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Authors: Garth Stein

Tags: #Suspense

Alguien robó la luna (18 page)

—Mire —le dijo a Jenna—, no le recomiendo que se albergue en el Sunrise. Es un poco…, en fin, no es lugar para una dama. —Pensó un poco más—. Camine un poco hacia la derecha por la calle Front; pase unas diez casas… y se encontrará con una…, con ventanas azules…, ahí vive un tío de nombre Ed Fleming. Alquila una habitación, y estoy tratando de recordar si está ocupada ahora…, me parece que no. Se la alquila a trabajadores, en la temporada de verano, sabe…, los que se emplean en la planta de conservas o en algún pesquero. Pero creo que este año no tiene a nadie. Diría que le conviene más que el Motel Sunrise. Yo probaría con Ed Fleming antes.

—Gracias, me ha sido de mucha ayuda.

—No le recomiendo el Sunrise —insistió la otra—. Pruebe con Ed Fleming. Si la habitación ya está ocupada, regrese aquí y trataré de pensar en otra opción.

Jenna le dio las gracias a la mujer otra vez antes de salir de la tienda.

La vivienda de persianas azules estaba exactamente a doce casas de distancia desde la tienda. La undécima era la de la abuela de Jenna.

Golpeó a la puerta; al cabo de un minuto, alguien la abrió de golpe. Se trataba de un joven de unos treinta años de edad, con cabello espeso y desgreñado, de un marrón arenoso. Tenía una mandíbula firme con barba de tres días y brillantes ojos azules. No llevaba camisa, de modo que Jenna vio que su torso musculoso era casi demasiado delgado. Tenía el brazo izquierdo en un cabestrillo que se ceñía contra el vientre. No tenía escayola, pero sí un grueso vendaje que iba del antebrazo al hombro.

Miró a Jenna con expresión expectante; era evidente que aguardaba a otra persona.

—Disculpa —dijo—. Creí que era Field.

—¿Field? —preguntó Jenna.

—Sí, un amigo. Dijo que vendría a echarme una mano con el fregadero; es que, por el momento, no puedo utilizar el brazo.

Jenna sonrió.

—¿Eres Ed?

—Sí, soy Eddie. ¿Dónde está tu perro?

Durante un momento, Jenna se quedó azorada. ¿Que dónde estaba su perro? ¿Cómo lo sabía? Pero, en fin, ¿por qué no iba a saberlo? A Jenna le venían ocurriendo tantas cosas increíbles que una más no tenía importancia.

—¿Cómo sabes que tengo un perro?

—Tienes una correa en la mano. A veces, Gilly Woods dobla esa esquina a toda velocidad con su camioneta y atropella a algún perro. Es algo que ya vi demasiadas veces. Por eso pregunté. Si yo fuera tú, lo mantendría atado. Es terrible ver que un perro muere de forma innecesaria.

Eddie se volvió y entró a la casa, dejando a Jenna en la puerta. Sin saber exactamente qué hacer, ella lo siguió. Eddie entró a la cocina; seguía hablando.

—No es que Gilly lo haga adrede. Es que a veces se pasa con el Jagermeister. Eso te pudre el cerebro. Cuando le ocurre, se cree que la calle Front es el circuito de las Quinientas de Indianapolis y que él es Mario Andretti, rumbo a la bandera de llegada.

Eddie metió su brazo útil bajo el fregadero e hizo furiosos movimientos de torsión. Aplastaba la cara contra la encimera mientras pugnaba por alcanzar su objetivo.

—No anda suelto por ahí —dijo Jenna—. El alguacil me lo está cuidando.

—Buena idea. Con él estará a salvo.

Se incorporó y se acercó a Jenna.

—Disculpa la confusión. Es que mi fregadero tiene problemas y, como de costumbre, estoy esperando a que Field se digne venir.

Jenna se removió, incómoda.

—Verás…, la mujer de la tienda me dijo que quizá tuvieras una habitación para alquilar y que no te importaría que yo tuviera un perro.

—¿Para alquilar? —Se rascó la cabeza—. Tengo un cuarto, sí. Y en temporada, es habitual que aloje a alguno de los del barco, sí…

Jenna se dio cuenta de que la mujer de la tienda quizá había errado en su afán de ayudar.

—Oh, lo siento —se disculpó—. Entendí que se trataba de una especie de…

—¿Probaste en la Posada Stikine?

—Me echaron.

—Mmm. Supongo que prefieres no alojarte en el Sunrise.

—No; sí que iré allí. No tengo problema. Es que ella dijo…

—Si te parece bien, hospédate aquí. No me molestan los perros.

—Es que, mira…, la mujer dijo…, o yo entendí, que lo que tenías era algo como un hospedaje familiar. Que te dedicabas a ello.

—Entiendo.

—Y por eso vine. Pero ahora veo que no es así; no te molesto más, me marcho.

—No me molestas.

—Gracias; sigue con lo que estabas haciendo, por favor.

Jenna se apresuró a dirigirse a la puerta.

—Espera —dijo él—. ¿Cómo te llamas?

—Jenna —hizo una pausa—. Jenna Ellis.

¿Por qué usó el apellido de soltera de su madre? No tenía ni idea. No, no es cierto. Sí que tenía idea. Lo hizo porque quería ver cómo respondía Eddie. Se preguntaba si él habría conocido a su abuela, o si era nuevo en Wrangell; simplemente, quiso ver si él hacía la debida asociación de ideas.

—¿Ellis? —Estudió a Jenna con atención—. ¿Sabes que una Ellis vivió en la casa de al lado durante años?

—Era mi abuela.

—¿Tu abuela?

Eddie calló y la miró a los ojos con fijeza, como si procurara determinar si le estaba diciendo la verdad.

—Mira, señora Ellis —añadió—. No es que yo alquile habitaciones. Sí tengo un cuarto que le permito usar a gente por la temporada, o cosas por el estilo. La casa es grande y a veces me gusta compartirla. Lo cierto es que no tienes dónde alojarte en toda la isla. Así que ve, recoge a tu perro, regresa aquí y ocupa la habitación. Me vendría bien alguna ayuda, ya ves cómo tengo el brazo. Y tú necesitas un lugar para tu perro. Así que si no te molesta echar una mano con las cosas de la casa, puedes usar la habitación. Gratis.

—No sé si me sentiría cómoda…

—¿Por qué no?

Por cierto, ¿por qué no?

—¿Sabes una cosa? —prosiguió—. Mi padre solía hacer trabajos de fontanería para tu abuela.

Miró a Jenna y sonrió.

Bajo circunstancias normales, Jenna habría preferido estar sola en un motel a compartir una casa con un desconocido. Pero tras pasar los últimos cuatro días más o menos sola, anhelaba estar algún tiempo con alguien amistoso. Suspiró y depositó su mochila en una silla.

—Bueno. Si de veras no es una molestia para ti. Pero te tengo que pagar algo.

Él se encogió de hombros.

—De acuerdo. Lo que te parezca.

Jenna se dirigió a la oficina del alguacil en busca de
Óscar
. No pudo menos que sonreír. Sólo llevaba un día en Wrangell y las cosas ya iban mejorando.

20

C
uando retornó, acompañada de
Óscar
, vio a Eddie de pie ante la mesa de la cocina; organizaba los contenidos de unas diez bolsas de compras. Unas piernas enfundadas en tejanos asomaban desde debajo del fregadero. Eddie la miró y sonrió.
Óscar
tiró de la correa, ansioso por saludar. Jenna lo soltó y el perro se acercó a Eddie, meneando el rabo; le lamió el brazo.

—Vaya, qué sorpresa —dijo Eddie.

—¿Por qué?

—Nunca hubiese dicho que tendrías un perro de este tipo.

—¿Y qué «tipo» de perro te imaginabas?

—No sé. Algo más pequeño. Más decente. De pura raza, supongo.

Jenna rio.

—No tuve mucha opción. Era el único perro sin dueño que andaba perdido por el bosque.

—¿Lo encontraste en el bosque? ¿Dónde?

—En realidad, él me encontró a mí. En el monte Dewey.

—Un perro salvaje —dijo una voz sofocada desde debajo del fregadero.

Eddie se acuclilló y le rascó el lomo a
Óscar
, que le lamió la cara.

—No parece salvaje, Field. No se comporta como si lo fuera.

Jenna señaló el fregadero.

—¿Ése es Field?

—Sí, ése es Field. Le ordené que se metiera ahí abajo y se pusiera manos a la obra cuanto antes, porque tengo compañía y necesito que el fregadero esté reparado. Sabe que incluso con un solo brazo le puedo dar una paliza, así que se apresuró a venir para evitar ese oprobio.

—No te temo, Eddie —contestó la voz sofocada.

Field salió de las profundidades del fregadero, sonriendo y quitándose el polvo. Era un hombre de edad, quizá cercano a los setenta años, de rostro atezado y rizado cabello cano. Le pasó un brazo sobre los hombros a Eddie.

—Bueno, tu fregadero está reparado, seductor.

Field estudió a Jenna de arriba abajo; meneó la cabeza.

—No sé por qué me dijiste lo que me dijiste; tan fea no es.

Eddie se sonrojó y lo apartó de un empujón.

—No te dije que fuera fea, viejo estúpido. —Se dirigió a Jenna y añadió—: No le dije que eres fea; sólo pretende hacerme quedar mal.

Field le tomó un brazo a Jenna y se lo apretó con firmeza.

—Sana y robusta. La veo capaz de liarse a puñetazos.

—No le hagas caso —intervino Eddie, empujando al otro hacia la puerta—. Es un viejo borracho y el combustible le disolvió los sesos. Se cree de lo más encantador, cuando en realidad es un pesado impertinente.

Eddie abrió la puerta y procuró echar a Field al porche; el viejo se agarró del marco y se resistió con todas sus fuerzas. Ambos reían. Montaban un espectáculo para la hembra recién llegada.

—Si se quiere propasar, avísame y vendré a ponerlo en su lugar. ¿Entendido, señorita?

—Lo tendré en cuenta —respondió Jenna; Eddie consiguió que Field soltara la presa y le cerró la puerta en la cara.

Eddie miró a Jenna y movió con sorna la cabeza. Ambos rieron.

—Lo siento. Es que se cree Jack Palance o algo por el estilo.

—No te preocupes.

Se miraron con cierta incomodidad. Eddie tenía algo que intrigaba de verdad a Jenna. Lo más probable es que se tratara de su aire amuchachado. Enfundado en unos pantalones vaqueros sucios y una camiseta de los Supersonics de Seattle, sonreía, con los ojos brillantes y el brazo vendado. Por algún motivo, Jenna procuró representarse a Robert con esas características, pero le fue imposible. Robert era incapaz de llevar los pantalones tan bajos sobre las caderas. Robert tenía tejanos de fin de semana, vaqueros que se habían ido destiñendo de un modo parejo gracias a la lavadora; pero los de Eddie estaban desgastados en los muslos a fuerza de uso. Y si Robert hubiese tenido una camiseta de los Sonics, la habría usado para ver la tele cuando jugaban, no para pintar, como lo hacía Eddie, a juzgar por una delatora salpicadura blanca.

Eddie se inclinó para soltar la correa de
Óscar
. Jenna notó sus manos por primera vez. Eran pequeñas pero bien formadas, de aspecto fuerte y callosas, proporcionadas a su físico. Algunas personas tienen manos pequeñas, pero con dedos romos y palmas bastas. Otras, como Robert, tienen dedos largos con nudillos que abultan. Pero las manos de Eddie eran perfectas, aunque una de ellas pendiera, inutilizada, de un cabestrillo.

—¿Sabe que no debe ensuciar dentro de la casa? —preguntó Eddie.

Jenna se encogió de hombros.

—No lo sé.

—Que duerma en el porche esta noche, sólo para estar seguros. No creo que le moleste.

—No tendrá ningún problema.

—Quizá no estaría de más que le dieses un baño. Tiene mucho olor…, no sé…, a tierra. Vamos, te mostraré tu habitación.

Eddie la condujo hasta una puerta, la primera de las que se abrían sobre un pasillo. La habitación era pequeña, y estaba amueblada con una cama doble, una mesita de noche y un armario. Jenna dejó caer su mochila sobre la cama y se acercó a la ventana. Daba a casa de su abuela. Se preguntó si esa casa estaría encantada y, de ser así, si a los fantasmas se les ocurriría buscarla en la de Eddie. Supuso que no.

—Es agradable —dijo.

Eddie asintió con la cabeza y le dio unas palmadas a la cama con su brazo sano.

—La cama es muy cómoda. Al menos, eso dicen todos.

Hubo otro momento de incomodidad. Entonces,
Óscar
apareció en la puerta. Jenna aprovechó la ocasión.

—Eh,
Óscar
, ¿qué tal si te bañas?

Eddie pareció aliviado por la distracción. Llevó a Jenna y
Óscar
hasta un grifo que había en el patio trasero. Le dio a Jenna una pastilla de jabón y unas toallas viejas y se marchó, dejándola abocada a la limpieza del animal.

***

Cuando terminó la operación, Jenna no sabía quién había bañado a quién. Ni, por cierto, cuál de los dos estaba más mojado. Claro que, con un par de sacudidas,
Óscar
estuvo listo para continuar sus actividades, mientras que Jenna tuvo que cambiarse de ropa.

Se puso su vestido Banana Republic (el que pensaba que nunca usaría), y ella y
Óscar
, ahora frescos y limpios, fueron en busca de Eddie. Quizá, pensó con cierta timidez, ella lucía fresca y limpia en exceso. Últimamente, se había sentido como un muchacho a fuerza de usar tejanos y botas, de modo que presentarse ante Eddie ataviada con un vestido floreado y calcetines blancos casi le parecía un engaño deliberado. Era una mujer. Sí. Y, en tanto que mujer, tenía ciertos derechos, entre ellos, el de vestirse como lo que era. Así y todo, le produjo una extraña sensación de culpa.

Eddie guardaba las últimas compras. Se volvió y vio a Jenna y a
Óscar
.

—Caray —dijo, alzando una ceja—. Se os ve mucho mejor.

Jenna sonrió.

—¿Puedo hacer algo?

—Sí, ir a sentarte a la sala de estar. Ya voy para allá.

Jenna fue a la sala y se sentó en un sofá que miraba hacia la calle. Desde allí, divisó una isla frente a Wrangell. Entonces, recordó haberla visto desde la ventana de la casa de su abuela. Pero entonces no había notado su curiosa forma. Era una isla torcida.

Eddie depositó una bandeja con galletas saladas y queso sobre la mesa baja.

—No era necesario que hicieras eso —protestó Jenna.

—Venga, no me costó nada —dijo Eddie—. ¿Quieres algo de beber? ¿Cerveza, vino, sangría?

—¿Sangría?

—Bueno, en realidad no tengo sangría, sólo fue por decir algo. Sí tengo cerveza y vino.

—Para mí, nada, gracias.

Eddie volvió a desaparecer en la cocina. Regresó con una cerveza para él. Se sentó al lado de Jenna. Quedaron en silencio durante un momento.

—En fin —comenzó Jenna—. Cuéntame qué te pasó en el brazo.

—Oh, no es nada —dijo Eddie, cogiendo una galleta—. Un accidente de pesca.

—No parece que fuese poca cosa. En serio, ¿es grave?

—Bueno, sí —suspiró él—. En realidad, bastante grave, diría.

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