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Authors: Kate Jacobs

Amigas entre fogones (17 page)

—Una vez probé kebabs de elefante —continuó.

Ella seguía mirando a las niñas, mientras su corazón estaba al lado de aquella madre que intentaba mantenerlas entretenidas y ocupadas. No había padre a la vista. Podría estar en su casa. O quizá simplemente había desaparecido.

Ella sabía lo que era eso.

—Y un suflé de puré de pulgares de tigre —continuó Oliver, repasando mentalmente una lista de recetas disparatadas. Por supuesto, nunca había comido nada parecido—. Me gustan las albóndigas de pingüino con salsa de sésamo.

Poco a poco las palabras del productor culinario se abrieron paso hasta los oídos de Gus, que se giró hacia él.

—A mí el pingüino siempre me ha parecido un poco correoso —dijo con un leve asomo de sonrisa en sus labios rosas—. Por eso queda tan bien estofado.

—¿Sabes lo que de verdad es una comida divertida? —le preguntó Oliver. Ella sacudió la cabeza—. Los kumquats. Una vez vi un anuncio de la tele en el que una embarazada le pedía kumquats al gerente de una tienda de comestibles —le explicó—. Y el gerente levanta una ceja y dice: «¿Kumquats?», como si en realidad significase algo ilegal. —Se echó a reír al recordarlo—. Tendría unos siete u ocho años cuando llegué a creer que los kumquats eran sólo para señoras —reconoció—. No probé una de esas naranjas enanas hasta que llegué a la escuela de cocina.

—¿Pensabas que te podías quedar embarazado por comer kumquats?

—Más bien —concedió Oliver—. Era un pardillo.

Gus lo miró sopesando lo que acababa de decir, tratando de ver al pardillo en aquel hombre alto y guapo con pantalones y chaqueta vaqueros. Tenía unos bonitos ojos castaños, decidió.

Los dos se pasearon por el mercado al aire libre hasta que, como si siguieran un plan, se quedaron mirando una selección de puerros y cebollas organizados en montones bien altos en una mesa.

—Podríamos hacer espaguetis en salsa con cebollinos —sugirió Oliver—. Algo terrenal y simple.

—Tartaleta de puerro, un poco de vichyssoise —dijo Gus, sintiéndose más animada. Al fin y al cabo, todavía tenían que cocinar algo esa tarde, como parte del plan de Porter «Vayamos conociéndonos»—. Suelen gustarme las recetas tradicionales —añadió mientras se acercaba a coger una lechuga tipo Bibb y luego apreciaba su peso—. Oliver —le dijo de pronto, recordando el comentario de un rato antes de la reina de la belleza—, ¿por qué ha dicho Carmen que tú sabías lo olvidadiza que es?

—Fuimos juntos a la escuela de cocina —dijo él en tono neutro, aparentemente fascinado con las lechugas, mientras evitaba mirar a Gus. No era tonto y sabía que a su nueva jefa no le haría ninguna gracia descubrir que él y Carmen se conocían de antes—. Pero tampoco se puede decir que fuésemos uña y carne, ni nada por el estilo.

—No habría imaginado que teníais la misma edad —dijo ella.

—Y no la tenemos. Yo soy mucho más joven —dijo Oliver, guiñándole un ojo para hacerle ver que estaba bromeando—. Cambié de profesión.

—Bueno, también ella, técnicamente. Antes era reina de la belleza y todo eso.

Oliver asintió.

—Yo antes trabajaba en Wall Street. Ya me entiendes, como agente de bolsa.

—¿No te gustaba?

—Se me daba bien —reconoció—. Pero no era para mí. —Lo último de lo que quería hablar era de su curriculum—. Bueno, ¿cuál es tu moda culinaria favorita? —preguntó.

—¡Oh, no me digas que eres de ésos! Odio las modas culinarias —respondió Gus, pero en tono amigable—. Tupinambos, granadas, limones tipo Meyer, higos, espumas… Cada año algún ingrediente se pone de moda y todo el mundo lo come con pasión, para olvidarse de él acto seguido. Es una irresponsabilidad para con el paladar.

—A mí me encantan los limones Meyer —dijo Oliver.

—A mí también. Pero me niego a ser víctima de la moda culinaria.

—Entonces, ¿cuál sería tu lema?

—Fresco. Todo se reduce a los alimentos frescos —dijo Gus, cuyos ojos empezaban a emitir destellos. Cogió una alcachofa y la observó con atención—. ¿Qué podríamos hacer con esto?

—Corazones con pasta fresca, crema de acompañamiento y una pizca de nuez moscada —dijo él—. O hervida, en tartaletas, con virutas de queso Fontina.

—Suena delicioso. Entonces he aquí la pregunta del millón: ¿a ti qué es lo que te vuelve loco, Oliver, la comida o cocinar?

El alto hombre con su gorra de béisbol centró intensamente su mirada en la esbelta mujer del suave jersey azul y se quedó pensando un buen rato.

—Una pregunta seria, Gus Simpson —dijo lentamente.

—Sí que lo es, señor Oliver Cooper.

—Me encanta la comida —admitió él—. Me encanta cocinar, pero mi corazón pertenece a la comida.

—Bien, si ése es el caso, entonces usted y yo seremos buenos amigos —dijo ella—. Pero sospecho que cierta señorita vive más para hacer alarde de sus técnicas.

—No voy a negar que Carmen es una persona que goza de los focos —concedió Oliver—. Pero no creo que sea simplemente una presuntuosa de los fogones.

—Entonces estamos de acuerdo en que no estamos de acuerdo —dijo Gus en tono simpático—. Pero no voy a utilizar su amistad con Carmen contra usted. No del todo. —Sonrió—. Hablemos de los tomates de invernadero: ¿necesidad o un crimen contra el sabor?

—Las dos cosas.

—Respuesta correcta, pienso yo. —Llenó su bolsa de lona y, al notar el peso, repartió la carga con Oliver—. Podría llevar sola todo esto, pero quiero que te sientas útil.

—Por supuesto —dijo él—. Y a mí me gustaría serte útil, Gus.

Una cosa era decir que estabas disponible en todo momento, pensó Carmen, y otra muy distinta que lo dijeses en serio. Alan era muy exigente, tal como estaba descubriendo ella rápidamente.

Ten cuidado con lo que deseas porque podrías conseguirlo: eso decía el adagio inglés, y era muy cierto. Había llamado a Oliver la noche anterior a última hora, para quejarse.

—Tienes que protegerme de Gus —le había suplicado—. Esa mujer me odia.

Carmen no tenía nada que objetar a que la gente quisiera dar buena imagen, pero Gus tenía un aire demasiado formal, demasiado distante. Se arreglaba hasta para ir a la compra. Era como si se mantuviese siempre un poco aparte de los demás. Como si fuese un poquitín diferente del resto.

Su paso por la tele no estaba siendo como había esperado, desde luego. ¿Quién quiere compartir un programa? Había sido idea de Alan, y aunque él parecía de lo más satisfecho con su ocurrencia, ella se sentía atrapada: no podía ni pensar en rechazar la propuesta.

¿Por qué todo tenía que ser tan injusto?, se preguntaba. Había dedicado unos años al circuito de las pasarelas, paseándose en bikini como una garza. Había sido difícil, era más joven, hasta que mostrar su cuerpo se convirtió en una parte más de su trabajo. Entre Carmen, la sevillana, la hija de Diego y Mercedes, y Carmen Vega, Miss España 1999, había habido un largo trecho. Sabía lo que tenía que hacer para encandilar (y pisar fuerte) cuando era necesario. Sabía actuar. Se había entrenado bien.

Pero su relación con la comida sólo tenía que ver con Carmen, la sevillana. Era su verdad, su presentación ante el mundo. Y le daba igual si tenía que utilizar sus dotes de reina de la belleza para que la gente se decidiera a probar un bocadito, porque en cuanto hubiesen probado el sabor del ajo y del aceite de oliva y del pellizco de pimentón, sabrían lo que era bueno. Carmen Vega no era sólo otra cara bonita. Era una artista.

11

Tenían toda la tarde del sábado por delante, brillante y soleada. Si Gus hubiese estado en casa, habría sido una tarde perfecta para entretenerse en el jardín y ocuparse de la espuela de caballero. A fin de cuentas, no habían quedado a una hora concreta en el estudio y estaba casi segura de que Carmen no iba a aparecer. Aunque no le habría importado despedirse por hoy y coger el cercanías a Westchester, se sentía responsable porque Oliver aguardaba pacientemente, cargado de verduras y hortalizas en las bolsas de loneta.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó el hombre en tono simpático.

—Qué buen carácter tienes —dijo Gus—. ¿No te fastidia un poco esta situación de limbo en la que nos encontramos?

—Oh, hace unos años le di un giro radical a mi vida —dijo—. Y eliminé muchos de los temas que me fastidiaban. De hecho, ahora soy un tío mucho más majo.

—Estoy segura de que siempre fuiste un tío majo.

—No, la verdad es que no. —Seguía sonriendo, por lo que Gus no estaba segura de si hablaba en broma o no—. En aquel entonces habría tenido decididos todos los actos del día con mucha antelación.

—Y ahora te sientas tranquilamente y dejas que otros tiren del carro —concluyó ella sin más.

Él se echó a reír.

—Te equivocas otra vez —dijo él—. Ahora sé cuándo tengo que tomar una decisión y cuándo es momento de dejar que otro tenga su oportunidad de hacerlo. Es algo muy diferente.

—¿Entonces…?

—Entonces estoy a tu servicio.

—Imagino que podríamos ir al estudio a jugar. —Gus señaló los productos hortícolas—. ¿Por qué no llamo a mis hijas y las convenzo de que se vengan a comer?

Oliver asintió.

—Por lo menos, podemos intentar enseñarles unos cuantos trucos de cocina antes de la próxima grabación del programa.

—¡No es mala idea! —exclamó Gus moviendo vigorosamente la cabeza en gesto afirmativo—. Con sinceridad, no creo que haya hecho un programa más caótico que aquél desde mi primer día en la tele. Esos chicos no distinguen una cuchara de una espátula.

—Pues a mí me parece que eso forma parte de la gracia —dijo Oliver—. La chifladura de un grupo de personas incapaces de cocinar algo con lo que tienen en la bolsa de la compra. Mejorando lo presente, por supuesto.

—Lo mismo digo —dijo Gus—. ¿Resulta bastante preocupante, verdad, que me las haya apañado para criar a dos jovencitas que no son precisamente hábiles en la cocina?

—Creo que la que es más alta, la del pelo castaño claro, es más hábil.

—¿Tú crees? Ésa es Aimee. Presta atención incluso cuando crees que no está pendiente.

—Parece interesante.

Gus se volvió hacia el hombre que tenía a su vera y le miró reflexivamente. Era de complexión armoniosa y tenía unas arrugas simpáticas alrededor de sus ojos juguetones. Y empezó a formarse una idea en su mente de un modo bastante natural.

—Aimee es interesante —le dijo, y se apuntó mentalmente el encargo de preguntarle a Porter si sabía la edad de Oliver—. Trabaja para la ONU como economista.

—Estoy seguro de que ella y yo podríamos pasar un buen rato charlando sobre números —dijo—. Pero no me cabe duda de que tú y yo lo pasaremos mejor cocinando.

—Cierto —dijo Gus, escuchándole a medias. Tecleó el número de Aimee en su móvil y la invitó a comer en el estudio—. Se reunirá con nosotros luego; dice que se encuentra en esa zona de la ciudad —le explicó a Oliver cuando se subieron a un taxi, poniendo todas las bolsas de verduras entre los dos.

Después de trocear tres patatas en el tiempo que Oliver había tardado en trocear diez, Aimee decidió que necesitaba un descanso, si no quería tener un accidente y cortarse los dedos. Generalmente, no se pasaba las tardes de los sábados cocinando: de hecho, su rutina consistía en hacer la colada en la lavandería del sótano de su edificio, intercalando los viajes arriba y abajo en el ascensor con la visión de todos los capítulos de La rueda de la fortuna que se había grabado en el TiVo la semana anterior. Los programas concurso eran su obsesión secreta y su placer más pecaminoso: no era capaz de decidir qué le gustaba más, si imaginarse a sí misma ganando un concurso o simplemente contentarse con ver un programa tras otro de concursantes triunfales y sonrientes. Medio envuelta en la colcha, viendo la tele, con el cesto de la colada en el extremo de la cama y el detergente líquido guardado ya en su sitio, en el armarito de las toallas y de los productos de limpieza, Aimee se entregaba al disfrute de mirar: experimentaba una profunda satisfacción cada vez que alguien ganaba un buen pellizco de dinero, y se le encogía el corazón cuando un participante caía en la casilla de «Bancarrota» de la colorida ruleta y perdía todo su dinero potencial. Pero lo mejor era cuando a los concursantes se les saltaban las lágrimas después de llevarse un suculento bote, aflorando todo su alivio y desesperación en cada línea de su rostro.

—Oh, realmente necesitaban el dinero —decía en voz alta a nadie en absoluto, pues en su cuarto sólo estaba ella—. Esto les va a cambiar la vida.

A veces se le saltaban las lágrimas, como les pasaba a los participantes del concurso, y lloraba como ellos al tiempo que se dejaba envolver por un manto de cálida felicidad. Le daba al pause y se imaginaba la cantidad de cosas maravillosas que podrían hacer con esos premios: los viajes que harían, la mesa que finalmente comprarían para ese comedor vacío, el hijo o la hija adolescente que podría ir a la universidad. Aimee visualizaba todos los sueños de los concursantes y lloraba por ellos. Pero eso sobre todo le pasaba cuando alguien ganaba los cien mil dólares.

Entonces, después de haber estado dos horas viendo programas en la tele, para ayudarse a retornar al mundo real y a sus desasosiegos, avisaba a los concursantes desde su lado de la pantalla: «¡No olvidéis que tendréis que pagar impuestos por el premio!».

De noche, mientras intentaba conciliar el sueño, solía maravillarse ante la idea de que a nadie se le había ocurrido crear una revista dedicada a concursos de la tele, llena de artículos y más artículos para poner al corriente a los lectores sobre los ganadores de Millonario, Trato o no trato y la Ruleta. Era cierto que disfrutaba viendo como los concursantes de Jeopardy ponían a prueba sus conocimientos, pero, hablando de los programas concurso, lo que la conquistaba de verdad era ver a personas normales y corrientes conteniendo la respiración por una oportunidad que su día a día no podía ofrecerles.

Esta obsesión con los concursos de la tele había comenzado años atrás, en el verano siguiente a la muerte de su padre, cuando Sabrina y ella tenían las mañanas libres después de la clase de natación y nada con que llenarlas. Gus no las dejaba salir casi nunca, mientras ella arreglaba papeles encerrada en la pequeña habitación que había sido el despacho de su padre. Al parecer, siempre había un montón de papeles que ordenar.

Sabrina y ella, entonces aún en edad escolar, se habían vuelto adictas a El precio justo, y se dedicaban a aprenderse de memoria el precio del arroz Rice-A-Roni y del desinfectante Lysol, y a planear un viaje por carretera a la otra punta del país, cuando cumpliesen dieciocho años, para poder participar en el concurso. Cuando veían a Bob Barker presentando la parte del tablero Plinko, imaginaban que, si jugaban con acierto, serían capaces de pujar lo bastante bien como para llevarse las dos vitrinas. Sabrina quería llevarse un coche, un camión y una autocaravana, pero lo único que Aimee deseaba ganar era el mobiliario entero para el salón nuevo. Algo con flores alegres que pudiese animar a Gus y que la empujase a salir del despacho.

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