Read 616 Todo es infierno Online
Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez
Tags: #Religion, Terror, Exorcismo
–¿Los
Japones?
-inquirió Cloister, confundido.
–Sí, los Japones es un modo castellano antiguo de denominar al Japón.
–Gracias por tu ayuda, Cecilio -dijo el sacerdote mientras anotaba el título del libro-. Tengo ahora que dejarte. Espero que no pienses que soy grosero si me despido ya de ti. En otro momento te llamaré, y charlaremos.
–Adiós entonces, amigo. Comprendo que estés ocupado. Un
abrazo.
Cuando quieras, estaré encantado de hablar contigo.
El jesuita ya sabía lo que era 4-45022-4, el libro al que esa signatura correspondía y dónde estaba. Muy bien, pero… ¿qué le decía ese título? Nada. Nada en absoluto. Era obvio que tendría que descubrir lo que significaba. No podía ser tan fácil. Debía ir en busca de ese libro. A España. Estaba dispuesto a lo que fuera si eso servía para desvelar la verdad prometida. En lo desconocido se ocultan siempre los más grandes descubrimientos.
Tentar con la verdad a Cloister era la mejor forma de herirlo en la capa más íntima de su orgullo. Desde siempre había estado dispuesto a sacrificarse por la verdad. O a asumir riesgos por ella. La verdad lo había llevado, en una ocasión, a recibir varías bofetadas de un violento profesor al que acabaron echando de su colegio. Goodman se llamaba, irónicamente, el profesor que le pegó para que confesara algo que él no había hecho.
Si entonces encajó los golpes sin titubear, por algo en el fondo insignificante, ¿cómo iba ahora a renunciar a esa verdad prometida, por la que tantos sucesos extraños estaban aconteciendo? Aunque, al final, sólo fuera un espejismo o un engaño de una entidad burlona, sabía que estaba a punto de lanzarse en las fauces del misterio. No podía evitarlo. Quizá por eso, precisamente por eso, la entidad de la antigua iglesia cuyo solar hoy ocupaba el edificio Vendange lo había buscado a él.
Fishers Island.
Joseph pisó a fondo el pedal del freno. El coche derrapó antes de que consiguiera enderezarlo de nuevo. Aquella maldita carretera no era ninguna autopista, y él iba a toda velocidad. Tenía que recuperar el tiempo que había perdido en New London sin poder embarcar. No logró coger el último ferry de la mañana por menos de diez minutos, y el siguiente no salía hasta horas después, cuando ya casi había anochecido. Fue incapaz de sentarse durante la travesía. Se pasó todo el viaje recorriendo la cubierta de un lado a otro, con una sensación lúgubre en el pecho.
Conforme había ido avanzando el día, se hizo cada vez más fuerte en Joseph la urgencia de encontrar a Audrey. Había incumplido la ley para conseguirlo y le había cobrado un viejo favor a un amigo suyo policía, obligándole a valerse de su autoridad y sus contactos para localizar desde dónde le había hecho Audrey la llamada con su teléfono celular. Hasta ese día, Joseph ni siquiera había oído hablar de Fishers Island. Sin embargo, nunca había tenido tanta prisa por llegar a ningún otro sitio. Había conducido como un loco desde Boston, sin levantar el pie del acelerador en todo el trayecto. Tuvo suerte de no cruzarse con ningún coche de policía o con un radar en la carretera.
Las horas se le habían escurrido entre los dedos. Al retraso por culpa del ferry se le unió el tiempo que había invertido en descubrir el posible paradero de Audrey. Jo-seph sólo sabía que ella le había llamado desde Fishers Island, pero no en qué lugar concreto de la isla podría encontrarse ahora, si es que aún estaba allí.
–Ella sigue aquí -se dijo Joseph en voz alta, con los dientes apretados y la vista clavada en la sinuosa carretera.
Había imaginado que Fishers Island no debía de recibir muchos visitantes en invierno, y eso le hizo albergar esperanzas de que algún tendero, o el dueño de algún otro local, se acordara de Audrey y pudiera darle alguna pista sobre su paradero. En uno de los sitios en que preguntó -un pequeño supermercado llamado Village Market, que era el único de la isla-, el dependiente consiguió identificar a Audrey por su descripción. «No pasa por aquí todos los días una forastera de tan buen ver como esa», comentó el hombre. No supo decirle dónde encontrarla, sin embargo, y le recomendó preguntar en el puesto de guardacostas del puerto. «Ellos saben quién entra y quién sale de la isla.»
Así fue como Joseph descubrió que Audrey había llegado un día antes, de madrugada, y que preguntó por la casa de Anthony Maxwell, el famoso escritor de cuentos para niños. A falta de otros indicios, lo único que podía hacer Joseph era ir a la casa de Maxwell y cruzar los dedos para encontrar allí a Audrey.
Quedaba poco tiempo. Todos sus sentidos le advertían de eso. Le gritaban que se diera prisa. Joseph aceleró.
Madrid, España.
La Biblioteca Nacional de España, cuya sede se halla en el corazón de la ciudad de Madrid, posee uno de los fondos bibliográficos más extensos del mundo. Su importancia es equiparable a la de la famosa pinacoteca española, el Museo del Prado, en un país con el mayor patrimonio histórico-artístico del mundo declarado por la UNESCO, por encima de Italia, Grecia, Francia, México o China. En la Biblioteca Nacional se atesoran auténticas joyas bibliográficas, como dos códices sobre mecánica e ingeniería de Leonardo da Vinci, el manuscrito del
Cantar del Mío Cid
y la primera edición de
Don Quijote de la Mancha.
Entre sus cientos de kilómetros de estanterías y anaqueles reposan algunos libros que no han sido abiertos en, quizá, más de doscientos años. Por muy bien cuidados y conservados que estén, en ellos hay polvo de siglos. Es un universo de conocimientos, cuya inmensidad hace que sea posible descubrir algo perdido, olvidado, oculto y, a la vez, a la vista de todos los que acceden a los fondos.
Albert Cloister llegaba tarde. No había contado con los proverbiales atascos de la capital de España. Su taxi avanzaba a ritmo de tortuga por el Paseo del Prado. A la altura de la plaza de Cibeles, el sacerdote pidió al taxista que se detuviera, pagó la carrera -irónico nombre en aquel caso- y siguió a pie. Le daba igual si así iba a tardar más o menos que en el coche, pero necesitaba desembarazarse de la sensación de agobio que experimentaba dentro de aquella lata de sardinas, en medio de un atasco monumental.
Hacía un poco menos de frío que en Boston. Caminó con su cartera de mano y su grueso abrigo hasta uno de los accesos laterales del recinto de la Biblioteca. Desde allí llamó con su teléfono celular a la persona que lo esperaba dentro, su amigo de hacía años y de ya muchas investigaciones. Mientras sonaba el timbre del auricular, siguió caminando.
–¿Cecilio?
Al otro lado del auricular sonó la voz de Cecilio Gracia, el jefe de prensa de la Biblioteca Nacional.
–¿Ya estás aquí?
–Sí. Siento el retraso.
–El tráfico, supongo.
–Supones bien. Estoy entrando por la puerta de cristal de la derecha.
–
Okay.
Espérame ahí. Estoy contigo en un minuto.
Cecilio llegó al
hall
de entrada en cuarenta y cinco segundos. Su rostro alegre precedió a su mano diestra, que estrechó la de Cloister con franca firmeza. Hacía más de un año que no se encontraban en persona.
–Me alegro de verte, Albert.
–Lo mismo te digo. Aunque si no llega a ser por mi problema de ayer, no nos habríamos visto en esta ocasión. Hoy tenía que salir mi vuelo de regreso a Boston.
El rostro del padre Cloister contrastaba con el de su amigo. Se le veía cansado, aunque en realidad no era cansancio físico, sino desgaste espiritual. El periodista lo notó, pero sabía que era mejor mostrarse jovial que preguntar por el motivo.
–Pues, debo decirte, que me alegro entonces de tu problema. Vamos, sigúeme, te llevaré a los fondos.
Atravesaron un arco de seguridad. Gracia usó su tarjeta para abrir una puerta y, desde allí, siguieron por un pasillo forrado de paneles de madera que los condujo hasta los ascensores.
–Un atajo.
Subieron hasta la planta cuarta. El interior del edificio tenía una disposición de pisos distinta a la del palacio original, más bajos para aprovechar mejor el espacio disponible. En el momento en que se abrieron las puertas metálicas del ascensor y salieron, un joven bibliotecario apareció empujando un carrito con libros cuidadosamente apilados. Era un jovenzuelo de aspecto desaliñado, con aire de intelectual
progre,
que lucía una camiseta en la que podía leerse «Salva la literatura: di NO a los best sellers».
–Un joven combativo e inconformista -dijo Gracia, riéndose por lo bajo.
En otras condiciones, Albert Cloister se habría reído también. Pero no tenía ninguna gana de chanzas. Y lo sentía de veras, porque lo último que debe perderse es el humor. Más tarde incluso que la esperanza.
–¿Sabes? Ya te lo contaré con detalle, pero estoy trabajando en un artículo sobre uno de los temas más escabrosos de la historia de la Biblioteca Nacional -siguió hablando Cecilio Gracia, que pretendía a toda costa evitar ese aire tan negro de su buen amigo-. Es un asunto que aún levanta ampollas entre los más viejos de este lugar. El sistema en su conjunto quedó en entredicho por culpa de un investigador americano. Un compatriota tuyo, Jules Piccus.
–¿Jules Piccus? Ese nombre no me suena de nada.
–Ocurrió en los sesenta, y fue portada del
The New York Times.
Jules Piccus fue el investigador que descubrió los códices perdidos de Leonardo da Vinci.
–¿Estaban perdidos? ¿Dónde?
–Perdidos entre los millones de volúmenes de la Biblioteca. En una estantería cualquiera, rodeados de libros cuyo único valor es su contenido, lo cual no es poco… Pero, a lo que me refiero, unos códices históricos del genio de los genios… Y estaban mezclados con los demás libros, como una aguja en un pajar.
–¿Y cómo los encontró?
–Jules Piccus descubrió que su signatura estaba equivocada, y así pudo pedírselos a un bibliotecario. ¡Lo que en cientos de años no se había conseguido, él lo hizo gracias a un golpe de suerte!
–Pero ¿cómo dedujo las signaturas correctas?
Gracia estaba consiguiendo su objetivo. Siempre que un tema interesante salía a colación, el sacerdote quería saber más. No fallaba. Era como un resorte.
–Ah, claro, ahí está lo más curioso -hizo una típica pausa teatral, que Cloister notó y apreció con una tímida sonrisa-: ¡Los códices estuvieron expuestos sin que nadie se diera cuenta de lo que eran en realidad! Bueno, nadie salvo Piccus. Es una historia digna de Rocambole. Cuando tenga terminado el artículo, te enviaré una copia. La historia misma de los códices es increíble.
Habían llegado a la sala a la que se dirigían. Una infinidad de libros inundaban el campo de visión, del suelo al techo, en estanterías sucesivas. Los dos hombres caminaron por el pasillo central. Gracia iba delante. En cierto momento giró a la derecha, dio unos pocos pasos más, siguiendo las signaturas de los libros con la vista, y por fin se volvió a girar a la izquierda. Alargó la mano y señaló con el dedo el libro que el padre Cloister había solicitado el día anterior, y que se correspondía con la signatura que buscaba.
–¿Es éste?
–Sí. El mismo. Es decir, es ese libro, pero no es lo que yo estaba buscando.
–Déjame ver… -dijo retóricamente Gracia-. «Relación del recibimiento que la Santidad del Papa Paulo V y los más Cardenales hizieron en Roma al Embaxador de los Japones». Sí, éste es. No hay ningún error. La ubicación es correcta, y por tanto, la signatura también. Es el que te dije por teléfono hace un par de días.
El periodista estaba seguro de que el volumen pedido por Cloister se correspondía con el que buscaba. Sin embargo, algo no encajaba en todo aquello.
–Lo que no comprendo es a qué te refieres con que este libro no es el que buscas. ¿Qué pretendes encontrar? ¿No será algo
muy secreto
de tus investigaciones, que no quieres compartir conmigo?
–Siendo sincero, sí. Este libro -dijo Cloister, tomándolo de la estantería y ojeándolo- no me aporta nada. Estoy confundido.
–Ya supongo que no debe de ser motivo de estudio científico una recepción diplomática de hace cuatro siglos. Ahí no debe de haber mucho misterio. Pero si no me dices algo más, no creo que pueda ayudarte.
Albert Cloister acababa de dejar de nuevo el libro en su lugar del estante. Un dato se había impresionado en su mente, aunque de un modo subconsciente, sin aflorar todavía. Era la fecha en la que aquel volumen fue impreso: 1616.
–Esta vez prefiero no involucrarte, amigo mío. Creí que en el interior del libro habría algo.
–Está bien. No insistiré. Pero ¿puedo hacer algo, lo que se te ocurra, que te sea de utilidad?
El sacerdote no respondió. Estaba inmóvil, rígido. Se había quedado mudo al ver el título de la obra que ocupaba justamente un lado de la «Relación del recibimiento que la Santidad del Papa Paulo V y los más Cardenales hi-zieron en Roma al Embaxador de los Japones». Era una edición muy parecida. Casi idéntica. De hecho, los libros no se clasificaban por épocas -salvo en casos de volúmenes con gran valor histórico o artístico-, sino por tamaños. Ese libro, situado a la derecha del solicitado el día anterior, tenía por título algo que quebraba cualquier ilusión de que todo lo que estaba ocurriendo fuera sólo una especie de mal sueño:
Codex Gigas.
A pesar de su nombre, «El códice gigante», aquella edición era más bien pequeña. Gruesa, pero no tan grande, ni mucho menos, como el original. Para un profano, ese título no tenía por qué significar nada especial. Era un nombre dado a una Biblia checa del siglo XIII, que contenía además otros libros diversos. Se hizo famoso en su tiempo por su tamaño, ya que es el códice medieval mayor del mundo, pero sobre todo por su oscura leyenda. Se dice que un monje benedictino que había vendido su alma al Diablo, lo escribió en una sola noche. Un libro que fue expoliado de Chequia por los suecos, en la guerra de los Treinta Años, y llevado a Estocolmo por orden de la célebre reina Cristina. Allí lo copió un sacerdote español que acompañaba al embajador del que la Reina se enamoró. Y esta copia, incompleta y con graves errores, llegó a España, desde donde se difundió, en algunas ediciones raras, por el resto de Europa.
–¡El
Codex Gigasl
-dijo por fin el padre Cloister con la voz quebrada. Y aún se le quebró más al decir-:
La Biblia del Diablo.
–¿Qué…?
–Tengo que consultar este libro.