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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna

 

Qué no haría una madre por descubrir la verdad sobre lo que le sucedió a su hijo…

Cuando Jenna Rosen abandona su cómoda vida en Seattle para visitar Wrangell, Alaska, supone una desgarradora vuelta al pasado. Hogar hace mucho tiempo de su abuela nativa americana, Wrangell se halla cerca del complejo turístico Thunder Bay, donde el joven hijo de Jenna, Bobby, desapareció hace dos años. Nunca se encontró su cuerpo, y ella está decidida a enterrar el doloroso misterio de su muerte. Pero necesita respuestas y armada sólo con los feroces instintos de protección de una madre, la búsqueda de Jenna de la verdad sobre su hijo —y la fuerza de su fe— está a punto de arrastrarla a un aterrador y trascendental abismo…

Garth Stein

Alguien robó la luna

ePUB v1.1

Enylu
31.03.12

Título original:
Raven Stole the Moon

Autor: Garth Stein

Género: Novela

Páginas: 350

Para mi madre, que me enseñó

cómo se cuenta una historia.

¡Akakoschi!

(¡Mira!)

1

L
a mujer cerró los ojos y se quedó bajo el agua. Soltó aire, enviando pequeñas burbujas a la superficie. Deshacerse del aire usado era agradable, pero enseguida llegaba el dolor propio del vacío creado en los pulmones. Abrió los ojos y miró. Pensó en abrir la boca y aspirar una bocanada de agua. Eso funcionaría. Llenar los pulmones con algo que no fuera oxígeno. Pero no lo hizo. En cambio, sacó la cabeza del agua y respiró.

Jenna no tenía suficiente fuerza de voluntad para ahogarse. ¿Quién la tenía? Es físicamente imposible, le habían dicho alguna vez. El instinto de supervivencia lo impide. No te permite hacerlo. Sí te deja que te pegues un tiro en la cabeza, pero eso ocurre porque el instinto no es lo bastante inteligente como para entender que cuando pulsas el gatillo sale una bala. Eso es todo. Si el instinto de supervivencia fuese inteligente habría más gente con vida.

Jenna salió de la bañera y se envolvió en una gruesa toalla. Con una goma, recogió su cabello largo y rizado en una coleta y comenzó a maquillarse, prestándole especial atención al grano de su mejilla. Por Dios. Seguía con espinillas a los treinta y cinco años. Sus ojos eran marrones. Sus labios, de un intenso color terroso. Un toque de lápiz en el contorno del labio superior para acentuar y agrandar. El inferior no necesita ayuda. Labios voluptuosos. Haz un puchero, nena. Lápiz de labios. Beso, beso.

Jenna colgó la toalla y salió del cuarto de baño. El dormitorio estaba vacío, así que siguió camino hasta la recámara, encendió el estéreo, deslizó
Let it bleed
en el reproductor de discos. La número ocho. Subió el volumen y se puso a bailar.

«Eh, soy un hombre mono. Qué bueno es que seas una mujer mono». Alzó los brazos por encima de la cabeza y girando sobre las puntas de los pies regresó al dormitorio sin dejar de danzar. Robert, con traje negro, camisa blanca, corbata de vivos colores, estaba sentado en el borde de la cama. Se puso el calcetín izquierdo, el zapato izquierdo. Nunca se ponía los dos calcetines y después los zapatos. Buenos zapatos. Siempre cuidadoso de los zapatos que usaba. Alzó la mirada hacia Jenna. Ella frunció los labios, se inclinó, movió los brazos, dio un paso hacia delante, alzó mucho la pierna izquierda, estirando los dedos; se le marcaron los músculos de la corva. «Mujer mono, mono como yo».

—Muy bonito —dijo Robert dedicándole una breve mirada—. Tal vez podrías ponerte alguna ropa.

Jenna siguió bailando.

—Vamos, Jenna —añadió Robert con brusquedad, mientras se ponía el calcetín derecho con un enérgico movimiento—. Nos tenemos que ir. No quiero llegar tarde.

Jenna interrumpió su danza de golpe.

—¿Por qué siempre me interrumpes?

—¿Y por qué siempre comienzas tu danza sexual nudista cuando faltan cinco minutos para que nos marchemos?

Jenna no contestó.

—Quiero decir que me encantaría verte bailar así alguna noche en que ello pudiera llevar a algo más —prosiguió Robert, poniéndose el zapato derecho. Ahora, estaba inspirado—. Pero nunca lo haces. Sólo te muestras sensual cuando sabes que no habrá sexo. ¿Por qué?

Robert miró a Jenna, que permanecía inmóvil ante él. Interpretó su silencio como una victoria; quien calla, otorga; y se dirigió a la puerta del dormitorio.

—Vamos, prepárate —le dijo, en tono más amable—. Son las nueve. Cuando lleguemos, ya no habrá nadie. —Se volvió y se perdió en el pasillo.

—Sólo trataba de darme ánimos para la estúpida fiesta —farfulló Jenna mientras se dirigía al vestidor dando zancadas. Muy bien. Si Robert no apreciaba su comportamiento sensual, encontraría a alguien que lo hiciera.

«La vi hoy en la reunión, una copa de vino en la mano. Sabía que iba a encontrarse con su contacto, a sus pies tenía a un tío muy suelto».

Cogió su falda negra larga y se la puso. Cuando andaba, sus muslos resaltaban bajo la tela. Eso también era sensual. Quizá algún joven simpático lo notara, ya que Robert sólo se enfadaba. Se abrochó el sujetador, se subió un poco, pero no demasiado, los pechos. Después se puso el tanga, que siempre la hacía pensar en sexo. Tampoco es que importara. No habría sexo esa noche. Quizá ella se ocupara de que lo hubiera. «Quizá me busque un amante. ¿Debo buscarme un amante?». Jenna se puso una camiseta sin mangas que terminaba justo por encima de su ombligo y embutió los pies en las grandes botas. «¿Me sobresalen demasiado las tetas? ¿Qué es demasiado? A la mierda». Cogió su chaqueta de motera del respaldo del sillón y apagó la luz al salir.

Fue a la cocina, donde se encontró a Robert plantado ante la encimera, con la cabeza metida en el armario que había por encima del anaquel más alto. Parecía un mapache hurgando en un cubo de basura.

—¿Qué buscas? —preguntó Jenna.

—Las velas. ¿Recuerdas dónde las guardamos?

—Están en el comedor. ¿Para qué quieres velas?

—Lo que quiero es una vela de aniversario.

—Ah, una vela de aniversario…

Robert siguió hurgando.

—Las encontré.

Sacó la cabeza de la alacena. Tenía una bolsa de papel marrón en la mano. Jenna oyó el tintineo de unas diminutas palmatorias de cristal, pues no eran propiamente velas, sino eso. Rellenas de cera, con mechas y una etiqueta azul con letras plateadas. Velas de aniversario. El padre de ella siempre encendía una para el aniversario de la muerte de su abuelo.

Robert miró a Jenna y se detuvo durante un instante.

—¿Vas vestida así?

Bajó de la encimera. Jenna se sentía mareada. Mientras contemplaba a Robert, notó que algo le cerraba la garganta. Los pies le pesaban. Robert sacó una de las velas de la bolsa y la puso sobre un plato. La encendió con una cerilla de madera que le habían dado en la Parrilla Ciudad Lluviosa. Jenna lo miraba en silencio.

Cuando la vela quedó encendida, Robert se acercó a Jenna y le tomó la mano.

—Es el aniversario.

El aniversario. El segundo aniversario. Del año del Señor. Año dos DM. Después de la muerte. El señor Jesús te protegerá y preservará de todo daño. Bendito es el fruto de tu vientre.

Robert enciende una vela para el aniversario.

Te puedes ahogar en un charco de barro. Te golpeas la cabeza, te ahogas en un charco. Como el hermano de Gram, cuando era pequeño. Un columpio le golpeó la cabeza. Un océano. Un río. Una bañera. Pero ¿ahogarte a propósito? No hay modo de hacerlo. Sólo les ocurre a quienes no lo quieren. No siempre obtienes lo que quieres. Las lágrimas inundaron sus ojos. Lágrimas calientes. Se quedó allí parada, estremecida; las lágrimas le corrían por las mejillas antes de caer al suelo. Robert la miraba, sin darse cuenta de lo que acababa de hacerle. La mujer vertía lágrimas negras. El labio le temblaba al respirar. Estaba tan hermosa. Tan jodidamente hermosa, para una jodida fiesta, el día del jodido aniversario. Gotitas de agua negra sobre el suelo. No podía moverse. No sentía los brazos ni las piernas. Paralizada. El la había mirado. La llamaba. Mami, mami. Un galón de agua pesa cuatrocientos kilos. Te impide levantar los brazos. Moverte. El instinto de supervivencia no puede contra un suéter empapado, botas para la nieve. Como una piedra. Directo al fondo. Poco, poquito, nada. No queda nada sobre lo que construir. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

2

J
ohn Ferguson, de pie en el embarcadero, al lado del hidroavión, contempló la pequeña figura que se aproximaba a bordo de una lancha Boston Whaler. Cuando la embarcación azul estuvo más cerca, el sonido de su gran motor fueraborda desgarró el aire de la apacible mañana de Alaska, obligando a una bandada de gansos a levantar el vuelo y emprender la retirada.

Fergie, como lo llamaban, no pudo menos que reír para sus adentros. Estaba a punto de pagarle cinco mil a un especialista indio para que hiciese un diagnóstico del lugar. En una reunión de las autoridades comunales del vecino pueblo de Klawock, algunos sugirieron que convocase al doctor David Livingstone, diciendo que era el mejor de la zona. Fergie bromeó.

—No sabía que los médicos-brujos usaran el título de doctor. —Y se encontró con que había ofendido a casi todos los presentes. Resultó que el individuo no sólo era chamán, sino que tenía un verdadero doctorado. Quién lo hubiera dicho.

Ahora, la embarcación estaba a menos de veinte metros y Fergie vio con sorpresa que el doctor Livingstone era un hombre joven y bien parecido, no el anciano y arrugado indio a bordo de una canoa que habría sido de esperar. Saludó con la mano, y el del bote le devolvió el saludo. La lancha atracó y el joven desembarcó de un salto.

—¿Ferguson? —preguntó el hombre, mientras amarraba la lancha al embarcadero.

—El doctor Livingstone, supongo.

Fergie llevaba más o menos una semana ensayando esa frase. Se moría por soltarla, pero temía que fuese motivo de ofensa. Al parecer, no era así.

—David.

David se inclinó sobre la barca y sacó varios raídos envoltorios de arpillera. Los dispuso en hilera sobre el muelle. Fergie no supo si ofrecer ayuda; quizá aquellos objetos fuesen elementos para hechizos indios que se contaminarían si los tocaba. Se quedó mirando, incómodo, desplazando el peso de un pie a otro.

—Y bien, ¿qué te parece? ¿Alguna primera impresión? —preguntó, esperanzado—. ¿Algún espíritu del pasado tlingit encanta el lugar? —Fergie procuró pronunciar correctamente el nombre indio, para no parecer ignorante. Como se lo había oído decir a un indio de verdad, sabía que debía sonar más gutural, como un mordisco dado en una manzana.

David terminó de descargar sus hatos y se enderezó. No era alto. Debía de medir más o menos uno setenta; el cabello le llegaba a la cintura y tenía un rostro redondo, de facciones suaves. Sus francos ojos castaños parecían celebrar el milagro de poder ver, y cuando se volvió hacia Fergie, pareció casi feliz.

—¿Cuánto sabes de los tlingit, Ferguson?

—Oh, no mucho —respondió el otro, dubitativo. Había supuesto que sería sometido a un interrogatorio, de modo que había estudiado el capítulo correspondiente en la
Enciclopedia del indio norteamericano
—. Sé que los tlingit y los haida eran las principales tribus de la región. Su economía se basaba en la pesca y las pieles. Comerciaban con rusos y británicos. A fines del siglo diecinueve, el gobierno proscribió los idiomas nativos y las convenciones tribales, pero eso se terminó ahora.

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