —puntualizó—. Me fui con bastante de todo aquello. Con más pasta de la que pueda necesitar cualquier hombre razonable. Simplemente dejé atrás el estrés y la mentalidad de más-es-más.

—Entonces, no te hace falta trabajar en este programa.

—Ah, ahí es donde te equivocas —dijo—. Necesito trabajar en este programa más que nada en el mundo.

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