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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (29 page)

—¿A quién? —preguntó Jenna.

—Nunca había visto algo así —respondió él.

Ferguson pasó los siguientes veinte minutos contándoselo todo a Jenna. Cómo encontró a Livingstone. La transformación. Cómo se hirió la mano. Costaba seguirle el hilo, pues el relato era confuso y poco claro. Ferguson se demoraba en detalles que para Jenna no significaban nada. Hacía largas pausas entre oraciones. Jenna se sentía frustrada, y supuso que lo mismo le ocurriría a él. Es que Ferguson era apenas un hombre probeta. Una persona que sólo vivía porque le había tocado nacer en una época en la que la extensión de la existencia a cualquier precio era el objetivo ideal. Veinte años atrás, ya hubiese estado muerto. Y dentro de veinte años, pensó Jenna, lo más probable era que también hubiera muerto. Cuando nos volvamos más inteligentes quizá lleguemos a entender que las máquinas de sustento vital están destinadas más bien a los sanos que a los enfermos. Jenna se dio cuenta de que quería dejar instrucciones en lo que a ella se refería. No resucitar.

—Me quedé ahí, mirándolo a los ojos. Ojos negros.

—¿Ojos negros? —preguntó Jenna.

—Como el carbón. «Desátame, John», dijo. El corazón casi me dejó de latir. Ya no era la voz de David. Era mi padre.

—¿Su padre? —preguntó Jenna. Ferguson se alejaba. Iba perdiendo la conciencia. Jenna necesitaba saber más. Él cerró los ojos.

—¿Su padre? —volvió a preguntar Jenna.

—Creo que está demasiado cansado… —empezó a decir la señora Ferguson, pero John la detuvo. Quería terminar.

Continuó con su relato. Habló del informe de David y de cómo lo modificó. Trató de explicar que creyó que ello no acarrearía ningún mal. ¿Qué podía ocurrir? Pero una tarde, dos veranos atrás, en la Bahía Thunder, al ver a Jenna desembarcar de la lancha motora, temblando como si estuviese helada hasta los huesos, con la mirada perdida, se dio cuenta de que todo había sido por su culpa.

—Cuando los llevé en mi avión a Ketchikan para que cogieran su vuelo, quería morir —dijo John.

—¿Usted nos llevó?

Él asintió.

—Vi despegar su vuelo; quise morir.

Cerró los ojos y respiró pesadamente. Transcurrieron unos cuantos minutos. La mujer de Ferguson se acercó a la cama y tomó la mano de su marido.

—Es la primera vez que oigo esa historia —agregó—. El médico dijo que esos medicamentos tal vez lo hicieran delirar.

—No delira. Recuerda.

La señora Ferguson rio y meneó la cabeza.

—No, no lo creo.

Ferguson abrió los ojos. Agarró a Jenna de la muñeca.

—¿Qué vino a hacer?

Jenna se quedó paralizada por el inesperado movimiento, sorprendida por la respuesta.

—Necesito encontrar al chamán —dijo, nerviosa.

—Estuve esperándola.

Jenna meneó la cabeza. Miró a la señora Ferguson.

—No entiendo.

—Creo que debería marcharse ahora —dijo la mujer de Ferguson. Se puso a acomodar las sábanas. Él la apartó.

—¿Por qué vino ahora? —inquirió.

—Quiero encontrar a mi hijo.

—Él me dijo que ocurriría. Me lo dijo.

—¿Quién?

—Me dijo que no siguiera adelante con lo del centro turístico. Me dijo que algo ocurriría.

—¿Qué dijo?

—Mataron a su bebé. Fueron ellos. Me dijo que habían hecho eso y que se llevarían a otros.

—¿Se llevarían a quién? —interrogó Jenna, suplicante. No comprendía. Pero necesitaba saber. Entender a su interlocutor se le hacía difícil. Él se debatía, intentando salir de la cama. Su esposa lo retenía.

—Usted ha venido a bendecirme.

Jenna se sintió confundida. Se puso de pie. Ferguson se agitaba en la cama.

—Tiene que marcharse —le dijo la señora Ferguson a Jenna. Pero no podía irse. No había terminado.

—¿Cuál es el nombre del chamán?

—Me dijo que no lo hiciera. No le hice caso.

—Por favor. Márchese. Vea lo que le está haciendo.

La mujer de Ferguson retenía a su marido; agarrándolo de los hombros, lo apretaba contra la cama. El se debatía. Procuraba apartarle las manos, sentarse, pero estaba demasiado débil. Tendió una mano hacia Jenna. Su brazo era muy delgado.

—Ha venido a bendecirme —dijo.

—El chamán —respondió Jenna—. David. ¿Qué apellido?

—Bendígame —rogó Ferguson; cayó de espaldas en la cama, jadeando.

—¡Por el amor de Dios! —chilló la señora Ferguson. Soltó a su marido y se plantó frente a Jenna—. ¡Váyase! — gritó. Pero luego salió de la habitación a toda prisa.

Jenna se inclinó sobre Ferguson y le acarició la frente. Él se tranquilizó. Sus monitores, en cambio, enloquecían. El ritmo al que pulsaba la máquina del corazón era demasiado veloz para ser normal. Jenna lo tomó de la mano.

—Bendígame —suplicó él.

Ella se inclinó y le besó la frente.

—Que Dios lo bendiga.

El rostro de Ferguson se relajó.

—Livingstone —jadeó—. Livingstone.

—¿Dónde vive?

—Klawock.

—¿Dónde queda eso?

Pero ya era tarde. Irrumpieron los médicos. Los ordenanzas. Los sanitarios y enfermeras. La señora Ferguson. Entraron a la carrera y rodearon a John Ferguson. Todos se inclinaban sobre él. Pugnaban por mantenerlo con vida.

Jenna se acercó a la señora Ferguson.

—Lo lamento.

—Por favor —suplicó su interlocutora; tenía los ojos llenos de lágrimas—. Por favor, déjenos en paz.

Jenna salió de la habitación. Desde el pasillo veía los delantales verdes, las batas blancas. Las buenas intenciones parecían rezumar de cada poro. Pero hay cosas que no pueden ser detenidas.

Jenna se dirigió lentamente a los ascensores. Oía el pulso de la máquina cardiaca, así que el corazón de Ferguson no se había detenido. Quería que la señora Ferguson comprendiese. Pero no tenía modo de explicarle nada. Era imposible que entendiera. Sólo le preocupaba salvar a su marido y no tendría ánimos para espíritus y otros mundos.

Mientras se acercaba al ascensor que la sacaría de allí, Jenna se sintió triste. Pero cuestionó su tristeza. ¿Por qué había de estar triste? ¿Por que una persona estaba a punto de morir? Polvo al polvo. A todos nos llega la hora, y cuando llega, llega. Estaba segura de que John Ferguson había vivido una existencia larga y feliz, y que no lo pasaría mal en el lugar al que se estaba yendo.

—Señora Rosen —la llamó una voz. Jenna se volvió. La señora Ferguson se acercaba por el pasillo, andando muy deprisa—. Señora Rosen, él dice que quiere que usted sepa algo.

La señora Ferguson la alcanzó y le tocó el brazo.

—Me pidió que la siguiera. Quiere hacerle llegar un mensaje. Dice que lo lamenta. Dice que quiere que usted sepa que lo lamenta mucho.

Esto cogió a Jenna con la guardia baja. No sabía qué responder.

—No fue su culpa —dijo Jenna—. Sólo fue algo que ocurrió. —Se interrumpió—. Dígale eso.

La señora Ferguson la miró con una sonrisa bondadosa.

—Se lo diré.

La señora Ferguson desanduvo el camino por el corredor. Jenna la vio desaparecer en el interior de la habitación. Se dispuso a bajar al vestíbulo por las escaleras. No tenía tiempo para ascensores.

29

D
e camino a casa de Eddie, Jenna se dio cuenta de que era sábado. Se había ido de Seattle hacía casi una semana, pero sentía como si sólo hubiese transcurrido un día. Sí, sentía que había partido el día anterior, pero al mismo tiempo le parecía como si llevase todo un año viviendo en Wrangell. Extraño. Y ahora iba a embarcarse en una nueva aventura. Ir a un lugar aún más remoto que Wrangell a buscar a un chamán. ¿Por qué? Sentía que Robert se desvanecía, que cada vez se acercaba más a ser sólo un recuerdo; y al mismo tiempo, que Bobby estaba cada vez más próximo, casi como si viviera. Y tenía que dejarse guiar por su intuición. Hay ocasiones en las que sólo podemos confiar en el instinto.

Jenna subió al porche. El corazón le dio un vuelco cuando vio por la ventana que Eddie se afanaba, tendiendo una mesa para dos. Le vio poner en medio de la mesa un florero improvisado con un frasco que contenía un ramillete de flores amarillas. Intuyó que los planes de él no eran compatibles con los suyos y que ello acarrearía un choque; de todos modos, entró.

—Hola —dijo Eddie. Apartó una silla y se la ofreció—, toma asiento.

Eddie se apresuró a acercarse a la cocina y encendió un fogón de gas, sobre el que puso una plancha. Sirvió una taza de café y la puso frente a Jenna. Después, regresó a la cocina y echó masa para tortitas en la plancha.

—Supongo que te gustan las tortitas —dijo.

Ella asintió con desgana. No quería desayunar, quería marcharse. Necesitaba irse. Consideró la posibilidad de escapar. Correr a la puerta y salir a la calle, rumbo al aeropuerto. Eddie y ella tenían distintos programas, funcionaban en distintos planos. Le resultaba imposible entender por qué Eddie se afanaba tanto en cocinar tanta comida. Él depositó un montón de tortitas sobre el plato de Jenna. Regresó a la cocina y echó más masa en la plancha.

—Cómelas mientras estén calientes. Estaré contigo en un segundo.

Ella comió un bocado, pero no tenía apetito. Eddie se sentó y comió con ella. Se mostraba animado; en demasía, tal vez. Parecía esforzarse. Parloteaba sobre la posibilidad de llevar a Jenna a pasear por la playa, o ir a navegar en su barca por el río Stikine. Habló de las aguas termales que había río arriba, un lugar maravilloso, aunque infestado de mosquitos. Reía, bebía café, comía más y más tortitas; y ella, embargada de temor, era incapaz de mirarlo.

No se trataba de lo que le ocurría a Eddie, sino a Jenna. Se había transformado en una persona distinta de un día para otro. Ahora, sus prioridades eran diferentes. El día anterior, trataba de escapar de algo. Hoy, necesitaba ir a un lugar en particular. Y esa urgencia afectaba al modo en que percibía las cosas y a la forma en que las afrontaba. Escuchaba a Eddie, paseaba la mirada por la habitación; se sintió un poco incómoda al notar por primera vez que ese lugar tenía algo rancio. No sabía bien de qué se trataba, y supuso que el olor siempre había estado allí. Pero sólo ahora lo notaba.

Rancio y polvoriento, como si hubiese moho bajo la alfombra o algo por el estilo. Como si las ventanas llevasen mucho tiempo sin ser abiertas. Como si en el ambiente hubiese un exceso de dióxido de carbono por falta de ventilación. Se dio cuenta de que le era imposible decir si la pintura de los muros era de un color parduzco o si había sido originalmente blanca y los años la habían oscurecido. Todo parecía amarillear como un periódico viejo. El mismo Eddie parecía fundirse con las paredes, la alfombra. Distante, remoto. Jenna pensó que siempre había sido así, que ella se había engañado adrede al contemplar ese mundo viejo con ojos nuevos, viendo las cosas más brillantes de lo que eran, barnizándolas con una capa de entusiasmo, de modo que percibía como blanco y limpio lo que en realidad era pardo. Hasta las bombillas de luz, que a Jenna le habían parecido blancas, emitían una luz gris-amarillenta. La vida de Jenna viraba al marrón.

—¿Para qué fuiste al hospital? —preguntó Eddie en tono casual. Demasiado casual. Jenna se dio cuenta de que actuaba. Temía que estuviese ocurriendo algo de lo que estaba excluido. Por eso preparó ese elaborado desayuno. Jenna se dijo que lo mejor sería aclarar las cosas.

—Me marcho.

Eddie se detuvo en mitad de un bocado y se la quedó mirando.

—¿Que te marchas? ¿Ahora?

—Sí.

—¿Por qué?

Jenna se encogió de hombros.

—Mi madre siempre dice que el huésped es como las sobras. Al tercer día, huelen. Mi tiempo ya pasó.

—Nunca habría dicho que eres una sobra.

Trataron de sonreír, pero la desilusión de Eddie era palpable.

—En serio —dijo él. Quería saber la verdad.

—Fui al hospital a ver a un hombre que me podía ayudar en aquello de encontrar un chamán. Ahora, voy a buscarlo.

—¿Hablas en serio?

—Sí.

El joven rio e hizo un gesto triste.

—Lo que tú digas.

—¿Lo que yo diga? —respondió Jenna, algo picada.

—Supuse que no creerías de verdad en esa estupidez de las leyendas.

—Quien no cree eres tú. Yo nunca dije que no creyera.

—Ah, entiendo.

—Eddie, lo siento, pero tengo que marcharme. Debo seguir adelante con esto hasta las últimas consecuencias.

Eddie se puso de pie y comenzó a llevar los platos al fregadero.

—Bueno, pues haz lo que quieras. Tienes que ir. Lo entiendo. Uno debe hacer lo que siente. No es asunto mío. Es que ya me había habituado a estar cerca de ti. Pero eso es porque soy un egoísta. Haz lo que debas hacer. Buena suerte y que Dios te bendiga.

Metió la plancha de hierro en el fregadero y se puso a limpiarla, de espaldas a Jenna. Ella se quedó sentada durante un momento más, preguntándose si tenía algo más que decir. No, estaba todo dicho. Eddie, inclinado sobre el fregadero, terminó de limpiar los ennegrecidos restos de tortitas de la plancha y dejó que al agua corriera. A Jenna le dio lástima, de verdad. Pero la urgencia volvió a embargarla. Era la necesidad de irse sin más. Lo mismo que había sentido en aquella fiesta a la que fue con Robert. Se sentía incómoda en su piel, porque una parte de sí no estaba completa; hasta que se completase, no tenía sitio para otros.

Jenna fue al dormitorio en silencio y embutió sus cosas en la mochila. De pie en medio del cuarto, miró en torno a sí. Quería recordarlo. Últimamente estaba abandonando muchos lugares y quería asegurarse de recordarlos bien. Entonces, se dio cuenta de que no sólo quería recordar los lugares; quería que la recordasen a ella. Así que se quitó el kushtaka de plata del cuello y lo puso sobre la cómoda. Ahora, la habitación tenía algo de ella. Algo que demostraba que había estado allí. Ahora podía marcharse.

Eddie aún estaba en el fregadero, lavando los platos. Jenna sacó sesenta dólares de la billetera y se le acercó.

—Oye, gracias por todo —dijo—. Deja que te pague algo por la habitación.

Le tendió el dinero, pero Eddie lo rechazó con un meneo de cabeza.

—Hicimos un trato. Tú me brindabas compañía, yo te dejé la habitación. El trato fue ése.

Ni siquiera la miró. Sus ojos no se encontraron. Ahora, era apenas un niño. Un niño que perdió algo y se lamenta. Jenna le dio un beso en la mejilla.

—Cuídate el brazo.

Él rio.

—Claro.

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