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Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez

Tags: #Religion, Terror, Exorcismo

616 Todo es infierno (37 page)

–No lo sé, Joseph. Realmente no sé por qué Dios permite ese tipo de cosas.

–Cuando pase todo esto, quiero hacer feliz a esta mujer. Y a Eugene. Los médicos dicen que, en casos como el suyo, hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que algún día pueda volver a ser relativamente normal. Es cara o cruz. Pero estoy convencido de que Eugene saldrá adelante. Parece un muchacho muy fuerte.

En ese momento, Audrey se despertó. Estaba débil y le costaba despabilarse. Por eso, Cloister, intervino diciendo:

–¿Doctora Barrett? ¿Audrey? ¿Me oye?

–¿Quién es… usted? – dijo ella, con su frágil voz, después de comprobar que el cuaderno de Eugene continuaba en su regazo.

–Soy sacerdote. El padre Albert Cloister. Me llamaron cuando usted desapareció, después del exorcismo de Daniel.

–¿Un exorcismo? – exclamó inquisitivamente Joseph, pasmado.

El no sabía nada sobre ningún exorcismo.

–No podía… contártelo -dijo ella-. Perdóname, Joseph. Fue… Ya tendremos… tiempo para eso… ¿Qué es lo que… quiere, padre… Cloister?

El jesuíta miró a Audrey con la esperanza de que ella resolviera sus últimas dudas. Sólo había una pregunta que podía formularle. La respuesta a esa pregunta era lo único que le faltaba por saber, y que, sin duda, ella sabía.

–Necesito saber qué le dijo Daniel. ¿Qué le dijo al final del exorcismo? ¿Qué le dijo ese
otro
Daniel al oído, Audrey?

El bombero los miraba perplejo.

–Me dijo quién… me había… robado… a mi hijo.

–¿Nada más? ¿Ninguna otra cosa?

–No. Yo… estoy… tan cansada…

Joseph apoyó la mano en el hombro del sacerdote y dijo:

–Ya ve qué no puede ayudarle, padre. Ahora, dejemos descansar a Audrey. Por favor.

Al bombero se le veía molesto. La madre Victoria no le contó toda la verdad la última vez que había hablado con ella en la residencia de ancianos. Puede que fuera absurdo, pero ahora comprendía que el exorcismo había sido el motivo de la desaparición de Audrey. No podía evitar decirse que quizá el desenlace habría sido distinto si la religiosa le hubiera hablado de ese exorcismo.

Cloister seguía necesitando respuestas. Daba igual lo que pensara el bombero. Pero antes de que pudiera abrir la boca, un pitido estridente les atravesó los tímpanos. La curva sinuosa que marcaba el ritmo cardíaco de Audrey se había disparado. Los latidos de su castigado corazón se multiplicaron. Estaba fibrilando.

–¡UN MÉDICO! – gritó el bombero, paralizado en medio de la habitación.

Su grito se mezcló con nuevos pitidos que inundaron el aire. Los indicadores de las pantallas parecían haberse vuelto locos. Todos los sistemas vitales de Audrey estaban fallando.

La puerta de la habitación se abrió, con un portazo. Por ella entraron dos médicos y tres enfermeras.

–¡Salgan de aquí! – ordenó una de ellas.

Pero Joseph Nolan y Albert Cloister no hicieron caso. Contemplaban ensimismados cómo el equipo médico trataba frenéticamente de reanimar a Audrey. Los espasmos retorcían su cuerpo sin misericordia. El cuaderno de Eu-gene estaba ahora en el suelo. Una enfermera pisoteó sin darse cuenta sus páginas revueltas. El médico que estaba aplicando a Audrey el desfibrilador le dio una patada sin ser conciente de ello. El cuaderno fue a parar a los pies del sacerdote, justo cuando un nuevo pitido rasgaba el aire.

En el monitor cardíaco surgió una línea plana.

–¡Ha entrado en paro total! ¡Desfibrilador! ¡A 250! ¡Rápido!

Durante varios minutos, los médicos lucharon por reanimar a Audrey. Por salvarle la vida. Pero todo fue en vano. Con un tenue suspiro, su alma se separó de su cuerpo. Y, en un gesto postrero, sus manos se abrieron como los pétalos de una rosa.

En ese momento, el agente Connors entró a trompicones en el cuarto, empuñando su arma. Había oído el alboroto desde el otro lado del pasillo, de regreso de la cafetería. Dentro vio cómo una enfermera apagaba los monitores, mientras sus compañeros abandonaban en silencio la habitación.

–Ha muerto -le dijo al policía uno de los médicos-. Guarde esa pistola. Esto es un hospital.

La voz de Joseph resonó desgarrada. Se había abrazado a Audrey y repetía entre sollozos:

–¿Por qué? ¿Por qué? ¡Dijeron que estabas fuera de peligro!

Cloister, aunque estaba aturdido por los acontecimientos, quiso acercarse para intentar consolarlo, pero una mano le aferró un brazo.

–Largúese ahora mismo de aquí -le dijo el policía.

–Lo siento mucho -murmuró el sacerdote.

–¡Fuera! – insistió el agente.

Al dar el primer paso hacia la puerta, Cloister notó que su pie tropezaba con algo. Dirigió la mirada hacia el suelo, y vio que se trataba del cuaderno de Eugene, que antes Audrey protegía sobre su pecho. El cuaderno de su hijo. Debía de haberse caído de la cama durante las maniobras de reanimación. El jesuita se agachó para recogerlo, ganándose una nueva mirada furibunda del policía.

–Déme sólo un segundo para devolverle esto a… -dijo Cloister.

–Si no se marcha usted cagando leches, le juro que esta noche su culo dormirá en comisaría.

No tenía sentido insistir. El sacerdote se guardó el cuaderno en un bolsillo de su abrigo. Ya se lo haría llegar a Joseph más adelante, cuando las cosas se calmaran. Cloister salió de la habitación, seguido de cerca por el policía. A su espalda, lo último que le oyó musitar al bombero fue: «Cuidaré de Eugene. Te lo prometo».

El agente Connors escoltó al sacerdote hasta los ascensores. Cloister descendió al vestíbulo y salió del edificio. Afuera había empezado a llover y hacía frío. Fue hasta la entrada del hospital y tomó un taxi. Había decidido regresar a Boston. Aquí ya no había nada para él.

No podía creer que todo hubiera terminado de ese modo. Nunca pensó que su búsqueda quedaría incompleta. Y ahora ya no le restaba ninguna esperanza de conseguir su propósito. La doctora Barrett había muerto. Cloister se preguntó cómo era eso posible. Pero no encontró ninguna respuesta.

El taxi se detuvo varias manzanas más adelante. Una hilera interminable de coches colapsaba la calle. Pero al jesuíta no le importó. Tenía todo el tiempo del mundo. Aunque a partir de esa noche ya no sabría qué hacer con él. La verdad que buscaba con tanto ahínco, y que había estado tan cerca de desvelar, se le había escurrido entre los dedos.

–¿No tendrá usted un cigarrillo? – le preguntó al taxista.

–Está de suerte -dijo el hombre, alargándole un paquete arrugado de Marlboro-. Sírvase usted mismo. Esto va para largo.

Cloister examinó sus bolsillos en busca del encendedor. En uno de ellos, su mano se topó con algo rugoso y rígido. Era el cuaderno de Eugene. Se había olvidado por completo de él.

Con el cigarrillo sin encender en la boca, el jesuíta abrió el cuaderno por la primera página y empezó a ojearlo; distraídamente, al principio, mientras seguía palpándose la ropa para encontrar su mechero. Aunque no tardó en olvidarse de éste. Los dibujos de Eugene eran… Aquellos dibujos eran
sorprendentes.
Resultaba admirable que el muchacho tuviera una técnica tan perfecta. Los dibujos mostraban un nivel asombroso de detalle. Eran tan… reales…

Había un patrón en esos dibujos. En el cuaderno. El sacerdote fue dándose cuenta de ello progresivamente, con cada nueva página que pasaba ante sus ojos.

Varios de los dibujos se repetían. En realidad,
todos
los dibujos eran el mismo. Visiones distintas o desde diferentes perspectivas de una misma cosa. Eugene la repetía una y otra vez a lo largo de las páginas. Obsesivamente. Se trataba de un convento. Un convento que el padre Cloister conocía. Estaba seguro.

¡El monte Nebo!

Había estado equivocado todo el tiempo. Esa realidad lo golpeó como un mazo. La clave nunca estuvo en Audrey. Ella, Joseph Nolan, la madre Victoria, Daniel, él mismo, y quizá hasta los propios Lobos de Dios, habían sido los engranajes de la máquina. Le pareció que habían transcurrido meses desde sus comunicaciones con la entidad en la cripta del edificio Vendange. Sin embargo, tenía en la mano aquello sobre cuyo rastro le había puesto. En realidad habían sido años, experiencias en medio mundo, lo que, en conjunto, lo llevaron hasta ese preciso lugar en ese preciso momento. Nada ocurre por azar. El cuaderno de Eugene no había llegado hasta él por casualidad.

Sólo en la última página de ese cuaderno se mostraba algo radicalmente distinto a todo lo demás: era el dibujo de una especie de loma y la entrada de una cueva. Allí, con una letra de niño, grande y redonda, Eugene había escrito:

La Verdad está dentro de la roca, en la tierra que vio morir a Moisés.

Y, por debajo de esa frase, seis números, agrupados de tres en tres formando dos series:

31-46-24 35-45-17

La verdad dentro de la roca… Tierra que vio morir a Moisés… Esos seis números…

La roca. Moisés. Los números.

La roca era siempre símbolo de fortaleza y solidez. Su interior, la cueva o la gruta, simboliza el Universo y la iniciación. Los mayores sabios, como Pitágoras, recibieron la iluminación en el interior de una cueva. En la del monte Carmelo, los caballeros templarios eran iniciados en la orden. Para los alquimistas, la ciencia oculta estaba dentro de la madre tierra. Incluso era muy probable que Jesús no naciera en un pesebre, sino en una cueva, como se relataba en algunos textos apócrifos. El mismo Ignacio de Lo-yola, fundador de la Compañía de Jesús, de la que formaba parte Albert Cloister, recibió la iluminación en una cueva, a la que se retiró después de caer herido en una batalla.

Moisés había sido príncipe en Egipto, y había guiado a los judíos a su libertad y a la Tierra Prometida. La historia legendaria de la Biblia era conocida por todos. Moisés fue abandonado por su madre en una cesta de mimbre en el río Nilo, para evitar su muerte, y hallado luego por la hija del faraón. Para algunos historiadores, sin embargo, Moisés era de linaje egipcio; un egipcio que renegó de los suyos y se unió al pueblo judío, al que liberó de la esclavitud y del yugo de sus compatriotas. En todo caso, según el relato bíblico, Dios no le permitió llegar a la Tierra Prometida, ya que sólo pudo divisarla desde el monte Nebo, en la actual Jordania.

Una cueva en el monte Nebo.

Los números debían ser la solución definitiva al enigma. Dos seríes de tres números cada una. Como las cifras que establecen las coordenadas geográficas: los grados, los minutos y los segundos.

Capítulo 40

Jordania.

El polvo del camino se levantaba al paso de las ruedas como la espuma de las olas al romper. La temperatura era suave y el ambiente extremadamente seco. Era casi mediodía. Cloister partió de la localidad de Madaba hacía más de una hora, en dirección noroeste. En ese lugar había alquilado el único vehículo disponible, un Land Rover inglés que se caía a pedazos. Ahora, las coordenadas de su GPS le indicaron que estaba ya muy cerca de su destino. Y lo estaba, en efecto, en más de un sentido: allí lo esperaba su auténtico destino…

El vetusto motor del Land Rover tardó casi un segundo en pararse desde que el jesuita girara la llave de contacto. Por fin se detuvo entre convulsos petardeos. Le costó un triunfo arrancarlo en Madaba, pero le había llevado hasta donde quería ir, y eso era lo único importante. Cloister se bajó del coche con una botella de agua en la mano. Echó un largo trago y miró en derredor suyo. Consultó el GPS. El camino de tierra que discurría por una antigua vaguada había desembocado en un pequeño valle encajonado. Desde allí sólo se veían unas lomas estériles. En una de las laderas parecía haber una oquedad. La luz se perdía hacia el interior de la entrada a lo que parecía ser una cueva. Aquella imagen le recordaba
-era-
el último dibujo de Eugene.

El sacerdote ascendió por la ladera hasta alcanzar la oquedad. Las coordenadas del punto coincidían exactamente con el lugar que estaba buscando. Antes de entrar miró su mapa. Estaba a unos veinticinco kilómetros de Qumran, al igual que de Jericó, y a cincuenta de Jerusalén y de Belén. La
Tierra Santa.

Tuvo que agacharse para entrar. La oscuridad inicial de la cueva empezaba a tornarse aceptable a los ojos del jesuíta. Por la abertura que daba al exterior, el sol penetraba hasta casi introducirse por los más recónditos lugares. Sólo cuando Cloister llegó al fondo y giró por el único camino posible, se hizo realmente necesario el haz de su linterna. Avanzó hasta el final del corredor, donde se producía una leve inclinación del suelo hacia abajo. Escrutó cuidadosamente las piedras y cada rincón de la cueva. Allí no parecía haber nada.

En realidad, no sabía lo que buscaba. Ni siquiera sabía si se había vuelto loco. Seguramente sí, se dijo. Loco de atar. Tras su conversación con Daniel y su breve encuentro con Audrey, justo antes de su muerte, se sentía embotado. Debía de haber perdido la razón para haber viajado hasta aquel lugar, y estar solo en medio del desierto, en la ladera del mítico monte Nebo, con la única compañía de un receptor GPS y un coche tan decrépito como el anciano árabe que se lo alquiló. Pero el hecho es que estaba allí y tenía que acabar lo que había empezado.

Al menos, sus deducciones habían sido acertadas. Las cifras del dibujo hecho por el hijo de la doctora Barrett eran, en efecto, unas coordenadas geográficas: la latitud y la longitud de un punto muy concreto, implícito también en el mensaje escrito en el mismo cuaderno de dibujo: el lugar que vio morir a Moisés. Después de acceder a las imágenes de satélite de la herramienta Google Earth, Cloister había comprobado las ocho ubicaciones a las que podían hacer referencia las coordenadas. Una de ellas señalaba el monte Nebo (con latitud norte y longitud este). Las otras siete opciones carecían de sentido: cuatro de ellas caían en medio del Atlántico, al sur de las Azores y frente a la costa suramericana; otras dos en el índico, entre Suráfrica y Madagascar; y la última en el Mediterráneo Oriental, cerca de la isla de Chipre.

Ante la imagen de aquel lugar desértico y agujereado como un queso de Gruyere, entre el valle del Jordán y el mar Muerto, Cloister no podía evitar acordarse de las viejas historias de Moisés y del Arca de la Alianza. Según la tradición, el libertador del pueblo judío de los egipcios contempló desde allí la Tierra Prometida antes de morir y ceder las riendas a Josué. También en ese lugar se suponía que fue enterrado Moisés. Pero más sorprendente era el mito de que el profeta Jeremías había escondido en una cueva el objeto más sagrado que tuvieron los antiguos judíos, el Arca de la Alianza, junto con el Altar de los Perfumes y el Tabernáculo, construido éste por Moisés para conmemorar el paso del mar Rojo.

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