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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Ala de dragón (38 page)

—Ojalá envíe a sus gardas para disolver el mitin —continuó ellas—. ¡Con eso ganaríamos cientos de seguidores más!

—¡Pero habría problemas! —Limbeck estaba horrorizado—. ¡Alguien podría resultar herido!

—¡Todo por la causa!

Jarre se encogió de hombros y volvió a su trabajo. Limbeck dejó caer otra gota de tinta.

—¡Pero mi causa ha sido siempre pacífica! ¡Nunca he querido que nadie saliera malparado!

Poniéndose en pie, Jarre dirigió una breve y expresiva mirada hacia Haplo para recordarle a Limbeck que el dios que no lo era estaba escuchando. Limbeck se sonrojó y se mordió el labio, pero sacudió la cabeza con gesto terco y Jarre dio unos pasos hasta él. Con un trapo, le limpió una mancha de tinta que destacaba en la punta de su nariz.

—Querido mío —murmuró, no sin ternura—, siempre me has hablado de la necesidad de un cambio. ¿Cómo pensabas que iba a producirse?

—De forma gradual —respondió Limbeck—. De forma lenta y gradual, de modo que todo el mundo tuviera tiempo de habituarse a él y llegara a considerarlo lo más conveniente.

—¡Hay que ver cómo eres! —exclamó Jarre con un suspiro.

Un miembro de la Unión asomó la cabeza por el agujero de la pared, tratando de llamar la atención de Jarre. Ella lo miró ceñuda y el geg pareció algo intimidado, pero se mantuvo firme, esperando. Volviendo la espalda al recién llegado, Jarre alisó el entrecejo arrugado de Limbeck con una mano áspera y encallecida por el duro trabajo.

—Tú quieres que el cambio se produzca de manera suave y agradable. Quieres imaginarlo como algo que penetra poco en la gente sin que lo advierta, hasta que una mañana despierte y se dé cuenta de que es más feliz que antes. ¿No es eso, Limbeck? ¡Claro que sí! —respondió Jarre a su propia pregunta—. Es muy maravilloso y muy considerado por tu parte, y también es muy infantil y muy estúpido.

Se inclinó y depositó un beso en la coronilla de Limbeck para quitarle hiél a sus palabras.

—Precisamente es eso lo que me encanta de ti, querido —añadió—. Pero ¿no has prestado atención a lo que decía Haplo, Limbeck? ¿Por qué no nos repites una parte de tu discurso, Haplo?

El geg que había intentado llamar la atención de Jarre volvió la cabeza y gritó a la multitud:

—¡Haplo va a pronunciar un discurso!

Los seguidores reunidos en la calle prorrumpieron en crecientes vítores y todos intentaron meter la cabeza, los brazos, las piernas y otras partes del cuerpo por el agujero de la pared. Este movimiento, un tanto alarmante, hizo que el perro se incorporara de un salto. Haplo lo hizo tumbarse de nuevo con unas palmaditas tranquilizadoras y, con aire complaciente, empezó su arenga en voz muy alta para hacerse oír por encima del crujir, rechinar y batir de la Tumpa-chumpa.

—Vosotros, los gegs, conocéis vuestra historia. Fuisteis traídos aquí por esos a quienes llamáis «dictores». En mi mundo los conocemos por el nombre de los «sartán», y os diré que también nos dieron el mismo trato que a vosotros. Esos dictores os esclavizaron, os obligaron a trabajar en eso que llamáis la Tumpa-chumpa. Vosotros la consideráis un ser vivo, ¡pero yo os aseguro que es una máquina! ¡Nada más que una máquina! ¡Una máquina que sigue funcionando gracias a vuestro cerebro, a vuestros músculos, a vuestra sangre!

»¿Y dónde están los sartán? ¿Dónde están esos presuntos dioses que dijeron haber traído aquí a vuestro pueblo, amable y pacífico, para protegerlo de los welfos? ¡Nada de eso! ¡Os instalaron aquí porque sabían que podrían aprovecharse de vosotros!

»¿Dónde están los dictores? ¿Dónde están los sartán? ¡Ésa es la pregunta que debemos hacer! Al parecer, nadie conoce la respuesta. Estaban aquí y ahora han desaparecido, y os han dejado a merced de los secuaces de los sartán, esos welfos que habéis aprendido a considerar dioses. ¡Pero los welfos no son dioses, igual que yo tampoco lo soy..., aunque es cierto que viven como tales! ¡Claro! ¡Viven como dioses porque sois sus esclavos! ¡Y así es cómo os ven los welfos!

»¡Es hora de rebelarse, de romper las cadenas y ser dueños de lo que os corresponde por derecho! ¡Tomad lo que os ha sido negado durante siglos!

Los entusiastas aplausos de los gegs asomados al agujero interrumpieron a Haplo. Jarre, con ojos brillantes, se puso en pie con las manos juntas y movió los labios al ritmo de sus palabras, que había aprendido de memoria. Limbeck prestó atención a la arenga, pero con expresión abatida y preocupada.

Aunque también él había oído a menudo el discurso de Haplo, le parecía estar escuchándolo por primera vez. Palabras como «sangre», «rebelión», «expulsar» o «apoderarse» saltaban de su boca como gruñidos del perro que tenía a sus pies. Limbeck las había oído con frecuencia, tal vez incluso las había pronunciado en alguna ocasión, pero sin considerarlas otra cosa que palabras.

Ahora, en cambio, las veía como palos, garrotes y piedras, veía a muchos gegs caídos por las calles o conducidos a prisión u obligados a descender los Peldaños de Terrel Fen.

—¡Yo no pretendía esto! —exclamó—. ¡Nada de esto!

Jarre, con los labios muy apretados, dio unos pasos hacia la entrada del local y, con un gesto enérgico, echó la manta que hacía las funciones de cortina. Entre la multitud se alzaron murmullos de protesta al quedarse sin visión de lo que sucedía en el interior.

—¡Lo pretendieras o no, Limbeck, esto ya ha ido demasiado lejos para que lo detengas! —masculló entonces con voz áspera. Al observar la expresión atormentada del rostro de su amado, suavizó el tono y añadió—: Todos los partos causan dolor, sangre y lágrimas, querido mío. El recién nacido siempre grita y llora cuando debe abandonar su prisión tranquila y segura. Sin embargo, si se quedara en el útero, no crecería ni maduraría jamás. Sería un parásito alimentándose de otro cuerpo. Eso es lo que somos. En eso nos hemos convertido, ¿no lo ves? ¿No puedes entenderlo?

—No, querida mía —respondió Limbeck. En su mano temblorosa sostenía la pluma, salpicando de tinta todo lo que tenía alrededor. Dejó el útil de escritura sobre el papel en el que había estado trabajando y se puso en pie lentamente—. Creo que saldré a dar un paseo.

—Yo no lo haría —dijo Jarre—. La gente...

Limbeck parpadeó.

—¡Oh!, sí, claro. Tienes razón.

—Con tanto viaje y tanta excitación, estás agotado. Ve a acostarte y echa una siesta. Yo terminaré tu discurso. Aquí tienes las gafas —dijo Jarre con voz enérgica, tomándolas de encima de la mesa y colocándoselas en la nariz—. Sube las escaleras y vete a la cama.

—Sí, querida —contestó Limbeck, ajustándose las gafas que Jarre, con bien intencionada ternura, le había dejado ladeadas. Mirar por ellas de aquel modo, con un cristal hacia arriba y el otro hacia abajo, le producía mareo—. Me..., me parece que es una buena idea. Realmente, me siento cansado —suspiró y hundió la cabeza—. Muy cansado...

Cuando ya se dirigía a las destartaladas escaleras, Limbeck notó sobresaltado una lengua húmeda que le lamía los nudillos. Era el perro de Haplo, que lo miraba meneando la cola. «Te comprendo», parecía decir el animal, cuyas mudas palabras resultaron desconcertantemente claras en la mente de Limbeck. «Lo siento.»

—¡Perro!

Haplo llamó al animal con voz severa.

—No, no importa —dijo Limbeck, alargando la mano para darle unas cuantas palmaditas en la cabeza al animal.

—¡Perro! ¡Aquí!

La voz de Haplo tenía un tono casi enfadado. El perro corrió al lado de su amo y Limbeck se retiró escaleras arriba.

—¡Es tan idealista! —suspiró Jarre mientras veía alejarse a Limbeck con una mezcla de admiración y exasperación—. Y nada práctico. No sé qué voy a hacer.

—Mantenlo cerca —apuntó Haplo mientras acariciaba el largo morro del animal para indicarle que todo estaba perdonado y olvidado. El perro se tendió en el suelo, se echó de costado y cerró los ojos—. Limbeck proporciona a tu revolución un elevado tono moral. Vas a necesitarlo, cuando empiece a correr la sangre.

Jarre frunció el entrecejo preocupada.

—¿Tú crees que llegaremos a eso?

—Es inevitable —respondió él, encogiéndose de hombros—. Tú misma acabas de decírselo a Limbeck.

—Ya lo sé. Como acabas de apuntar, parece que es algo inevitable, que éste es el final lógico de lo que iniciamos hace tanto tiempo. Sin embargo, últimamente se me ha ocurrido —volvió los ojos hacia Haplo— que hasta tu llegada no habíamos considerado en serio el empleo de la violencia. A veces me pregunto si no serás realmente un dios.

—¿A qué viene eso? —preguntó Haplo con una sonrisa.

—A que tus palabras tienen un extraño poder sobre nosotros. Yo las escucho una y otra vez, pero no en la cabeza sino en el corazón. —Jarre se llevó la mano al pecho y la apretó como si le doliera—. Y me da la impresión de que, al tenerlas en el corazón, soy incapaz de meditar sobre ellas racionalmente. Lo único que deseo es reaccionar, salir a hacer..., actuar de alguna manera. ¡Hacerle pagar a alguien lo que hemos sufrido, lo que hemos soportado!

Haplo se incorporó de la silla y, acercándose a Jarre, hincó una rodilla ante ella para que sus ojos quedaran al mismo nivel que los de la robusta enana.

—¿Y por qué no habrías de hacerlo? —dijo con suavidad, tanto que Jarre no escuchó sus palabras entre el traqueteo y los jadeos de la Tumpa-chumpa. Sin embargo, Jarre comprendió lo que le decía y el dolor de su corazón se hizo aún más intenso—. ¿Por qué no tendrías que hacerles pagar? ¿Cuántas generaciones de tu pueblo han vivido y muerto aquí abajo? ¿Y todo para qué? ¡Para servir a una máquina que engulle vuestra tierra, que destruye vuestras casas, que toma vuestras vidas y no os da nada a cambio! ¡Habéis sido utilizados y traicionados! Tenéis el derecho..., ¡el deber!, de devolver el golpe.

—¡Sí!

Jarre estaba extasiada, hipnotizada por los ojos azules cristalinos de Haplo. Poco a poco, la mano que se había llevado al pecho se cerró en un puño. Haplo, con su apacible sonrisa, se puso en pie y se desperezó.

—Creo que iré a hacer una siesta con tu amigo. Creo que nos espera una noche muy larga.

—Haplo... —murmuró Jarre—. Tú nos has dicho que venías de debajo de nosotros, de un reino que..., que nadie sabe que existe ahí abajo.

El hombre no respondió, limitándose a mirarla.

—Nos has dicho también que erais esclavos —prosiguió la geg—, pero lo que no nos has contado es cómo viniste a parar a nuestra isla. ¿No serás un... —Jarre vaciló y se humedeció los labios como para que las palabras pudieran surgir más fácilmente— un fugitivo?

—No, no soy ningún fugitivo —respondió Haplo con una ligera mueca de crispación en la comisura de los labios—. Verás, Jarre, nosotros ganamos nuestra lucha. Hemos dejado de ser esclavos. Y yo he sido enviado para liberar a otros.

El perro levantó la cabeza y miró a Haplo con aire soñoliento. Al ver que su amo se marchaba, bostezó y se incorporó, primero con las patas traseras, estirando las delanteras casi exageradamente. Con un nuevo bostezo, echó el cuerpo hacia adelante para extender las patas traseras y luego, perezosamente, acompañó a Haplo escaleras arriba.

Jarre lo vio alejarse, sacudió la cabeza y se dispuso a sentarse para ultimar el discurso de Limbeck, cuando un alboroto al otro lado de la cortina le recordó sus obligaciones. Tenía que hablar con algunos, repartir panfletos, inspeccionar el salón, organizar desfiles...

La revolución ya no tenía nada de divertida.

Haplo subió las escaleras con cuidado, pegado a la pared. Los tablones de madera nudosa de los peldaños estaban cuarteados y deteriorados. Anchas grietas de agudos bordes acechaban para engullir a los incautos y hacerlos caer al vacío hasta estrellarse contra el suelo. Una vez en su habitación, se tumbó en la cama pero no concilio el sueño. El perro saltó al lecho, se tendió a su lado y apoyó la cabeza en el pecho de su amo, clavando sus ojos brillantes en el rostro del hombre.

—Jarre es un buen elemento —le murmuró Haplo—, pero no servirá para nuestros propósitos. Piensa demasiado, como diría mi amo, y eso la hace peligrosa. Lo que necesitamos para fomentar el caos en este reino es un fanático. Limbeck sería perfecto para ello, pero debe mantener ese papel de quimérico idealista.

Y yo tengo que abandonar este lugar para llevar a cabo mi misión de investigar los reinos superiores y hacer cuanto pueda para preparar el camino para la venida de mi señor. La nave ha quedado destrozada y tengo que encontrar otra, pero ¿cómo..., dónde?

Perdido en sus meditaciones, acarició las blandas orejas del perro. El animal, percibiendo la tensión del hombre, permaneció despierto y le brindó su limitado apoyo. Poco a poco, Haplo se relajó. Estaba seguro de que se le presentaría la oportunidad. Sólo tenía que estar atento a ella y aprovecharla. El perro cerró los ojos con un suspiro satisfecho y se durmió. Al cabo de breves momentos, Haplo lo imitó.

CAPÍTULO 31

WOMBE, DREVLIN,

REINO INFERIOR

—¿Alfred?

—¿Sí?

—¿Entiendes lo que hablan?

Hugh señaló a Bane y al geg, que avanzaban charlando entre la coralita. A sus espaldas asomaban las nubes de tormenta y el viento empezaba a arreciar con un aullido fantasmagórico entre los fragmentos de coralita arrancados por los impactos de los rayos. Delante del grupo se distinguía ya la ciudad que Bane había visto. Mejor dicho, no una ciudad sino una máquina. O, tal vez, una máquina que era una ciudad.

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